Estaba de camino a la casa de mi madre. El GPS marcaba que
faltaban treinta minutos para llegar. Conduje de manera automática, pues el
camino lo conocía de memoria, siempre las mismas curvas, las mismas casas, los
mismos metros. Me dejé abstraer de manera inconsciente en la siguiente clase
que tenía que dar. Había fijado fecha de examen y podía intuir, solo por la
responsabilidad de los alumnos, que no obtendrían las mejores notas. Mientras
pensaba en eso, una melodía que bien conocía sonó rebotando en el espacio
cerrado del automóvil.
Era mi madre llamando. La atendí activando el manos libres.
Se oía preocupada:
—Hijo, ¿dónde estás? Me tienes preocupada.
Miré la hora en el tablero: las quince y cuarto. Todavía
faltaban quince minutos para llegar.
Me extrañé por su repentina reprimenda, tan poco propia de
esa mujer. Ella no era esa clase de madre helicóptero, ni tampoco era de las
que se preocupaba sin razón.
—Ve despacio —le pedí, primero necesitaba tranquilizarla—.
¿Qué sucede? No entiendo tu actitud.
—¿Cómo que no me entiendes? Si esto es una broma, quiero que
sepas que no me hace gracia.
—Si es una broma, pues no la entiendo —contesté comenzando a
fastidiarme. Mi madre aún era muy joven como para presentar los primeros
síntomas de la demencia senil.
—Ya son las cinco y media, llevas dos horas de retraso y he
estado llamándote sin cesar estas dos últimas horas y ni siquiera te dignas a
contestarme. ¡Tu madre ya está vieja para que le des estos sustos! ¡Pensé que
algo te había sucedido!
—Ah, ya entiendo, la que está bromeando eres tú. Si recién
pasaron quince minutos desde que salí de... —me interrumpí a mí mismo al
comprobar la hora en el tablero.
Diecisiete y media.
Era imposible, hacía unos segundos lo había comprobado y
eran las quince y cuarto. Y no solo eso, el viaje se había sentido sumamente
corto, como si realmente hubiera estado sentado allí no más de quince minutos
conduciendo.
Una sensación de extrañeza me embargó.
—¿Lucas?, ¡¿Lucas?!
—No te preocupes, mamá. Ya estoy por llegar —le contesté,
intentando mantener la cordura. Estaba comenzando a racionalizar trabajosamente
lo ocurrido y nada tenía sentido.
En el momento que corté la comunicación, mi celular comenzó
a sonar su melodía en bucle una y otra vez. Eran mensajes notificando las
llamadas perdidas de mi madre. Eran más de diez y algunos mensajes preguntando
por mi paradero. Los mensajes acababan de arribar a mi casilla, eran las 17:35,
pero los mensajes notificaban su entrada a partir de las quince y media, y se prolongaban
durante dos horas más.
Bloqueé el celular y me obligué a concentrarme en la
carretera. Apreté el volante con fuerza intentando serenar el temblor de mis
dedos.
Tardé los quince minutos faltantes en llegar a la casa de mi
madre.
—No vuelvas a asustarme así, Lucas —me regañó, pero yo aún
seguía enajenado en una confusión extraña. Algo no cuadraba, algo se salía de
la regla, de la realidad.
Al día siguiente, cuando había llegado el momento del
examen, le solicité a los alumnos que siguieran el típico protocolo de examen.
—Guarden las carpetas en sus mochilas, dejen las mesas
limpias con solo una hoja y un lápiz.
—¿Qué?, no, no es justo.
—Chicos, no hagan un escándalo—les advertí. Solo era un
examen de fracciones.
—¡Profesor, usted prometió nunca tomar examen sorpresa!
—Ginez, el examen fue anunciado la semana pasada, que usted
sea distraído no lo hace un examen sorpresa.
—De verdad usted no anunció ningún examen para el día de hoy
— dijo Sandoval, la mejor alumna del grupo. Que ella hubiera asegurado que no
anuncié el examen con anterioridad, me hizo dudar. Tal vez de verdad me olvidé
de anunciarlo, a pesar de que tenía un recuerdo muy vívido de mí mismo
apuntando la fecha en la pizarra.
No tardé un segundo más en abrir mi agenda para comprobar lo
que mi alumna me decía. Como era un hombre sumamente organizado, allí tendría
la prueba de que, efectivamente, hoy era el esperado examen y no era una
jugarreta de mis alumnos.
Comprobé las anotaciones del día de hoy. No había nada sobre
una prueba de fracciones. Miré la fecha y vi algo extraño, hoy, hoy no era veintitrés.
Busqué en las páginas anteriores, retrocedí hasta una semana
exacta.
Lunes 17
17:30: Examen de fracciones.
No podía creerlo. Esto debía ser un sueño, nada parecía ser
real.
Abrí mi carpeta y allí vi una planilla de notas de aquel
día. El examen ya había sido tomado y las notas plasmadas sobre la planilla.
Era imposible, era un sueño.
Respiré hondo para intentar volver en sí. No quería
preocupar a mis alumnos mostrando una actitud de confusión. Trascurrí el resto
del día como si nada extraño hubiera ocurrido.
Al llegar la noche a mi casa, me quedé sentado sobre el
colchón de mi cama, inmóvil y tétrico, con el pijama puesto, pero los ojos bien
abiertos.
Había algo extraño que se sentía como un sueño y me negaba a
dormirme.
—Abran el protocolo 1730, hay un humano que acaba de
despertar del Morfeo.
—Abriendo el protocolo Morfeo 1730 —secundó mi ayudante
metálico.
—Cada vez sucede más seguido.
—El promedio aumenta un 3,78% de manera exponencial —Dio las
estadísticas con gran precisión. Supongo que ese debe ser un efecto secundario
de nuestros cerebros de calculadora.
—Y seguirán aumentando hasta que logren repararlo, mientras
tanto, activen el somnífero. No podemos dejar que los humanos despierten.
Este relato participa del CONCURSO DE RELATOS 34ª Ed. ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS? DE PHILIP K. DICK