viernes, 30 de abril de 2021

La Salamanca de Cochicó


 

Lo que voy a contar a continuación, no es una leyenda: es una anécdota. Así que el que quiera creer que crea, y el que no, puede decir que prefiere creer en lo que dicta su razón, porque algo que carece de lógica no debe ser cierto. La mayoría del tiempo, yo también lo creo así, no lo sé, pero lo que esta persona me contó ese día, el temor impreso que vi en sus ojos, esa incertidumbre e incomprensión, no pudo ser una simple ilusión.        

Antes de comenzar a relatar los hechos que nos acontecen, cabe destacar que los nombre en este relato fueron alterados, para resguardar la integridad de los participantes, pues, ya que temen a las burlas de los incrédulos, que neciamente cierran su mente a otras perspectivas y realidades.   

Estamos en pleno siglo veintiuno, pero aún, encontramos hombres que llevan en la sangre todo el aspecto y la esencia de los gauchos, esos hombres de antes, con boleadoras en el cinturón, que surcan el desierto aún a caballo. Y, Ramón, nuestro protagonista, es justamente, uno de estos hombres.   

En una de sus típicas cabalgatas por Cochicó, las cuales ya eran rutina en su día a día, sucedió algo que rompió esa monotonía a la que acostumbraba.

Talvez fue porque esa vez se le hizo tarde para volver a su finca, ya era de noche, y extrañamente, ninguna luz artificial funcionaba. Pero la verdad, es que no importa, hoy en día, cuánto intente hallarle una razón, eso nunca cambiaría lo que vivió esa extraña noche.     

Azuzó a su compañero equino para que acelerara la marcha, pues, una extraña sensación comenzaba a hacérsele carne en la piel. No podía estarse tranquilo. Había algo malo en esa noche, y el murmullo lúgubre de las lechuzas, no ayudaba a su ánimo. Sólo podía pensar en volver a su casa con su familia cuanto antes.

Su caballo se detuvo de repente, tanto que debió aferrarse a las briznas con fuerzas para no caer de este.

Una figura, una sombra henchida le obstruía la calle de tierra. Al principio no pudo encontrarle forma, pero, cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la nueva imagen frente a él, entendió que se trataba de un hombre, de un par, de otro gaucho. Pero lo que más le extrañó, era que ese hombre le era completamente desconocido. Allí en Cochicó, todos se conocían los rostros de memoria. ¿Quién era este extraño gaucho que se paraba inerte frente a él, inmóvil como una aparición de otro mundo?

Ramón le preguntó quién era, qué hacía en medio de la noche, en medio de la calle.

El extraño no contestó, porque cuando Ramón parpadeó, el hombre ya no estaba allí. Lo buscó con la mirada, pero no lo halló por ningún lado. Sólo vio una cosa que resaltó sobre las sombras de esa noche sin estrellas. Se trataba de una luz a la lejanía, que brillaba entre los árboles y la maleza, atusada por la sequía. Al principio, pensó que se trataba de la luz mala, pero no, esto era algo mucho más grande y brillante.  

Y, como es el corazón de un gaucho, valiente por naturaleza, no pensó dos veces antes de indicarle al caballo hacerse a un lado para dejar el camino atrás. Y así se escabulló por la espesura del lateral, en un veloz remesón que lo llevó a encontrarse con la fuente de aquella luz. 

A la distancia divisó una casa, entendió de inmediato que de allí provenía aquella luz, como un lucero en medio de la noche.

La visión de la casa le pareció sumamente extraña, ya que estaba en medio del campo, y la última finca había quedado varios kilómetros detrás.

Volvió a instar al caballo, pero, por más que su compañero trotara incansablemente, por lo que parecieron horas, la distancia seguía siendo la misma, los árboles a sus lados se movían y quedan atrás, pero la casa seguía estando en el mismo lugar, allí, sobre el horizonte, brillante como la única estrella en esa noche. Era como si no llegara nunca.

Pero Ramón no se rindió, volvió a acusar a su caballo, latigueó las bridas, y su compañero obedeció, continuando con el camino interminable hacia esa casa.

Parecería que la noche se terminaría antes de que él pudiera llegar a esa casa, pero, contra todo pronóstico, lo que pareció, en un principio no más que una ilusión, era real. Los cascos del caballo salpicaron la tierra hasta llegar a la entrada de esa casa.  

Esta se veía vieja, pero alegremente decorada e iluminada. Había caballos atados en la entrada y un montón de invitados. Por supuesto, ninguna cara conocida. Pero, como eran amigables, Ramón no tardó en sentirse cómodo entre ellos.

Charló con ellos, no podía dejar de reír mientras bebía vino, con aquel sabor casero y avinagrado. Sólo hay una cosa de esa fiesta que puede recordar con exactitud, y es el rostro pueril de aquella china jovencita, con dos trenzas a cada lado de su oreja, como salida de otra época. Ella se acercó con una bandeja de tortitas caseras. Olían y se veían deliciosas, pero por alguna extraña razón no tuvo deseos de comerlas. Pero como lucían tan apetitosas, no quería arrepentirse tiempo después por quedarse con las ganas, así que tomó varias y las guardó en los bolsillos de su bombacha. La fiesta siguió entre baile, lo hicieron cantar acompañado por una guitarra criolla.  

Nunca se había divertido tanto.  

El baile le había abierto el apetito, así que sacó una de las tortitas de sus bolsillos y se la llevó a la boca. A partir de ese momento, los recuerdos de Ramón se vuelven un torbellino confuso, ni siquiera sabe que pasó después. Sólo recuerda despertar, cuando los molestos rayos del sol quemaban sus párpados.  

Su cuerpo se aquejó por completo. Pues, había estado durmiendo en medio del campo, sobre la tierra fría y helada. Miró hacia todas direcciones, no había pistas de ninguna casa, ni señales de alguna fiesta de anoche. Sólo su caballo pastando a unos metros, atado a un tronco viejo. 

Estaba solo en medio de la nada. 

Regresó a su casa. Su mujer estaba asustada por la ausencia de su esposo toda la noche.

— ¿Dónde estabas? — le cuestionó ella, al borde de las lágrimas.

— Estuve en una fiesta. Una china me dio unas tortitas re ricas… — Ramón metió su mano en el bolsillo, con la intención de compartir aquellas delicias con su esposa, pero cuando buscó con los dedos en el interior de su bombacha, estos tocaron una sustancia arenosa, que le supo nauseabunda. La apretó entre los dedos y la llevó frente a sus ojos, para percatarse que tenía los bolsillos llenos de bosta de caballo.