¿Cuándo llegué aquí?, no lo recordaba.
Mis pies estaban parados sobre la
madera del puente, miraba hacia abajo. El agua producía un sonido que sabía a
metal cuando corría en dirección contraria. Mi nariz captó el azufre que
desprendían los rayos del sol que viajaban hacia mi lugar. Estiré mi mano, y
con la yema de los dedos pude palpar la aspereza del viento, que con una fuerte
ventisca intentaba bailar a mí alrededor. ¿Siquiera sentir eso era
posible?
Me giré levemente, a la distancia
podía verla, la cabaña de pino, algo antigua pero fuerte, siquiera el más fiero
temporal podría tirarla abajo. Parada sobre el porche me saludaba, era mi
abuela, vestida con sus habituales vestidos de estampados de flores, que
agitaba su mano en mi dirección. Dudé unos segundos pero al final le devolví el
saludo, recibiendo de su parte como respuesta una sonrisa complacida. Entonces
fue cuando lo comprendí.
No me detuve en seguir pensando o
calculando las posibilidades, porque si lo hacía seguramente me entraría el
miedo, y me echaría atrás, pero la verdad es que ya no podía soportarlo. La
incertidumbre, era un sentimiento que apresaba mi corazón y que por todos los
medios ansiaba deshacerme de él. Así que lo hice de la única manera que podría
hacerlo.
Me subí a la baranda del puente,
era algo delgada, pero pude hacer equilibrio sobre ella. Respiré hondo y me
lancé al vacio.
Abrí los ojos de inmediato, mi
pecho subía y bajaba con insistencia, mientras mi corazón palpitaba violento.
Cerré los ojos, y apreté mis palmas contra mis parpados, intentando calmarme.
La tensión desapareció de mi cuerpo de manera gradual.
Recordaba todo. La casa de campo,
mi abuela saludando y el salto del puente. Mi abuela había muerto hacía diez
años, y desde que ella falleció su casa en el campo se encontraba
abandonada.
Cuando abrí los ojos una quemante
luz me envolvió, cegándome por unos segundos. Cuando pude acostumbrar la vista
a la claridad que entraba a la habitación por la ventana, giré mi rostro
encarando el reloj despertador que se encontraba a un lado de la cama.
Los números digitales marcaban
medianoche. Esta claridad no concordaba con la hora. Miré con más atención, no
me equivocaba, el reloj indicaban las doce p.m.
Algo no andaba bien. Existía la
posibilidad de que el reloj estuviera descompuesto, pero el incesante tic tac,
me ponía inquieto. Me levanté de un salto de la cama, y sin mudarme de ropa
salí corriendo de mi casa, todavía con la ropa de dormir puesta. La calle
estaba desierta, era raro que con tanta luz no abundaran autos y transeúntes,
mucho más en una ciudad de tantos habitantes como esta.
Corrí hasta la autopista, que no
estaba tan lejos de mi casa. Me paré sobre el puente de asfalto, lo bastante
alto, respiré hondo mientras cerraba los ojos, podía sentir como el aire frio
congelaba mis pulmones al ingresar, como si el hielo se alojara filosamente en
las paredes de mi carne.
Volví a abrir los ojos y un
sonido atronador llenó mis oídos, provenía de debajo del puente, miré hacía
aquella dirección. Decenas de ruedas giraban sobre el alquitrán, creando un
ruido aplastante, las luces encandilaban mis pupilas y las bocinas aullaban
como perros salvajes. ¿Acaso no estaba desierto?, ¿De dónde aparecieron?, tal
vez me estaba volviendo loco.
Pude sentir el momento en que la
desesperación se apoderó de mi interior. Estaba cansado de esta incertidumbre,
de no saber cuándo soñaba o cuando estaba despierto. Todo parecía un sueño, tan
irreal. La duda se volvía insoportable. Necesitaba la calma, sentir la
realidad, llegar al marasmo. Y solo conocía una forma de hacerlo.
Subí a la baranda de metal, y
miré a mi alrededor, intentando descifrar si lo que veía era la realidad o no,
esa era la última oportunidad que le daba a lo que veía, pero como siempre, no
podía saberlo, nunca podía descubrirlo, la realidad nunca parecía serlo y los
sueños me confundían aun más. Con la duda encastrada en lo más profundo e
irrevocable de mi mente decidí caminar hacía el vacio y descubrir la verdad.