jueves, 30 de agosto de 2018

Ellos



  

  Me ofuscaba. El aire estaba viciado de vanas promesas y esperanzas.  
              Estaba sentado sobre el suelo, de penetrante frío, totalmente incómodo, al punto que se me acalambraban los músculos en mis propios huesos.     
              Había sido confinado a esta habitación aislada. Tenía dos ventanas solamente, con ellas miraba al exterior y aprendía algunas cosas, y a veces en cuando, saludaba a los vecinos cuando pasaban. Y también estaba ese libro amarillento, que leía cada vez que quería saber algo.   
              — Me duele la espalda — dije.
              — Hazlo saber.  
              — ¡Me duele la espalda!
              Mi queja fue oída por ellos, abrieron la puerta         y dejaron una cama de impoluto blanco en medio de la habitación. Pero las cosas que te dan tienen un precio. Cerraron las ventanas, dejando la habitación a completa oscuridad. Ellos las trabaron para nunca ser abiertas de nuevo. Ya no podía ver lo que se hallaba afuera. Me sentía solo.  
               — Y ¿Ahora qué haremos? — me preguntó. No podía verla, pero siempre la oía.  
No entendí a que se refería, pero no cuestioné, el nuevo objeto había cautivado toda mi atención. Me acomodé, y convertí aquellas sábanas perfumadas y ese colchón espumoso en mi lecho más confortable. Ya no quería levantarme nunca más en la vida.
              — Estamos encerrados. ¿Qué harás al respecto?
              — No quiero hacer nada.
              Calló por un momento, para luego agregar — Nos quieren cómodos. 
              Estaba tan cómodo, que cada vez leía aquel viejo libro, con menor frecuencia. No quería destaparme, y dejar el calor de mi cama, porque sabía que, si caminaba hasta la mesita que guardaba el libro, me enfriaría en el camino. Tenía miedo que tanto frío me congelara hasta el corazón. Así que sólo me levantaba a leer cuando lo veía extremadamente necesario, y la curiosidad de saber tal cosa, se volvía insoportable.  
              Llegó la comida. Siempre comía lo mismo, arroz blanco, sin sabor ni condimentos, y agua insípida y aburrida.  
              — No me gusta comer esto.
              — Hazlo saber.
              — ¡No me gusta comer esto!
              De inmediato se volvió a abrir la puerta, y por ella entró uno de ellos, traía entre sus garras una bandeja de plata, con un platillo de rebosante carne roja, de un buen aroma que inundaba la habitación, al punto de opacar el tufo de la humedad, y era de contextura jugosa. A los ojos era arte y a la boca una ambrosía. Lo acompañaba una copa de vino, de sabor exquisito, y textura burbujeante. Estaba feliz, y no me importaba lo que se llevaran a cambio.  
Esta vez se llevaron unos metros de la habitación, ya no tenía lugar para caminar con libertad. Si quería llegar hasta el libro tenía que bordear la cama y pasar entre un pequeño pasillo, muy delgado. Debía caminar de costado, y tardaba casi tres horas en llegar a la mesa, y otras tres de regreso. Esa fue otra razón para frecuentar menos esas letras añejas, pero cargadas de saberes.   
Estaba recostado sobre la cama y no tenía nada que hacer. Miraba el libro a la distancia, y de sólo pensar en el recorrido dificultoso, me quitaba las ganas que poseía de intentar llegar a él.  
— Estoy aburrido.
— Hazlo saber — dijo aquella voz en mi cabeza.
— ¡Estoy aburrido!
Ellos contestaron a mi llamado de inmediato. Trajeron con ellos una enorme televisión. Me puse feliz de inmediato. La colocaron frente a la cama, y para mirarla no necesitaba ni levantar la cabeza de la almohada.
A cambio se llevaron el libro. No me angustié por la perdida, ya que casi no lo leía, porque era difícil llegar a él. La televisión era mejor. No podía aprender de ella, pero era fácil prenderla y podía verla cuando quisiera con el menor esfuerzo.    
              — No tenemos lugar, y ya no podemos saber.
              Se hizo el silencio. Ella esperaba mi respuesta. Pero la ignoré, el ruido del televisor cubría su voz.
              — ¿Qué harás al respecto?
— No lo sé — le respondí, y era cierto.
— Nos quieren idiotas.
Cada día me volvía más débil, al no levantarme de la cama, mis músculos eran consumidos por el tiempo y mi vista comida por las luces banales. Creo que moriría.
Luego llegaron los otros. Abrieron la puerta, dejaron el umbral a la libertad, fuera de cualquier escollo. Podía irme. Podía salvarme y ser libre. Intenté levantarme. Hice fuerza con ambas manos, pero no hubo caso. Tiré de las sábanas con los dedos hechos puños, pero me faltaban fuerzas suficientes. Estaba casi ciego, y con la fuerza consumida, entonces, mi voluntad se vio flaqueada. ¿Ya era tarde?, efectivamente lo era, ellos me consumieron, me alimentaron, me divirtieron, ganaron parte de mí, perdí, perdí y perdí todo lo importante. La vida se me consumía como la llama de una vela, y mi alma interna se sofocaba en medio de una habitación enmohecida. Ella intentó hablarme, pero ya no podía escucharla. Y mi reloj se detuvo, sin que los otros pudieran detenerlo, porque ellos así lo quisieron, porque ellos me mataron.