domingo, 18 de octubre de 2020

El Diablo

 



Nunca creí que la fortuna fuera tan impredecible. Cuando vives entre alhajas y piedras preciosas, crees que eres dueño del dinero y que este nunca te va a dejar. Gran error, la riqueza es tan efímera como indomable. Por más que intenté tomarla a la fuerza y atarla a mí, tarde o temprano la perdí, y me quedé con nada más que yo misma y un esposo que despilfarraba mi dinero en juegos y alcohol.    

            Mi pequeña luz de esperanza fue mi madre. Ella era como un ángel salvador que me abría sus brazos en mi peor momento, a pesar que, para Henry, era como un demonio que sólo tenía como misión en su vida molestarlo y criticarlo por todo. Y la verdad, es que mi madre tenía razón, pero yo siempre fingí que no estaba de acuerdo con ella por miedo a Henry, a veces, me miraba con un brillo aterrador en los ojos, que me paralizaba, ocasionando que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo hasta convertirme en piedra. Por eso, nunca podía contradecirlo.  

            — Eres un vago — decía ella cada vez que le pedía dinero prestado.

— Cierra la boca, Doris — le respondía él.

— Encima de vago, respondón. Ni siquiera tienes respeto por la vieja que te dio un techo después de que despilfarraste toda la fortuna de tu esposa.

Y allí estaba su mirada, Henry clavaba sus ojos en mi madre como si fueran puñales e intentara asesinarla sólo con las pupilas. Si ese poder realmente existiera, las dos ya estaríamos muertas desde mucho antes. Pero mi madre era muy diferente a mí, ella nunca se dejó amedrentar. Golpeaba el suelo con su tacón y le devolvía una mirada mucho más dura e intimidante. Y luego, le golpeaba con su chal tejido a mano hasta que lograba sacarlo de la habitación.

— ¡Yo te voy a enseñar… — iba un golpe — a respetar — le asestaba uno en el rostro — a tus mayores! — y el golpe de gracia era el que lo sacaba por fin de la habitación — ¡Mocoso malagradecido!

Henry se iba de la casa refunfuñando por lo bajo y jurando mil maldiciones.

— ¡Ya me las pagarás, vieja bruja! — y se escuchaba el portazo violento.

Cuando esto sucedía, no volveríamos a saber nada de Henry hasta el día siguiente. Yo siempre pasaba la noche sola y preocupada.

— No te angusties, hija — me decía mi madre al verme con los ojos enrojecidos —. Apuesto que está seguro y feliz entre las piernas de su amante — mi madre era algo tosca para decir las cosas, nunca mediaba sus palabras ni pensaba que podía herirme con ellas, a pesar, de que ambas, sabíamos que siempre decía la verdad.

Sí, mi esposo no sólo era un derrochador de dinero, también me era infiel con tantas mujeres como le fuera posible.

¡Ah, qué infeliz era!, a veces deseaba que existiera esa máquina de tiempo como en la novela de Wells para volver al pasado y detenerme a mí misma en el día de mi boda. ¡Ah, qué dichosa me sentiría de librarme de ese hombre malvado e inútil!

Fue extraño, pero mi madre murió semanas después. La encontré debajo de las escaleras. Por su posición y los golpes de su cuerpo, pude entender que había caído desde el primer piso y rodó por los escalones hasta la entrada.

Ese día lloré como nunca lo había hecho. No sólo lloraba la partida de mi madre, si no también, que ahora estaría sola, completamente sola, con ese monstruo que se hacía llamar mi esposo.  

Y así fue, tal como lo supuse, cuando el único ángel que me cuidaba partió, la casa se convirtió en un infierno, y fue Henry el diablo que se encargó de hacer de mi día a día una completa agonía.

Se volvió completamente loco y violento, cuando después de visitar a un escribano y este nos informara que él no podría recibir ni un solo peso de la casa y bienes de mi madre, por una cláusula que hizo ella todavía en vida, su felicidad por pensar que volvería a ser rico, se esfumó de inmediato y fue reemplazada por ira y enojo, todo… canalizado sobre mí.

Esa fue la primera vez que Henry me golpeó.

Si antes le tenía miedo, ahora, su sólo nombre, su sola mención, su sola presencia… me aterraba.

— ¿Así que tu madre te cuida después de muerta? — decía Henry con veneno en la voz, mientras depositaba un plato de sopa que él mismo había preparado sobre la bandeja.

Estaba recostada en la cama y mi esposo se encargaba de cuidarme. Pues, hacía semanas que me sentía descompuesta, mis fuerzas se extinguían lentamente y ni siquiera sabía por qué. Sólo necesitas descansar, decía Henry, duerme y mañana amanecerás recuperada. Todas las noches decía lo mismo, y mis vanas esperanzas se veían flaquear cuando despertaba aún más enferma que el día anterior.  

— ¿Así que yo no podré ver ningún peso de tu herencia?, me parece un poco injusto siendo tu esposo, ¿no crees? — decía mientras acercaba otra cucharada de esa hedionda sopa casera a mi boca, cual no me atrevía a rechazar por temor a las represalias.    

— Lo siento — era lo único capaz de decir, aunque por dentro me alegraba que este diablo no viera ni una sola moneda, si él tuviera acceso a la propiedad, esta ya la hubiera perdido desde hacía rato a causa de sus vicios y malos hábitos.  

Cuando Henry se aseguraba que en el plato ya no quedaba ni una sola gota de sopa por beber, salía de la habitación y me dejaba sola hasta la siguiente hora de comer.

Nunca supe cuál fue mi enfermedad, y Henry tampoco llamó a un doctor.

— No es tan grave, en unos días más te recuperarás — decía siempre que le pedía por un médico.

Fue esa noche, la peor de todas y la recuerdo como una congoja perpetua, la revivo en mis recuerdos, una y otra vez, atormentándome constantemente, en la piel y en la mente.  

Mi piel ardiente, quemante como un infierno.

La jaqueca, punzante, sentía como si fuera un hierro hirviendo que se hundía en mi frente.  

Mis pulmones, colapsaban con cada inspiración, el aire no entraba, me estaba ahogando.

Henry acudió a mi lado y tomó mi mano en un signo de consuelo.

Al principio me alegré, al pensar que incluso en momentos así, tenía un poco de humanidad en él y un pequeño rezago de sentimientos por mí. Pero si mi dolor le angustiaba, ¿por qué sonreía?

Esa noche creí que moriría.  

No sé en qué momento de la noche, pero el dolor que aquejaba mi cuerpo completo me venció y caí inconsciente.

A la mañana siguiente, cuando el dolor menguó hasta desaparecer por completo. Una voz conocida, que hacía mucho que no escuchaba, me despertó.

— Despierta, hija.

Abrí los ojos de manera veloz.

Esto debía ser un sueño.

Busqué con la mirada a la dueña de aquella voz familiar. Allí estaba, mi madre, en una aparición completamente perfecta. Todo en ella era tal cual la recordaba. El tono de piel, el color de su cabello, cada pequeña mancha en su rostro y arruga en su cuerpo, todo, todo estaba allí.

Llevé mi mano a mi frente para comprobar que todavía no tuviera fiebre. Pensaba que la alta temperatura podría ser el motor de esta realista alucinación.

Frío.

Mi frente no tenía ni una pizca de calor.

Entonces no era una alucinación. Mi madre era real, y estaba, ahora, ante mis ojos.

— Hija, lo que te ha dicho Henry es todo mentira. Yo no me caí de las escaleras. No fue un accidente, fue él quien me empujó.

Abrí la boca a causa de la incredulidad.   

Me costó procesar aquella información de primero. Pero tenía sentido, siempre había sospechado de la muerte de mi madre. Una caída por las escaleras, era una muerte común, pero se vuelve sospechosa si tienes al mismo diablo asechándote día y noche.

— Él está enojado porque no puede compartir la herencia conmigo.

— Lo sé — respondió mi madre y se sentó en la cama junto a mí. Sonreí cuando su mano se posó sobre la mía en un signo de amor maternal. Su presencia era tan real, nunca me dejó. Henry tenía razón, seguía cuidándome incluso después de muerta. Supuse que ahora podía verla por haber sufrido un episodio que me llevó cerca a la muerte —. Me alegro de haber colocado esa cláusula en mi testamento. No quería que vuelva a quitarte todo lo que tienes y una vez más te vieras en la calle.

— ¿Es segura esa cláusula? — le pregunté.

Ella negó suavemente.

— Sólo hay una manera de romperla.

Después de mi recuperación, Henry se veía más alegre y vivaz. Ya no pasaba mucho tiempo en la casa, pero cuando lo hacía, ya no me gritaba ni maltrataba.

A pesar de que ya no era tan diablo como antes, mantuve en secreto que podía ver a mi madre y hablar con ella. Creí que, si se lo contaba, él se burlaría de mí o se enojaría por volverme loca.

Yo estaba feliz, creía que eso se debía a mi enfermedad. Tal vez, al pensar que pudo perderme, decidió cambiar su trato hacia mí y ser un buen esposo por fin.

Estaba tan feliz, que solía adularlo constantemente, sentía que se lo merecía por ser bueno conmigo.

Eso huele delicioso.

Esa corbata te hace ver más atractivo.

¿No crees que hoy es un hermoso día?  

¡Qué te vaya bien! ¡Te extrañaré mientras no estás! 

¡Ten cuidado de camino a casa!

Con el pasar de los días, noté que algo extraño pasaba.

Henry… su actitud conmigo. Algo andaba mal.

Un par de días después entendí qué era lo que andaba mal.

Un hombre y una mujer llegaron a la casa. Al principio, creí que se trataban de amigos de Henry, pero supe, de manera desgarradora que no lo eran.

Henry los llevó por toda la casa. Y la pareja lo siguió con los brazos entrelazados. La mujer se veía muy entusiasmada en el recorrido.   

— Me gusta, querido — dijo ella.

— A mí, también. Es justo lo que estamos buscando — le respondió su esposo.

Henry amplió una enorme sonrisa en su rostro al escuchar la conversación ajena.

— Me alegra que estén interesados en comprarla.

— Por supuesto, nos encanta la casa.

No lo entendía. ¿Por qué Henry estaba haciendo esto? ¡Él no podía hacer esto! ¡La cláusula se lo prohibía!

— Pero, hay algo que no comprendo… — dijo de repente la mujer y Henry la escuchó con atención, al igual que yo —. ¿Por qué alguien quisiera vender una casa tan hermosa?   

— Esta era la casa que compartía con mi esposa, y ahora que… — se lleva una mano al rostro fingiendo pesadumbre — ella está muerta, pienso venderla.

Mis ojos se abrieron por completo.

¿Qué?

¿Qué diablos estaba diciendo?

Giré a ver a mi madre, ella me sostuvo la mirada de manera implacable, pero no contestó nada, sólo se dedicó a escuchar las palabras de mi esposo.

— Oh, lo entiendo. Debe ser muy duro con todos los recuerdos que debe guardar esta casa de ella — agregó el hombre para terminar con el silencio.

Ya no pude escuchar más nada. Las palabras que proferían las personas me supieron lejanas e indescifrables.

Me alejé de la escena sintiendo que mi mente era asediada por una nube de confusión.

Me sentía consternada y dolida. Nunca creí que algo así pudiera suceder conmigo. 

— Sólo había una manera de invalidar la cláusula de que la casa no pudiera venderse — habló mi madre, yo la miré abrumada —, esta regía mientras tú estuvieras con vida.

Él… él… el diablo había… me había. ¡No podía decirlo!

Azoté la puerta y salí de aquella habitación como si fuera llevada por una ráfaga de aire.   

La mujer gritó.

— ¿Qué fue ese ruido? — preguntó asustada.

— No lo sé, el viento habrá cerrado la puerta.