Soy el terror de la Sabana. Cuando yo llego al lugar, todos
los animales comienzan a correr despavoridos y a gritar llenos de un inefable
miedo que les llega hasta la médula. “¡Auxilio!”, “¡Socorro!”, “El león está
cazando, ¡corran!”, esas son las frases que generalmente llenan el valle ámbar
cuando mi presencia arriba desde el escaso dosel arbóreo.
Y, como en mis anteriores asesinatos, tuve éxito. Una
pequeña gacela, posiblemente con unas pocas horas de nacida, fue lo
suficientemente torpe como para correr en la dirección equivocada. Con un
zarpazo la mandé a la tierra y su cuello se quebró fácilmente entre mis fauces.
Quitarle la vida, sentir su último aliento en mi boca, escuchar el ruido de sus
pequeños huesos quebrarse y la sangre fresca en mi lengua no me espantó, estaba
suficientemente acostumbrado.
Arrastré a mi presa manchando de carmín la maleza que quedaba
detrás. El canto de despedida fue el llanto de la madre de mi víctima y de los
miembros de su manada. Llantos y maldiciones siempre eran lo que seguía a mi
partida.
Caminé y solté la pequeña gacela enfrente de un montón de
ramas viejas y secas. Del interior del improvisado nido, salió un cachorro. Su
madre y sus hermanos habían muerto por el ataque de unos vagabundos que intentaron
hurtar mi hogar. Siempre lamenté llegar tarde de aquel patrullaje. Luego de
ahuyentar a los leones nómadas, este pequeño salió de su escondite para
demostrarme que esos asesinos no me habían quitado todo.
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