Los poetas han encontrado, durante
siglos, en las letras una alternativa a la realidad. Era el vate el del
privilegio de huir de su vida, y de crear nuevas, para él mismo y para los ojos
que lo leyeran. Pero lamentablemente este pequeño errar a la congoja vitalicia,
era efímera, temporal. Cuando el hombre levanta los ojos, se halla de vuelta en
su entorno, con sus cuitas y dolores.
— Estar
despierto, que desilusión — Beltrán tenía los ojos abiertos y una mirada
ofuscada los acompañaba. Se sentía de mal humor, siempre lo estaba después de
despertar.
Cerró los
ojos con fuerza, pero por más que insistió, Orfeo no volvió sobre él. Estaba lo
suficientemente descansado como para mantenerse despierto el resto del día. Si
de él dependiera, pasaría todo el día durmiendo. Allí, en ese mundo onírico,
hallaba la paz que su mente necesitaba. Cuando estaba levantado, buscaba un
escape, si bien no era tan efectivo como un sueño, lo hacía olvidarse del dolor
de su corazón por unas horas. Se preparó un café, y con la taza de porcelana en
una mano, rebuscó con la otra en la estantería hasta que dio con el libro que
buscaba.
Era una
buena historia. Era fácil identificarse con los personajes, se transmitían los
sentimientos y las emociones a tal punto de volverlas propias. El amor, la
felicidad, la adrenalina, las sentía en su interior, como si él mismo hubiera
vivido ese romance, esas aventuras. Pero esas emociones no podían durar para
siempre, el dolor de sus tripas al rugir eran la alarma que le recordaba que
tenía que despegarse de ese mundo ficticio para volver a la realidad. El
hambre, al igual que con el resto de las necesidades, le impedía viajar en un
escape completo. Y ahora tenía que hacer lo que más odiaba, salir de su
guarida, ya que se le habían acabado las viandas.
Las calles
tenían un color gris, al igual que el cielo, que se veía triste y amenazaba con
llorar. Los días como estos avivaban a un más la tristeza de su alma. Era como
si el cielo lo invitara a llorar con él.
Fue rápido a la feria y compró en
cantidad. Tanto que le sería imposible llevarlo él solo. Le encargó al joven de
la carreta para que le llevara todo lo que había comprado a su casa,
prometiéndole unas monedas de propina. No tenía problema en escatimar dinero,
ya que vivía de una harta herencia. Con tanta plata y oro en monedas no
necesitaría trabajar por el resto de su vida. El muchacho se imaginó las
monedas con emoción y le prometió que partiría de inmediato para dejar la
mercancía en su casa. Beltrán no acompañó al chico, ya que antes, quería pasar
por otra tienda más. Caminó por la calle de la feria, hasta el puesto que bien
conocía. Allí estaba un mulato, algo estrafalario y místico en su vestir.
Beltrán sabía que esas ropas no eran propias de la tribu de donde procedía,
pero las vestía para llamar la atención de más clientela. Muchos hombres se
veían atraídos por su exotismo, y se veían tentados en gastar unas cuantas
monedas en artículos tribales o pocos comunes. Pero esas cosas no eran las que
le competían a Beltrán, el mulato solía traer del extranjero libros poco
comunes, que si bien del otro lado del mar eran historias que todos conocían,
en estos lares, la difusión de las letras era bastante pobre. Y unos pocos
afortunados, como él, se daban el lujo de cultivarse en dichas culturas e
inteligencias.
— Don Beltrán — lo saludó el mulato
con su acento forzado. Beltrán una vez lo había escuchado, por accidente,
hablando con su gente, y el mulato hablaba normalmente, sin ese rítmico vocal
tan acentuado. Ese era otro de sus artilugios de negocios — ¿Qué lo trae a mi
humilde puesto?— el mulato sabía bien lo que venía a buscar Beltrán en su
negocio, pero siempre que lo veía le formulaba la misma pregunta.
— ¿Tienes nuevos libros?
— Estos libros son de la biblioteca
secreta del conde Filiberto de la Berta — Beltrán dudaba que dicho conde
siquiera existiera en realidad. El mulato le mostró un libro tras otro,
inventando su procedencia en el momento — y este lo encontré enterrado en una
cueva, con una nota en un idioma desconocido.
— ¿Y la nota?
—Se convirtió misteriosamente en un
ave, y se fue volando. Desde entonces no la volví a ver.
Beltrán entornó los ojos de manera
inquisidora, y el mulato se mantuvo en silencio, rezando internamente que sus
palabras no filtraran las mentiras. Pero lo que el vendedor no sabía era que
Beltrán nunca había creído sus historias, si bien sus libros eran valiosos, el
hombre siempre intentaba ganarle unas monedas más con sus mentiras. Podía
engañar a un idiota, pero Beltrán sabía muy bien leer a través de las palabras,
y las del mulato sabían a mentiras. Pero Beltrán no le daba mucha importancia a
eso, escuchaba sus falacias sin ninguna expresión, elegía los libros que llamaran
más su atención y volvía a su casa con las manos cargadas.
— ¿No tienes algo diferente? — de
todos los libros ninguno había causado en él el suficiente interés como para
llevárselo. Ninguno parecía que le brindaría eso que él buscaba, ese escape,
esa huida.
El mulato volvió a guardar
silencio, pero esta vez fue un silencio distinto, fue uno misterioso, tanto,
que por primera vez, captó la atención de Beltrán.
— Tengo algo… — el mulato enmudeció
de inmediato, como si se hubiera arrepentido de hablar.
— ¿Qué? — lo instó a hablar
verdaderamente intrigado.
El vendedor le hizo señas para que
se acercara. Beltrán se inclinó levemente sobre el mostrador y su nariz
percibió el tufillo salvaje que provenía del hombre tribal. ¿Incluso llegaba a
colocarse colonias raras para acentuar su figura de hombre místico?, ¿Hasta dónde
podía llegar la ambición de un vendedor?
— ¿Has escuchado hablar de
alquimia? — dijo en un susurro temeroso.
Beltrán no respondió con palabras,
pero le envió una mirada interrogativa, sabía bien lo que era la alquimia,
había leído sobre ella, pero más que eso no había hecho.
El mulato lo invitó a entrar en la
tienda. Beltrán le hizo caso. El vendedor miró en ambas direcciones,
asegurándose que nadie estuviera mirando y luego cerró las cortinas, tapando
del mundo lo que pasaría allí dentro. Rebuscó en el interior de sus coloridas
ropas hasta dar con una llave que con ella abrió un cofre escondido en el suelo.
De su interior sacó un libro forrado en cuero y con un extraño pictograma
pintado en el frente.
— Lo rescaté de una quema de libros
— y esta vez, Beltrán supo que las palabras del mulato eran ciertas — este
grimorio le pertenecía a un arzobispo, cuyo nombre no puedo revelar por miedo a
lo que podría pasarle a mi familia. Dicen que este hombre había experimentado
un poder como ninguno. Tenía habilidades de magias desconocidas, y todo eso lo
escribió aquí. Yo no me atreví a abrir el libro, por miedo a que deje en mí
alguna maldición, pero pensaba en hacer un buen dinero con él.
— ¿Cómo conseguiste el libro? —
Beltrán dudó un momento en el vendedor, si ese grimorio era tan peligroso,
¿Cómo había llegado a sus manos?
— Este arzobispo fue quemado en la
ojera, cuyo fuego se encendió con todos sus libros ocultistas. Me escabullí en
la noche y revisé las cenizas, entre ellas estaba este libro. El fuego no pudo
con él.
Beltrán sintió un escalofrió al
escuchar la historia, y creía en sus palabras, el susto en el rostro del hombre
le denotaba que no estaba mintiendo.
— Si lo quieres serán quinientas
monedas.
Beltrán amplió los ojos impactado.
Era mucho dinero, pero si el libro era real, lo valía. Con cuyo dinero podría
comprarse otra mansión, pero creía que tal vez ese grimorio le traería
respuesta al dolor de todos sus días.
— Pagaré por ello.
Beltrán no tenía el dinero allí
mismo, así que el mulato lo acompañó a su casa. Cuando llegaron encontró en la
entrada al muchacho esperando con toda la mercadería que había comprado, solía comprar
en cantidad para no volver a salir de su mansión en un largo tiempo. Esperaron
a que el muchacho terminara de guardar las viandas en su despensa, y cuando le
pagó el dinero prometido y se hubiera marchado, Beltrán y el mulato volvieron a
lo que les concernía.
Beltrán retiró de su caja fuerte
las monedas de oro que precisaba. Hicieron el intercambio. El mulato se
desprendió del libro, y para él fue como un alivio, como si un yunque se desprendiera
de su espalda, en cambio sobre Beltrán cayó una sensación pesada en el momento
que tuvo el grimorio en sus manos, y un escalofrío lo asaltó por la espina.
— No me volverás a ver. No puedo
decirte a donde iré, pero verdaderamente le temo a ese libro y a los que
intentaron deshacerse de él. Pueden volver por el grimorio, no lo sé.
Beltrán comprendió su temor, y como
había prometido, esa fue la última vez que se vieron, y tampoco volvió a
encontrar su tienda en la feria, por lo cual, desde entonces, tuvo que comprar
sus libros en otro lugar.
Pasaron algunos meses, y el
grimorio permanecía cerrado, en el mismo lugar donde lo había dejado. No se
había atrevido a leerlo, ni mucho menos a abrirlo. Le temía, no le avergonzaba
admitirlo. Estuvo días enteros
preparándose mentalmente y dándose valor para leer los esotéricos secretos que
guardaran aquellas hojas añejas.
Cuando estuvo listo, se preparó
como si de una ceremonia se tratara, no comió ni bebió nada en todo el día, había
cerrado todas las ventanas y corrido todas las cortinas, impidiendo que entrara
siquiera una gota de luz externa. Incluso había estado varios días sin dormir,
cosa que detestaba, odiaba estar despierto, pero estaba seguro que sacrificar
sus horas de sueño valdría la pena una vez que encontrara una solución a sus
penas.
Prendió una vela, la cual depositó
en la superficie del escritorio, donde yacía el grimorio cerrado. Respiró hondo
repetidas veces, hasta que juntando el valor necesario, se dispuso a empezar
con su lectura. Primero posó la yema de sus dedos sobre la superficie orgánica
del libro. Sintió levemente la textura callosa del cuero, y unos segundos
después abrió la tapa encontrándose de frente con la primera página. Esta lucía
amarillenta y de muchos años. El libro estaba escrito en latín, y algunas
partes en hebreo o griego. Por suerte Beltrán era plurilingüe, y había
aprovechado su soledad en aprender muchas cosas, y una de esas eran varios
idiomas.
Ocupó toda la noche leyendo,
incluso volvía sobre las páginas más de una vez. El corazón le palpitaba cada
vez que volteaba una página, lo hacía con lentitud y cuidado, como si las hojas
se pudieran desarmar entre sus dedos. El tufo mohoso le llenaba las narices, y los
ojos le lloraban por el esfuerzo de leer a medianoche, con sólo la compañía de
la luz de la vela.
Ese libro le había abierto la
mente, revelaba tantos misterios, incluso a tantas preguntas extrañas que nunca
se le hubiera ocurrido pensar. Cosas como la vida, la muerte y la metafísica
hallaba sus respuestas en este libro. Pero cada respuesta era algo oscura, como
si estuvieran vistas desde unos ojos pesimistas, al igual que los suyos. Se
sentía identificado con el autor de aquellos conjuros, se lo leía tan
melancólico y desesperado como él.
El grimorio no estaba terminado, el
último conjuro era una hipótesis sin comprobación. Por lo que había aprendido
Beltrán de su lectura, el libro seguía una dinámica. El autor formulaba una
teoría, y luego de comprobarla anotaba los resultados, el proceso se repetía
una y otra vez hasta llegar a la perfección del conjuro. Más que un grimorio o receta
de conjuros, se parecía más a un diario, a unos apuntes de estudio, donde el
conjurador registraba sus pruebas, ensayos y fallos.
“Suprarrealidad”, era el nombre del
último conjuro, el cual no tenía más información que su teorización. Era un ritual
que llevaría al conjurador a una nueva dimensión. A una realidad superior,
perfecta, mejor. Sería la invocación al punto justo entre los sueños y la
realidad.
Beltrán en ese momento conoció la
verdadera felicidad, cuya emoción era movida por una esperanza que nunca antes
había sentido. Podía encontrar ese lugar que siempre había anhelado, vivir en
él, sin dolor ni más tristezas, o por lo menos eso prometía dicho conjuro.
Pensó que las monedas que había gastado en este libro no eran muchas, lo valía,
si ese conjuro podía resolver su congoja, realmente valía las quinientas
monedas de oro y más.
Se preparó para probar el conjuro
con varios días de anticipación, le fue difícil conseguir todo lo necesario,
pero al final tuvo todos los ingredientes que precisaba. No tardó más de una
semana en prepararse, estaba ansioso en ponerse manos a la obra.
El corazón le palpitaba como loco,
y no era para menos, había llegado la hora de la verdad, ese hito que marcaría
un antes y un después en su vida.
Primero sostuvo la bola de vidrio
en sus manos. Necesitaba un embase, una cascara que sostendría el conjuro, así
que había encargado a un artesano que le confeccionara esta bola de cristal
hueca por dentro, pero de hermosos tallados por fuera. Colocó la esfera en
medio del piso de la sala y luego fue en busca de los polvos de piedras
preciosas. Esto era lo que más le había costado dinero, tuvo que comprar las
piedras por un lado, y por otro encargarle a un herrero que las moliera. Tenía
una bolsa con polvo de jade verde oscuro, otra bolsa de polvo de amatista, y en
otra que contenía polvo de cuarzo.
Primero dibujó en el suelo con el
polvo del jade, un triangulo que encerraba a la esfera, luego hizo lo mismo con
el polvo de amatista. La esfera quedó en medio del rombo que se formó al
dibujar los dos triángulos, que sobrepasaban levemente los límites del otro.
Por lo que decía el grimorio, el jade era la representación del cuerpo y del
ambiente físico. El verde oscuro es una conexión con la Tierra y con las cosas
materiales, en cambio, la amatista era llamada la piedra de sueño, emulaban la
imaginación, la fantasía y los mismos sueños.
Por último vació la bolsa con el cuarzo alrededor de dicho rombo,
formando un círculo de polvo cristalizado e incoloro. Dicha gema, era el nexo entre
las propiedades del mundo espiritual, fantástico, y el plano físico. Entre lo
visible e invisible.
Ya le quedaba el último pasó, debía
incendiar los polvos, que al ser tan minúsculamente molidos, y yendo contra
toda lógica, sería posible encenderlos en fuego, o por lo menos eso aseguraba
el arzobispo. Acercó una vela a uno de los ángulos del triángulo de jade y desafiando
las leyes naturales, los cristales se encendieron, siguiendo la línea del
dibujo, y contagiando las leves llamas a las otras figuras. Las llamas
consumieron el polvillo de los fragmentos de piedras, hasta volverlos humo. El
humo se mantuvo suspendido hasta que la esfera de cristal lo absorbió. Ese
círculo cóncavo, antes vacio, ahora se hallaba lleno de niebla tricolor. Su
suelo había quedado limpio del fuego y de los polvos, como si nunca hubiera
dibujado esos triángulos en el suelo de su mansión.
Su cuerpo temblaba producto de la
emoción y del miedo. Tenía miedo por lo que sucedería ahora, por la
incertidumbre de los efectos de aquel conjuro. Y emoción por que había
funcionado, este era el principio del fin de su vida de soledad y sufrimiento.
Fue por una cadena de oro, de la
cual colgó la esfera llena de magia.
Se colgó la cadena del cuello,
esperando los efectos que no llegaron. Se sintió defraudado, esperaba ver esa
nueva dimensión que prometía el ritual, pero todo se veía igual de sombrío, y
su corazón seguía sintiendo la misma tristeza de siempre.
Con la desilusión palpitando en su
ser, se fue a dormir, aun portando aquella cadena en el cuello. Al parecer
nunca encontraría un mejor lugar de escape que los sueños. Ningún otro lugar le
daría una paz semejante.
A la mañana siguiente una luz azul
lo despertó. Se sintió sumamente extrañado. Su habitación olía a flores, a
pesar de que la noche anterior su cama desprendía un tufo de humedad. Cuando
corrió las cortinas de su habitación que daban al jardín de su mansión, lo que
sus ojos encontraron lo llenaron de asombro. ¿A caso todavía seguía dormido? El
sol que se plantaba en el cielo no era común, no brillaba en ese color azufre
en el que comúnmente lo hacía, no, ahora era azul, y sus rayos añiles bañaban
la ciudad entera, penetrando cada rincón y esquina. Las flores de su jardín se
veían más coloridas y alegres que nunca, tanto que si las mirabas con
detenimiento descubrías que estaban bailando al compas de la melodía que
silbaba el viento.
No perdió más tiempo, ni siquiera
se dio el lujo de cambiarse de ropa, estaba lo suficiente animado como para
perder el tiempo en cambiarse. Así que en pijama salió de su casa, fue directo
a las calles, y todo era una locura, la realidad convergía con sus sueños,
recordaba una vez a ver soñado con una casa que sudaba mariposas amarillas, y
allí estaba, al final de la calle, había una casa que expedía de todas sus
ventanas, puerta y chimenea tantas mariposas, de un número infinito, que
agitaban sus alas elevándose al cielo, llenando la calle con sus colores de sol.
La tecnología se mezclaba con lo
salvaje, había animales parlantes, y aves volando en avionetas de papel.
Incluso los elefantes usaban sombreros. En cambio sus vecinos lucían como
bufones, recordaba ese sueño, en que los había soñado con ropa llamativa y
jugando con malabares.
Su corazón latía a un ritmo
acelerado, y su cuerpo sudaba en demasía, tenía algo de miedo, y emoción. En
ese revoltijo de emociones no había lugar para la tristeza.
Pero los sueños a veces se vuelven
pesadillas.
Es cuando se dio cuenta que no sólo
había liberado a sus sueños alegres y divertidos, sino que también se habían
emulado hasta los sueños más horripilantes y los miedos más escandalosos. Lo
supo cuando después de caminar se halló en medio de un callejón, recordó
aquella pesadilla de inmediato, la había soñado en una noche que lo había
atacado una fiebre que casi lo mata de niño.
Escuchó los gritos y luego olió la
sangre. Todo estaba pasando igual que en su sueño. Giró la vista, y allí
estaba, entre una montaña de basura salió un monstruo que sólo podría crear la
imaginación humana, con más ojos de los que debería tener, de garras
puntiagudas, y un aliento a podredumbre, aun más nauseabundo que de la basura
de la cuál nació. Esa criatura saltó, Beltrán sabía lo que venía a continuación,
en su sueño era devorado vivo por esa bestia, lo mordía y le desgarraba las
partes mientras agonizaba entre gritos. No quería vivir eso, debía huir.
Beltrán corrió por el callejón,
escapando del monstruo que intentaba devorarlo. Esquivo sus nauseabundas fauces
y sus sangrientas garras repetidas veces.
Un estruendo doloroso hizo que la
esfera que posaba en su pecho se rompiera en miles de pedazos y de esa manera
verse liberado del conjuro. Ya no habían más animales con sombreros, ni flores
danzantes, todo era como debía ser, con calles grises e insípidas, con un cielo
pintado de nubes y un sol amarillo.
La criatura pestilente ya no
estaba, pero igual que en su sueño, se había hallado la muerte. En los últimos
segundos que le quedaron de vida pudo distinguirse a él mismo debajo de las
ruedas de un carruaje, y un charco de su misma sangre que lo rodeaba cual
laguna escarlata.