Me ofuscaba. El aire estaba viciado
de vanas promesas y esperanzas.
Estaba sentado sobre el suelo, de penetrante
frío, totalmente incómodo, al punto que se me acalambraban los músculos en mis propios huesos.
Había sido
confinado a esta habitación aislada. Tenía dos ventanas solamente, con ellas
miraba al exterior y aprendía algunas cosas, y a veces en cuando, saludaba a
los vecinos cuando pasaban. Y también estaba ese libro amarillento, que leía
cada vez que quería saber algo.
— Me duele
la espalda — dije.
— Hazlo
saber.
— ¡Me
duele la espalda!
Mi queja
fue oída por ellos, abrieron la puerta y
dejaron una cama de impoluto blanco en medio de la habitación. Pero las cosas
que te dan tienen un precio. Cerraron las ventanas, dejando la habitación a
completa oscuridad. Ellos las trabaron para nunca ser abiertas de nuevo. Ya no
podía ver lo que se hallaba afuera. Me sentía solo.
— Y ¿Ahora qué haremos? — me preguntó. No
podía verla, pero siempre la oía.
No entendí a que se refería, pero
no cuestioné, el nuevo objeto había cautivado toda mi atención. Me acomodé, y
convertí aquellas sábanas perfumadas y ese colchón espumoso en mi lecho más
confortable. Ya no quería levantarme nunca más en la vida.
— Estamos
encerrados. ¿Qué harás al respecto?
— No
quiero hacer nada.
Calló por
un momento, para luego agregar — Nos quieren cómodos.
Estaba tan
cómodo, que cada vez leía aquel viejo libro, con menor frecuencia. No quería
destaparme, y dejar el calor de mi cama, porque sabía que, si caminaba hasta la
mesita que guardaba el libro, me enfriaría en el camino. Tenía miedo que tanto
frío me congelara hasta el corazón. Así que sólo me levantaba a leer cuando lo
veía extremadamente necesario, y la curiosidad de saber tal cosa, se volvía
insoportable.
Llegó la
comida. Siempre comía lo mismo, arroz blanco, sin sabor ni condimentos, y agua
insípida y aburrida.
— No me
gusta comer esto.
— Hazlo
saber.
— ¡No me
gusta comer esto!
De
inmediato se volvió a abrir la puerta, y por ella entró uno de ellos, traía
entre sus garras una bandeja de plata, con un platillo de rebosante carne roja,
de un buen aroma que inundaba la habitación, al punto de opacar el tufo de la
humedad, y era de contextura jugosa. A los ojos era arte y a la boca una
ambrosía. Lo acompañaba una copa de vino, de sabor exquisito, y textura
burbujeante. Estaba feliz, y no me importaba lo que se llevaran a cambio.
Esta vez se llevaron unos metros de
la habitación, ya no tenía lugar para caminar con libertad. Si quería llegar
hasta el libro tenía que bordear la cama y pasar entre un pequeño pasillo, muy
delgado. Debía caminar de costado, y tardaba casi tres horas en llegar a la
mesa, y otras tres de regreso. Esa fue otra razón para frecuentar menos esas
letras añejas, pero cargadas de saberes.
Estaba recostado sobre la cama y no
tenía nada que hacer. Miraba el libro a la distancia, y de sólo pensar en el
recorrido dificultoso, me quitaba las ganas que poseía de intentar llegar a
él.
— Estoy aburrido.
— Hazlo saber — dijo aquella voz en
mi cabeza.
— ¡Estoy aburrido!
Ellos contestaron a mi llamado de
inmediato. Trajeron con ellos una enorme televisión. Me puse feliz de
inmediato. La colocaron frente a la cama, y para mirarla no necesitaba ni
levantar la cabeza de la almohada.
A cambio se llevaron el libro. No
me angustié por la perdida, ya que casi no lo leía, porque era difícil llegar a
él. La televisión era mejor. No podía aprender de ella, pero era fácil
prenderla y podía verla cuando quisiera con el menor esfuerzo.
— No
tenemos lugar, y ya no podemos saber.
Se hizo el
silencio. Ella esperaba mi respuesta. Pero la ignoré, el ruido del televisor
cubría su voz.
— ¿Qué
harás al respecto?
— No lo sé — le respondí, y era
cierto.
— Nos quieren idiotas.
Cada día me volvía más débil, al no
levantarme de la cama, mis músculos eran consumidos por el tiempo y mi vista
comida por las luces banales. Creo que moriría.
Luego llegaron los otros. Abrieron
la puerta, dejaron el umbral a la libertad, fuera de cualquier escollo. Podía
irme. Podía salvarme y ser libre. Intenté levantarme. Hice fuerza con ambas
manos, pero no hubo caso. Tiré de las sábanas con los dedos hechos puños, pero
me faltaban fuerzas suficientes. Estaba casi ciego, y con la fuerza consumida, entonces,
mi voluntad se vio flaqueada. ¿Ya era tarde?, efectivamente lo era, ellos me
consumieron, me alimentaron, me divirtieron, ganaron parte de mí, perdí, perdí
y perdí todo lo importante. La vida se me consumía como la llama de una vela, y
mi alma interna se sofocaba en medio de una habitación enmohecida. Ella intentó
hablarme, pero ya no podía escucharla. Y mi reloj se detuvo, sin que los otros
pudieran detenerlo, porque ellos así lo quisieron, porque ellos me mataron.