Coloqué aquel muñeco de yeso en el jardín. Tenía un rostro
inquietante. Fue eso lo que me impulsó a comprarlo.
— ¡Gyaaa! — se escuchó un grito, parecido al graznido de una
arpía, desde la verja de entrada — Esas cosas, se adueñan primero de tu jardín
y, luego, ya no serás tú el dueño de tu casa. ¡Deshazte de él mientras puedes!
Yo ignoré su advertencia. No tenía ningún sentido las
palabras de una sexagenaria supersticiosa.
Esa noche, me desperté al sentir que algo golpeaba la
ventana de mi habitación. Creí percibir una pequeña sombra del otro lado de la
ventana, era como si me observara.
Desde esa noche comenzaron a pasar cosas extrañas: macetas
rotas, zapatos desaparecidos, objetos cambiados de lugar, el piso lleno de
tierra del jardín, entre otras cosas.
— Está echándote de tu casa — me informó la anciana, otro
día.
No, no quería creerle, pero… se me hacía imposible seguir
viviendo en esa casa, sentía que, efectivamente, alguien me estaba echando.
Tomé a aquel gnomo de mi jardín, lo envolví en una bolsa de
trapo y lo arrojé en un río que quedaba a varios quilómetros de mi casa.
Era de noche cuando volví. Revolví mis bolsillos, pero no encontré la llave de la verja. Levanté la vista al sentir que algo se movía en el jardín. Era ese muñeco de yeso, estaba mirándome fijamente, con aquella horrenda sonrisa perversa, con su pico en una mano y, en la otra, las llaves de mi casa. No, de su casa.