lunes, 19 de octubre de 2015

Pachamama viva


                Llovía a cántaros, la lluvia golpeaba la acera de forma rabiosa. El piloto no se dejó intimidar por la tormenta, ya había volado en varias oportunidades con temporales mucho mayores.  
                Wilcox era un hombre recién entrado en los treinta años, miró por la ventanilla con sus ojos de manteca, él tampoco se dejó intimidar por la lluvia, su destino era Sudamérica, salía de la comodidad de su hogar civilizado para internarse en la húmeda y peligrosa selva misionera. Alguien que se atreve a un cambio tan drástico no le temé a una simple lluvia de invierno.     
                Cuando habían llegado, Wilcox miró por la ventanilla contemplando una vasta tierra roja, parecían lagos y ríos de sangre.
                 Un anciano lo estaba esperando en el aeropuerto junto a su camioneta destartalada y despintada, él sería el intermediario entre las tribus guaraníes y su improvisado español.  
                Wilcox bajó del avión cargando con un enorme bolso, el anciano se acercó a él y lo ayudó a colocar el bolso detrás de la camioneta:
― ¿Wilcox verdad?― Le preguntó con un extraño acento que nunca había escuchado, donde parecía pronunciar las “e” como si fueran “i” y colocar “eses” donde no iban ― Yo soy José― Le dijo extendiéndole la mano, Wilcox le devolvió el saludo.  
El extranjero se subió al asiento del acompañante y José encendió la camioneta la cual gimió como un león al prender el motor.  
― La tribu guaraní a la que vamos tiene como cacique a un hombre llamado Katu-Itaete, si él te acepta podremos hablar con ellos sin ningún problema. Por cierto, no me has dicho que has venido a hacer por estos lados.    
― Negocios― Respondió secamente Wilcox, sin separar la mirada del camino.
― ¿Un hombre de pocas palabras?, ¿Eh?― José rió, esperando que el extranjero lo acompañara en su carcajada, pero Wilcox no lo hizo, se quedó callado, como si no hubiera escuchado nada.  
Luego de andar por un largo camino de tierra roja, la camioneta llegó hasta las entrañas de la nada, donde florecía una pequeña aldea guaraní, con chozas de ramas y troncos con techos de paja y hojas, los habitantes ya no llevaban sus ropas habituales y coloridas de un típico nativo, sino que habían sido visitados por la civilización, sus pechos eran cubiertos por remeras o desteñidas camisas, y sus pies estaban descalzos o apoyados sobre ojotas de plástico, pero todavía conservaban su arcaico idioma.  
José fue el primero en comenzar a hablar, se dirigió a ellos en su idioma, Wilcox no entendió nada en guaraní, así que esperó la traducción al español.
― Katu-Itaete  quiere saber cuáles son tus intenciones, sino no te darán la información que buscas.
― Diles que soy un cazador― Le dijo el gringo,  José hacía el trabajo de traducir sus palabras al mismo tiempo que eran habladas.
Wilcox caminó hasta la camioneta y tomó de atrás su pesado bolso, lo arrojó al suelo y abriendo la cremallera de esté les mostró a los nativos su contenido. Todos expresaron asombro en sus rostros y algo de estupor, al ver lo que contenía, era la piel de un Jaguar, sedosa y brillosa, parecía un anaranjado sol manchado en rosetas negras, escondido en un sucio bolso de tela.   
                El cacique miró la piel animal y de sus labios sólo salieron unas palabras:   
―Japi yaguareté-abá ― Y todos en la aldea gritaron de emoción, como si un redentor hubiera llegado a su aldea para salvarlos del mal. 
― ¿Qué ha dicho?
― Que eres un cazador de yaguareté-abá.
― ¿Qué es eso?
José volvió a hablar con Katu-Itaete, le interrogó, buscando información al respecto:
― Ellos creen que su antiguo Paí se ha transformado en yaguar, dice que está matando sus gallinas. Vos al cazarlo serias consagrado como el más fuerte de la aldea. Eres un héroe ante sus ojos.    
Wilcox rió, como si hubiera escuchado la ridiculez más grande del mundo.
― Entonces hay un Jaguar cerca― En su rostro se demarcó un amplia sonrisa ambiciosa ― Indágales información sobre el animal, donde lo han visto y si saben si tiene alguna madriguera.
José ya no estaba tan feliz como antes, la sonrisa había sido borrada de su boca, y le preguntó a Katu-Itaete de mala gana:
― Dice que aparece durante la noche cuando todos duermen. Uno de la tribu ha encontrado huellas a nueve quilómetros de aquí― José miró a Wilcox mientras hablaba, lo miró como si estuviera hablando con un demonio o un aterrador fantasma ― Wilcox, posiblemente no te interese mi opinión, pero yo creo que Pachamama es la madre de todos, y nos da tanto la vida como la muerte, puede enfadarse por que querés quitarle a uno de sus hijos, el Jaguar, y por eso se puede revelar contra vos…
Wilcox interrumpió las palabras de José con un ataque de risa, su rostro se había vuelto bordo de tanto reír, su cuerpo se encorvaba pidiendo auxilio, ya que sus pulmones parecían explotar:
  ― Realmente eres ignorante― Le dijo con los ojos llorosos ― Yaguarete-aba no existe, al igual que Pachamama.
José se sintió ofendido, estaba atacando sus pensamientos, sus ideales, su fe:
― Deberías tener cuidado con lo que dices, no vaya a ser que Pachamama te demuestre su existencia de la peor manera.   
Wilcox volvió a burlarse en la cara de José, con una ronca carcajada despreciativa:
― Ya tengo la información que necesito, no seguiré perdiendo tiempo con ustedes.
José asintió en aprobación, se subió a su camioneta y sin  dirigirle la palabra ni despedirse, se marchó, ni siquiera esperó que le pagara lo prometido por traducir, no quería su dinero, dinero de un cruel cazador de Jaguaretés.
Wilcox sacó de su bolso su arma de caza, se colgó el bolso al hombro y comenzó la marcha a pie, internándose en el corazón de la selva misionera.      
La selva era espesa, y estaba llena de vida. La maleza parecía bailar cuando la brisa la tocaba, el sol inexistente, débil, no podía atravesar la alta pared de ramas, se creaba así un bunker oscuro y húmedo, hogar de miles de vidas. Pero las pisadas del hombre hacían alejar a la fauna viva, que huía despavorida al aroma tenebroso y amenazante del humano, que por supuesto olía a muerte.     
Según las indicaciones de los nativos, encontró las huellas donde esperaba, éstas eran frescas, y estaba seguro que eran de un jaguar adulto, y ante sus intereses un ejemplar muy valioso.
La maleza se movió, y Wilcox reaccionó como un animal de instinto, giró sobre sí mismo, sigilosamente, mirando la proveniencia del movimiento, creyó que algo lo asechaba.     
Sin miedo alguno movió sus pies y se dirigió a aquellos arbustos, para descubrir que ocultaban un nido, sus ojos se abrieron entusiasmados y su corazón saltó de alegría, lo que buscaba no era sólo un jaguar adulto, sino que era una madre, que guardaba en un tierno nido, encima de un colchón de ramas, una fresca cría, de pocas semanas, de cabello todavía como pelusa, brillante y hermoso, haciendo desentono ante tan oscura atmosfera.
La cría miró asustada, sus ojos cafés estaban tristes, denotaba su acelerado corazón el miedo que se veía en su pequeño rostro, un humano había encontrado su escondite.   
Wilcox tomó del bolso una pequeña jaula, y agarrando al cachorro del pescuezo lo obligó a entrar en aquella reducida cárcel. Wilcox rió feliz, con la cría haría buen dinero vendiéndola a algún zoológico o a un mediocre circo.
Pachamama lloró al ver aquella escena, un pequeño bebé, futuro rey de la selva misionera siendo apresado injustamente. Los reyes deben ser libres, gobernar con total poderío y elegancia, pasear por su reino verde con la libertad que se merecen, no divertir en una vulgar exhibición o ser el felpudo de un suelo macabro. Los reyes merecen la vida. Sí, Pachamama lloró, se lamentó, y se despertó en la madre de la cría.  
La jaguareté fue guiada por su instinto salvaje, sabía que su cría estaba en peligro, por eso volvió a su nido volando como si tuviera alas. Atravesó la selva hasta llegar a su hija. Hizo lo que toda madre haría, defender a su hija. Sigilosamente se colocó detrás de Wilcox, sin que éste advirtiera su presencia.
Wilcox en un momento sintió un rayo golpear su espalda y miles de alfileres enterrarse en su garganta, era la madre jaguar, que con sus afiladas garras, su única arma, atacó al humano dispuesta a dar su vida por su bebé. El extranjero intentó girarse y arremeter contra aquello que se había adherido a su cuerpo como una lapa, pero fue imposible, su muerte estaba jurada, se desangró, y su carne se pudrió, volviéndose tierra que alimentó la sed de justicia de Pachamama.



4 comentarios:

  1. Que buena historia, podría resumirse tanto como la naturaleza se defiende, la vida tiende a prevalecer o el orgullo precede a la caída.
    Bien contado.
    Un abrazo.

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    1. Muchas gracias por leer, me alegro que le haya gustado mi historia.

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  2. Una sentencia bien merecida. La naturaleza siempre triunfa y seguirá estando una vez que la humanidad no exista. Es más sabia y longeva que nosotros, que en ocasiones somos su enfermedad. Por algo era una figura respetada por las antiguas civilizaciones. Es difícil determinar cuándo se perdió ese respeto.

    Bonito cuento. ¡Saludos!

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    1. Gracias Nahuel por tu comentario, es muy cierto lo que dices, la humanidad ha perdido respeto por la naturaleza.

      Que tengas un lindo día. Un saludo.

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