lunes, 3 de junio de 2024

La Jaula

 



Despertó y fue negro lo único que vio. Supo que estaba en un lugar estrecho porque no podía incorporarse, era algo parecido a un túnel de metal, porque sentía el frío calándole la piel desnuda. Sí, estaba desnuda, completamente.

Le dolía la cabeza. Se llevó una mano a la sien y sintió que le palpitaba. Había recibido un golpe. Eso explicaba por qué se había despertado en ese extraño túnel de metal. Pero algo le perturbaba, ¿cómo había llegado allí?

Intentó mantener la calma, pero fue difícil. No entendía qué sucedía ni dónde estaba.

Cerró los ojos y seguía viendo lo mismo: nada negra. Respiró hondo varias veces, controlando, de aquella manera, su ritmo cardiaco y que su mente no corriera al abismo. Su padre le había enseñado que en situaciones límites lo mejor es siempre mantener la calma.

Su meditación fue interrumpida cuando por el túnel se sintió una vibración. Las paredes metálicas fueron víctimas del sismo, y su cuerpo se acompasó al movimiento siniestro. Unas bisagras crujieron y un cuadrado de luz natural se abrió ante sus ojos. Tuvo que entrecerrar los párpados, ya que sus pupilas se habían acostumbrado a la completa oscuridad. Con una nueva puerta abierta, su cuerpo ya no tenía punto de apoyo, comenzó a deslizarse, llevada por la gravedad. Intentó sostenerse de las paredes del túnel, pero el peso de su cuerpo fue difícil de sortear. Su piel quemó contra el metal al deslizarse. Gritó, respiró con dificultad, y ni así fue capaz de encontrar las fuerzas para vencer la caída.

Sintió que una ráfaga de aire fresco le daba de lleno contra el cuerpo. La adrenalina jugó a su favor, sintió que la caída era en cámara lenta y procesaba cada fragmento de segundo en un bocado. Se batió, se sacudió con todas sus fuerzas. Su espalda chocó contra unos barrotes metálicos, tan fuerte que la envió hasta la pared contraria. Gimió con dolor cuando se le desprendieron las uñas al intentar sujetarse de uno de los barrotes. Por fin, y contra todo pronóstico, logró cerrar los dedos contra uno de los barrotes, se balanceó y consiguió acomodarse para alcanzar el barrote con ambas manos.

Se atropelló con su propia respiración, el susto y el esfuerzo la habían ahogado. Pero no tenía tiempo de relajarse. Buscó con los ojos el final de la jaula, no alcanzó a verlo, ya que con los metros las paredes de barrotes se perdían en la absoluta oscuridad.

Miró sobre su cabeza. El túnel del que había caído estaba cerrado otra vez.

Se sujetó con fuerza, negándose a caer; ya que el fondo no parecía ser una buena opción. Intentó escalar, pero fue un menester vano, ya que los barrotes se encontraban muy separados entre sí. Ni siquiera logró colocar un pie para descansar el cuerpo. Se encontraba colgando a la deriva, sostenida solo por los brazos.

Mientras pensaba en alguna manera de escapar, un sonido familiar se oyó sobre su cabeza. El túnel de metal volvió a abrirse. La mujer se presionó contra los barrotes cuando percibió un grito de pánico provenir del túnel. Un hombre, tan desnudo como ella, cayó desde el túnel gritando con desespero. Pero él no tuvo tanta suerte, no logró aferrarse a los barrotes y se precipitó contra el fondo. La mujer esperó escuchar el golpe del cuerpo desparramándose contra el suelo, pero nada parecido llegó. No, lo que se escuchó fue un sonido escabroso, como el que se escapa de la garganta de una enorme bestia. Se sentía debajo de sus pies, a varios metros en el fondo de la jaula. Era como si algo al final exhalara satisfecho.

Se aterró. Un frío helado subió por cada gramo de su cuerpo. Intentó subir, alejarse de esa cosa del fondo, fuera lo que eso fuera; pero fracasó. No pudo escalar, todo lo contrario, sus dedos se deslizaron por los barrotes. El aire se atoró en su garganta mientras presionaba con fuerza los puños, dejando una estela roja en las varas metálicas. Su caída se detuvo, pero se había acercado peligrosamente al fondo. Estaba en el límite entre la oscuridad y la luz de la jaula. Su boca se contorsionó en una mueca de desesperación y le rezó al dios del que siempre descreyó. Alguien, el que fuera, ¡qué la salvara!

Sus dedos comenzaron a hormiguear, y, uno por uno, se adormecieron. Sus ojos lloraron las lágrimas que había estado conteniendo; ya no tenía fuerzas y su voluntad comenzaba a hacerse añicos. Sus músculos se agarrotaron y ya no pudo controlar su propio cuerpo. El cansancio la había vencido; sus dedos se desprendieron del barrote y sintió que un vértigo feroz le asaltaba la mente. El aire raspó con velocidad su piel y lo último que vio fue unas enormes fauces, de dientes espinados, abriéndose para engullirla.

...