Lo que voy a contar a
continuación, no es una leyenda: es una anécdota. Así que el que quiera creer
que crea, y el que no, puede decir que prefiere creer en lo que dicta su razón,
porque algo que carece de lógica no debe ser cierto. La mayoría del tiempo, yo
también lo creo así, no lo sé, pero lo que esta persona me contó ese día, el
temor impreso que vi en sus ojos, esa incertidumbre e incomprensión, no pudo
ser una simple ilusión.
Antes de comenzar a relatar los
hechos que nos acontecen, cabe destacar que los nombre en este relato fueron
alterados, para resguardar la integridad de los participantes, pues, ya que
temen a las burlas de los incrédulos, que neciamente cierran su mente a otras
perspectivas y realidades.
Estamos en pleno siglo veintiuno,
pero aún, encontramos hombres que llevan en la sangre todo el aspecto y la
esencia de los gauchos, esos hombres de antes, con boleadoras en el cinturón,
que surcan el desierto aún a caballo. Y, Ramón, nuestro protagonista, es
justamente, uno de estos hombres.
En una de sus típicas cabalgatas
por Cochicó, las cuales ya eran rutina en su día a día, sucedió algo que rompió
esa monotonía a la que acostumbraba.
Talvez fue porque esa vez se le
hizo tarde para volver a su finca, ya era de noche, y extrañamente, ninguna luz
artificial funcionaba. Pero la verdad, es que no importa, hoy en día, cuánto
intente hallarle una razón, eso nunca cambiaría lo que vivió esa extraña
noche.
Azuzó a su compañero equino para
que acelerara la marcha, pues, una extraña sensación comenzaba a hacérsele
carne en la piel. No podía estarse tranquilo. Había algo malo en esa noche, y
el murmullo lúgubre de las lechuzas, no ayudaba a su ánimo. Sólo podía pensar
en volver a su casa con su familia cuanto antes.
Su caballo se detuvo de repente,
tanto que debió aferrarse a las briznas con fuerzas para no caer de este.
Una figura, una sombra henchida
le obstruía la calle de tierra. Al principio no pudo encontrarle forma, pero,
cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la nueva imagen frente a él, entendió
que se trataba de un hombre, de un par, de otro gaucho. Pero lo que más le
extrañó, era que ese hombre le era completamente desconocido. Allí en Cochicó,
todos se conocían los rostros de memoria. ¿Quién era este extraño gaucho que se
paraba inerte frente a él, inmóvil como una aparición de otro mundo?
Ramón le preguntó quién era, qué
hacía en medio de la noche, en medio de la calle.
El extraño no contestó, porque
cuando Ramón parpadeó, el hombre ya no estaba allí. Lo buscó con la mirada,
pero no lo halló por ningún lado. Sólo vio una cosa que resaltó sobre las
sombras de esa noche sin estrellas. Se trataba de una luz a la lejanía, que
brillaba entre los árboles y la maleza, atusada por la sequía. Al principio,
pensó que se trataba de la luz mala, pero no, esto era algo mucho más grande y
brillante.
Y, como es el corazón de un
gaucho, valiente por naturaleza, no pensó dos veces antes de indicarle al
caballo hacerse a un lado para dejar el camino atrás. Y así se escabulló por la
espesura del lateral, en un veloz remesón que lo llevó a encontrarse con la
fuente de aquella luz.
A la distancia divisó una casa,
entendió de inmediato que de allí provenía aquella luz, como un lucero en medio
de la noche.
La visión de la casa le pareció
sumamente extraña, ya que estaba en medio del campo, y la última finca había
quedado varios kilómetros detrás.
Volvió a instar al caballo, pero,
por más que su compañero trotara incansablemente, por lo que parecieron horas,
la distancia seguía siendo la misma, los árboles a sus lados se movían y quedan
atrás, pero la casa seguía estando en el mismo lugar, allí, sobre el horizonte,
brillante como la única estrella en esa noche. Era como si no llegara nunca.
Pero Ramón no se rindió, volvió a
acusar a su caballo, latigueó las bridas, y su compañero obedeció, continuando
con el camino interminable hacia esa casa.
Parecería que la noche se
terminaría antes de que él pudiera llegar a esa casa, pero, contra todo
pronóstico, lo que pareció, en un principio no más que una ilusión, era real.
Los cascos del caballo salpicaron la tierra hasta llegar a la entrada de esa
casa.
Esta se veía vieja, pero
alegremente decorada e iluminada. Había caballos atados en la entrada y un
montón de invitados. Por supuesto, ninguna cara conocida. Pero, como eran
amigables, Ramón no tardó en sentirse cómodo entre ellos.
Charló con ellos, no podía dejar
de reír mientras bebía vino, con aquel sabor casero y avinagrado. Sólo hay una
cosa de esa fiesta que puede recordar con exactitud, y es el rostro pueril de
aquella china jovencita, con dos trenzas a cada lado de su oreja, como salida
de otra época. Ella se acercó con una bandeja de tortitas caseras. Olían y se
veían deliciosas, pero por alguna extraña razón no tuvo deseos de comerlas.
Pero como lucían tan apetitosas, no quería arrepentirse tiempo después por
quedarse con las ganas, así que tomó varias y las guardó en los bolsillos de su
bombacha. La fiesta siguió entre baile, lo hicieron cantar acompañado por una
guitarra criolla.
Nunca se había divertido tanto.
El baile le había abierto el
apetito, así que sacó una de las tortitas de sus bolsillos y se la llevó a la
boca. A partir de ese momento, los recuerdos de Ramón se vuelven un torbellino
confuso, ni siquiera sabe que pasó después. Sólo recuerda despertar, cuando los
molestos rayos del sol quemaban sus párpados.
Su cuerpo se aquejó por completo.
Pues, había estado durmiendo en medio del campo, sobre la tierra fría y helada.
Miró hacia todas direcciones, no había pistas de ninguna casa, ni señales de
alguna fiesta de anoche. Sólo su caballo pastando a unos metros, atado a un
tronco viejo.
Estaba solo en medio de la
nada.
Regresó a su casa. Su mujer
estaba asustada por la ausencia de su esposo toda la noche.
— ¿Dónde estabas? — le cuestionó
ella, al borde de las lágrimas.
— Estuve en una fiesta. Una china
me dio unas tortitas re ricas… — Ramón metió su mano en el bolsillo, con la
intención de compartir aquellas delicias con su esposa, pero cuando buscó con
los dedos en el interior de su bombacha, estos tocaron una sustancia arenosa,
que le supo nauseabunda. La apretó entre los dedos y la llevó frente a sus
ojos, para percatarse que tenía los bolsillos llenos de bosta de caballo.