Una vez alguien me dijo que todos llevamos una máscara.
Estaba en la reunión de trabajo. A pesar de que debía
presidirla —ya que era el socio con mayores acciones—, permanecía en silencio.
Paseé los ojos por los miembros de la junta directiva de la asociación: un
desfile de máscaras.
La primera era Máxima Fiorel, presidenta de la farmacéutica
Fiorel. Una mujer hermosa, siempre vestida con recato. Jamás le había visto un
centímetro de piel de más, y mucho menos un escote. Llevaba un moño sobrio
sobre el cuello y sonreía livianamente. Pero pocos sabían que su imagen distaba
mucho de su verdadera esencia. Por dentro era una ninfa sedienta de carnalidad.
Su pobre esposo no era más que la víctima de un adulterio sucio y sin control.
Paseé la vista por la mesa. ¿Acaso había alguien entre los
presentes que no hubiera compartido sábanas con Máxima Fiorel?
Había prometido callarme sus aventuras a espaldas del
esposo, a cambio de varios favores.
“Todos ocultan su verdadero rostro”, me enseñó una vez mi
padre.
Mis ojos se desviaron al anciano a su lado. Un hombre de
traje, siempre con expresión neutra. Se veía débil: brazos delgados, piel
añeja. Su empresa era próspera y limpia. Un prestamista que sonreía con
altruismo mientras recitaba su frase de siempre:
—Mi empresa y yo estamos para ayudar, para darle esa mano
amiga al visionario, al emprendedor.
Esa era su máscara, cuando los clientes caían a pedir
dinero. Su verdadero rostro aparecía una vez que se cumplía el plazo de cobro.
Don Vitale, la cabeza de una familia italiana que utilizaba
métodos poco amigables para hacer que sus deudores pagaran. Nadie lo decía en
voz alta, y él tampoco se presentaba como tal, pero todos lo sabían: la
asociación tenía como socio al capo de la mafia italiana.
Conteniendo una risotada irónica, fijé los ojos en mi
siguiente objetivo.
Un hombre cuarentón, simpático, de sonrisa ancha y ojos
opacos. Un faro en aquella mesa: toda la atención giraba en torno a él,
alimentada por su humor fácil.
Hablaba de su mujer —la actual—, alardeaba de "su"
hija —en verdad, hija de su mujer actual—, asegurando que su inteligencia la
llevaría lejos.
—A este paso podrá heredar la Hotelería Santesteban y yo
podré jubilarme tranquilo a los cuarenta y cinco años.
Todos rieron el chiste.
Entorné los ojos. “Su mujer”, pensé. Su verdadera mujer
estaba muerta. “Su hija”, pensé. Su verdadera hija fue vendida a la mafia
italiana —sí, al mismo Vitale— vaya uno a saber para qué cosas horrorosas, a
cambio de financiamiento para su hotelería.
¿Cuánto tardaría en cambiar otra vez de mujer y de hija?
La reunión terminó sin más preámbulos, luego de coordinar la
siguiente fecha de encuentro. Me despedí con una sonrisa artificial y
desaparecí.
Llegué a casa. Las luces estaban apagadas; la señora de la
limpieza ya se había marchado.
No me quedé. No podía sacarme de la cabeza aquello. Luego de
encontrarme con mis socios, esa sensación en el pecho no me abandonaba.
Debía ir ahora mismo. No podía esperar más.
Fui a la biblioteca. Busqué entre los estantes el libro que
bien conocía: El hombre de la máscara de hierro. No tardé en hallarlo
entre los miles de tomos, enciclopedias y novelas.
Lo abrí. Dentro, una caja oculta. Coloqué la contraseña
numérica y liberé la llave guardada en su interior.
Busqué el segundo libro: El Fantasma de la Ópera. Lo
retiré, revelando una hendidura en la pared. Allí introduje la llave y la giré.
El librero se despegó de la pared con un sonido quejumbroso.
Unas escaleras oscuras se presentaron ante mí. Descendí por
ellas de manera natural, instintiva. ¿Cuántas veces había recorrido cada
escalón?
Llegué al final. Busqué, sin equivocarme, el interruptor en
la pared. Lo presioné. Las luces rojas inundaron las paredes de roca.
Caminé hasta el fondo de la habitación. Varias pantallas me
esperaban. Una transmitía el circuito cerrado de las cuatro celdas.
Dos hombres. Dos mujeres.
Todos reaccionaron con terror cuando los haces rojos se
proyectaron sobre sus cabezas. Una de ellas tembló; la otra se abrazó a sí
misma. Uno de los hombres miró a su alrededor, confundido. Y el último me miró
directamente a la cámara, con los ojos oscuros y la mandíbula tensa. Me
estremecí. Era como si pudiera verme a través de la pantalla.
Levanté los ojos. La máscara roja colgaba de un gancho
oxidado en la pared de piedra.
La tomé. Cuando el frío del material cubrió mi piel, sentí
que ya no estaba desnudo.
Mi verdadero rostro.
—Nunca olvides tu máscara —dije en voz alta, con éxtasis,
recitando de memoria las enseñanzas de mi padre.
Suspiré hondo. Esperé a mimetizarme. A volverme uno con
ella. Hasta que ya no pesara. Hasta que ella
fuese mi rostro.
Me acomodé en la silla, me enderecé y encendí la cámara.
Mi imagen se iluminó en las pantallas de cada celda.
—Buenas noches, mis cariños. Comencemos con el juego final.
***
Los personajes de este relato pertenecen a “4 Celdas”,
una novela que será pronto publicada en Amazon.
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