Existió una vez el estudiante más exigente. Sentía
que incluso la nota más alta, el 10, no era suficiente para él. Pasaba noches
enteras sin dormir y entrenaba su magia hasta que sus dedos se acalambraban y
su frente presionaba dolorosamente. Siempre quería más, ser más poderoso. No le
gustaba el ritmo de la academia de magia, y en pocos meses ya había sobrepasado
a sus compañeros de aula en el manejo de los hechizos básicos. Ya los hechizos
básicos no le eran suficientes.
Un profesor lo vio tomando libros de la
biblioteca para estudiantes avanzados, y después de eso apostó por los hechizos
más peligrosos. Se acercó a la mesa del estudiante con preocupación, y no pudo
evitar advertirle: "La magia no es un arte que debamos manejar sin
cuidado. Seguimos siendo humanos, y como humanos hay cosas en el mundo que
nunca debemos ver". El alumno asintió para dejar a su profesor tranquilo,
pero, en su mente, desoyó las sabias palabras del instructor y decidió llevarse
el libro hasta su habitación. Allí continuó con el exhaustivo entrenamiento
mágico.
Consumió las páginas de aquel libro arcaico,
una tras otra, memorizó los conjuros y conjuró los hechizos hasta la obscena perfección.
Con el paso de las semanas, se volvió una
celebridad en su salón. Sus compañeros estaban embelesados con la puesta en
escena de los nuevos hechizos aprendidos. El único que no vio aquella imagen
con buenos ojos fue el profesor, pero mantuvo silencio. El joven estudiante había
llegado a una obsesión sin retorno. “La magia es como una droga. Tengan cuidado
con ella, o los consumirá”, esas eran siempre las palabras que les decía a los
estudiantes en el primer día de clases. Por supuesto, siempre había un alumno que
quería hacer las cosas a su ritmo y no al de la magia.
La noche fatídica llegó, encontrando al novicio
leyendo un conjuro, el más complejo que una vez leyó. El hechizo prometía abrir
los canales mágicos. “La magia ya no tendrá diques y fluirá como río sin escollos”,
leyó el estudiante y creyó entender que el hechizo, no solo lo convertiría en
el mejor estudiante, sino en el mejor mago del mundo mágico.
No esperó más para comenzar a recitarlo.
Realizó los preparativos correspondientes y centró su mente en aquellas runas
cargadas de misteriosos y añejos secretos. Pudo sentir como, a medida que leía,
la magia lo poseía; sus venas palpitaban y el icor mágico se liberaba. Poderes
que nunca creyó que podrían existir comenzaron a ser visibles ante sus ojos,
podía verlos, podía entenderlos. Tenía ante sus ojos toda la verdad.
El novicio se sentía dichoso y lleno de
orgullo. Pero algo salió terriblemente mal. La magia liberada era demasiado,
incluso para alguien como él. Intentó ordenarla, controlarla e incluso sosegarla,
pero sus intentos eran en vano; la magia que ahora anidaba en él comenzaba a
desbordarse de su limitado contenedor humano. Un cuerpo humano nunca podría
soportar o albergar poderes tan inmensos y divinos.
Un enorme resplandor de luz, engendrado por la
magia misma, se escapó del conjuro frente a sus ojos y llenó la habitación como
si de un relámpago se tratara. Aquella luz era voraz, consumía todo a su
alrededor, escuchó como sus libros comenzaban a incendiarse y su cama crujía bajo
la presión mágica. Lo más desgarrador fue el grito que salió de su garganta,
pero el dolor de una garganta desgarrada no era nada comparado con el fuego que
había comenzado a abrasar su rostro y sus ojos. No podía ver nada, la luz lo
había cegado y el fuego lo estaba consumiendo.
Ante aquel estruendo, sus compañeros y el
profesor acudieron a la habitación. “Manténganse alejados”, dijo el profesor,
horrorizado al ver que la habitación de su problemático estudiante estaba envuelta
en una luz mágica y en un fuego hambriento. “Extínguete”, les ordenó a las llamas y estas
obedecieron ante su presión mágica.
Entre escombros y cenizas, encontraron al
novicio rebelde, estaba entero, a excepción de sus ojos que ahora estaban
quemados, dejándolo completamente ciego.
Había visto aquello vedado a los humanos, y
cargaría el costo de su desobediencia en el estigma de su ceguera.
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Este relato participa del Concurso de relatos 39ª Ed. Harry Potter y la piedra filosofal de J. K. Rowling