lunes, 4 de diciembre de 2017

Era una casa


                Era una casa de luz. Sonaba una fiesta alegre, y la sala era más pequeña que las personas que podía contener, pero igual rebosaba de visitantes. La calefacción calentaba los corazones, y las luces y lámparas iluminaban la alegría del hogar.
                Ella estaba sentada en la cabeza de la mesa, con una sonrisa radiante y los ojos vivos. Todos la rodeaban de risas y afectos. Una música de risas y voces alegres llenaban la casa. Los niños correteaban, las mujeres regalaban sonrisas de cordialidad, mientras que los hombres se congregaban a su alrededor con actitud jovial.
                Yo estaba en la esquiva, con las niñas de mi misma edad, miraba todo desde la distancia, feliz también, porque el ambiente alegre era contagioso.      
                Pero luego llegó él, cuando sus pies pasaron el umbral todos se callaron, la música alegre se detuvo, y un silencio frío le siguió. Todas las miradas ya no estaban puestas en ella, sino ahora estaban puestas en él, pero los ojos no transmitían el mismo sentimiento. A ella la miraban con cariño, a él con despreció.
                Cuando él se sentó en la cabeza opuesta de la mesa, la calefacción se descompuso de inmediato. Ya no era un hogar cálido. Su mirada de frío apagaba la sonrisa de los visitantes, sólo había una persona que todavía sonreía, y era ella.    
                La primera persona en abandonar la casa fue un niño, luego de que la primera luz estallara, dejando ese rincón en oscuridad. A medida que las lámparas se apagaban, o estallaban en una lluvia de cristales, más personas salían por la puerta. Hasta que llegó un momento que éramos pocos en esa casa, tantos faltábamos, que ya se hacía sentir la ausencia de la calefacción, porque no había suficientes cuerpos para calentarse entre sí, aunque fuera un espacio reducido.   
                Cuando la última luz se acalló, y toda la casa quedó a completa oscuridad, solo quedaba un visitante, y esa era yo. Me acerqué a la mesa, y la miré a ella. Su cuerpo se había tintado en rosetas moradas, y su rostro joven aun, lucía una piel plegada y vieja. Lo único que no había cambiado en ella era esa sonrisa, que seguía en el mismo lugar, parecía dar batalla, oponiéndose a caer. Entonces supe que ella era fuerte. Mis ojos miraron al otro extremo, él seguía igual, con unos ojos fríos, y una sonrisa oscura. Sólo mirarlo generaba la necesidad en mí de alejarme. Pero antes de salir tomé la mano de ella.
                — Vámonos juntas— le dije.
                Ella primero lo miró a él, y eso fue suficiente para soltar mi mano. Resignada, salí de aquella casa sola.  
                Al siguiente día pasé por aquella casa, pero no entré, solo miré por la ventana.
                Muchos visitantes miraban desde afuera, al igual que yo, otros visitantes, después de traspasar la puerta de la casa, se alejaron por la calle, se olvidaron de la casa y nunca más pegaron la vuelta.  
                Miré por la ventana, y lo que vi era distinto a lo que conocía.   
                Era una casa de sombras. Desde el exterior sentí el frío que emanaba desde dentro, desde su corazón. Estaba en completa oscuridad, y sólo era habitada por dos personas. Ella sentada en un extremo de la mesa, y él en el otro. En completa sombras, frío y soledad.   
                Al tercer día me decidí a volver por ella, me negaba a dejarla un solo día más en aquella fría oscuridad, pero cuando entré por segunda vez a aquella casa, las cosas ya no eran como antes. Él estaba sentado en su extremo de la mesa, y donde se suponía que debía estar ella, solo había una laguna escarlata.     

                

domingo, 3 de diciembre de 2017

Nuevo proyecto en wattpad

FLASHBACK
de Cynthia Soriano


SINOPSIS
¿Cómo fue para ti la primera vez que nos conocimos?, ¿Qué sentiste en ese segundo que intercambiamos nuestras miradas?, y ¿La primera vez que tomaste mi mano?
            ¿Cuándo fue que caí rendida a tus pies?
            Estoy enrollada en un grave dilema, estoy enamorada de mi mejor amigo, pero él parece no notarlo, mi cabeza da vueltas como loca, ¿Qué debo hacer?, ¿Continuar con mi vida?, o ¿Hacer que se entere de mi amor?  
            Todo comienza a los seis años, cuando lo conocí, y desde entonces nunca nos separamos, somos los mejores amigos, pero ¿Él también querrá traspasar la barrera de la frienzone tanto como yo?    


miércoles, 25 de octubre de 2017

Cotard


                Ya estoy muerto. Mi cuerpo murió, pero mi alma se resiste a abandonarlo. Puedo sentir los gusanos caminando por debajo de mi piel, y el olor nefasto que desprende mi carne, nauseabundo. No siento nada, ni dolor, ni al fuego quemante ni al frío desgarrador. Los nervios y las sensaciones murieron con el resto de mi cuerpo. No sé cuánto tiempo permaneceré despierto, cuando será el tiempo que mi espíritu decida vaciar aquel templo de carne putrefacta.  
                — ¿Cómo te fue esta semana, Cotard? — esa era la voz del doctor Monza, era un hombre algo avejentado, pero que conservaba una expresión juvenil en el rostro. Lo había conocido gracias a Rosenda, quien me había recomendado encontrarme con él. Me había convencido que era bueno que un doctor viera mi caso, tal vez gracias a las ciencias médicas podría encontrar una solución para mi extraño y singular caso, y por fin descansar en paz, que era lo que más deseaba, porque ahora mismo me sentía como un alma en pena, sin poder vivir ni morir.              
                — La comida no tiene ningún sabor, y me es imposible digerirla, la devuelvo  continuamente.
                Monza me escuchaba atentamente mientras no perdía tiempo en apuntar todos los datos de importancia, es importante recabar todos los síntomas, toda la información es significativa para poder llegar a una solución, eso era lo que me repetía el doctor todas las veces que nos veíamos. El doctor no perdía las esperanzas de curarme, de devolverle la vida a mi cuerpo, pero debo confesar que mis esperanzas no estaban tan vivas como las de él, resignarme parecía ser la solución más próxima a mis problemas, ya que dudaba que la medicina trajera de vuelta a la vida a este cuerpo maldito, ¿Tal vez tendría que incursionar en el ocultismo?, tal vez lo que me estaba sucediendo no tenía una explicación científica, pero sí una sobrenatural.
                — ¡Cotard!...  — su llamado me volvió a la realidad, me había perdido en mis pensamientos, era algo que últimamente no podía controlar, era como si no pudiera concentrarme en lo que sucedía a mi alrededor, ¿Acaso mi cerebro también estaba colapsando?
                — ¿Decía doctor?
                — Procederemos con la revisión de rutina.       
                Asentí en afirmación, ya sabía lo que venía a continuación, siempre era lo mismo, comprobaríamos que todavía seguía muerto, y que mi situación, como todas las veces anteriores, había empeorado. Siguiendo las órdenes del doctor me saqué la camisa, dejando mi torso desnudo. El doctor Monza apoyó el estetoscopio en mi pecho, escuchó unos segundos y luego hizo lo mismo en mi espalda. A pesar que sabía que tenía que sentir el frío del aparato y, al tocar mi piel, pegar un saltito de la impresión, como hacía cuando todavía permanecía con vida, ahora mismo no podía hacerlo, el férreo metal al tocarme no generaba ninguna respuesta en mí, y de cierta forma eso me deprimía. Luego de que el doctor terminara de intentar escuchar mi pulso anotó donde antes, nuevos datos recogidos. No tuve que preguntarle que había anotado porque ya lo sabía, coloqué la palma de mi mano sobre mi lado izquierdo del pecho, y como sospechaba, me quedé varios segundos esperando, pero nunca percibí ningún ritmo debajo de mi piel, aquella melodía de percusiones, canción de vida, estaba acallada, ya no sonaba. Retiré mi mano de mi pecho lentamente, sintiendo aquel sentimiento triste que habitaba en mí. Quería vivir o morir, ya no quería permanecer en este estado intermedio, quería guardar esperanzas de encontrar una solución pero cada día que nacía era como una pequeña gota de esperanza derramada, el vaso se estaba vaciando, y cuando la última gota sea desparramada tenía miedo de lo que sucedería conmigo, ¿Acaso permanecería en este estado para siempre?      
                Volví a colocarme la camisa, y al hacerlo me olí el antebrazo, se había vuelto una costumbre últimamente, era una manera de recordarme a mí mismo lo que era. Y allí estaba, ese hedor nauseabundo, a muerto putrefacto que expedía de los poros de mi piel pálida, sin color ni sangre. Exhalé el aire, en un suspiro resentido. Seguía respirando por costumbre, aunque ya no necesitara hacerlo.  
                Una percusión se escuchó sobre la madera de la puerta, Monza atendió a quien llamaba, y para mi sorpresa era Rosenda.
— ¿Ya terminaron? — preguntó ingresando al consultorio con familiaridad.
— Casi, solo me falta extraer sangre y hacerle unas últimas preguntas.
— Doctor, ¿Usted cree que pueda curarse?
— En esta vida todo tiene una explicación, un porqué, solo hace falta responder esa pregunta y las soluciones vendrán a continuación.  
La mujer sonrió encantada, y pude apreciar como la confianza resaltaba en sus ojos.
A continuación extendí mi brazo y vi como Monza hundía una aguja en mi piel, aparté la vista, más por costumbre que por miedo. Cuando retiró la jeringa giré mis ojos buscando la muestra de sangre entre las manos del doctor. La jeringa que sostenía estaba vacía, por supuesto, ¿Qué sangre espera sacarle a un muerto viviente?   
Luego siguió un breve dialogo de intercambio de preguntas y respuestas:
— ¿Has tomado las pastillas que te receté? — me preguntó.
— Sí.
— ¿Has notado algún cambio? 
— No, sigo teniendo ese olor a podrido, y cada vez es más fuerte. Ya no siento dolor ni ninguna otra sensación, no tengo sangre ni nervios. Doctor, sigo muerto.
— Ya veo — dijo solamente en respuesta, luego estuvo enfrascado varios minutos escribiendo en lo que parecía ser una receta de medicamentos. Cuando ya parecía terminada se la entregó a Rosenda — Que tome estos medicamentos, dos veces al día. El martes puedes venir a retirar los resultados de sangre y el miércoles tiene turno para una tomografía computada del cerebro.
— Y ¿Eso de que servirá doctor? — preguntó Rosenda.
— Es para comprobar si mi cerebro está muriendo, ¿Verdad? — le respondí seguro, ¿Por qué más podría ser?  
— Sí — me respondió y luego de permanecer un breve momento, casi imperceptible, en silencio, continuó respondiendo a la pregunta anterior — Sí, además buscamos la causa de su síndrome, puede tratarse de alguna contusión cerebral, lo que este causando los síntomas.
— ¿Incluso puede ser algún tumor? — preguntó Rosenda algo preocupada.
El doctor no le respondió de inmediato. No entendía bien lo que estaban hablando — Por eso mismo les di el turno para esta semana, quiero descartar esa posibilidad cuanto antes — respondió en cambio. 
¿Un tumor?, pensé, no me atreví a preguntarlo en voz alta, solo fui capaz de lograr un gesto confundido, el cual el doctor ignoró descaradamente. Además ¿Por qué tendría análisis de sangre de una sangre que nunca pudo extraer?, mis ojos curiosos buscaron en su escritorio el lugar donde había dejado la jeringa usada, la cual sacó vacía luego de insertarse en mi piel, la volví a ver, estaba vacía tal y como esperaba, pero por un momento una imagen de la misma jeringa rellena de sangre oscura se interpuso durante una milésima de segundo, fue una imagen que si no hubiera estado concentrado seguro no hubiera percibido.      


miércoles, 4 de octubre de 2017

El Faro



           
                El automóvil se detuvo frente a una pendiente de arena. Los zapatos de cuero, lustrados hasta el brillo, chocaron con las piedras del camino, las cuales rodaron como asustadizas al impacto del cuero azabache. El investigador se sostuvo con una mano el sombrero para que no escapara con el viento, le dio una ojeada al comisario que bajaba del auto su maleta. El comisario caminó hasta igualarlo, y en silencio ambos subieron hasta la cima, donde encontraron un enorme monolito de colores blancos y rojos intercalados. Era un faro muerto, sin luz, porque no había farero que tuviera el menester de prender el farol guía.        
                El investigador y el comisario ingresaron al faro sin ninguna dificultad presentada, ya que la puerta estaba abierta, como si alguien hubiera entrado, saqueado y vuelto a salir, olvidando cerrar la puerta a su paso. Una sensación fría recorrió el cuerpo del detective al adentrarse en la primera sala, no supo porque, ni identificar que era. Dio una mirada por todo el faro, y la situación era tal cual como le habían informado, el farolero había desaparecido, había dejado todas sus pertenencias y se había esfumado como si nunca hubiera existido. Estaba su ropa, sus libros, sus discos, incluso un café, ya frío y sin terminar, sobre la mesa.    
                El detective se acercó al librero por algo que le llamó la atención. Los libros estaban cubiertos por una pequeña película de polvo. Recorrió las líneas, repasando libro por libro, hasta llegar a uno que interrumpía la capa polvorienta. El lomo de un libro celeste tenía marcado dedos sobre su perfil, removiendo manchas de polvos de su superficie, dando a entender que ese libro había sido retirado del estante recientemente. Se dejó llevar por su curiosidad, aquella propia de su oficio, y con el dedo anular empujó el libro fuera del estante. Ya en sus manos ojeó el título: “El Hombre Invisible” de H. G. Wells. Cuando abrió el libro, una nota se escapó de su interior, y al momento de tocar el suelo, lo levantó de un movimiento veloz, lo leyó en un segundo y lo guardó en su bolsillo cuando sintió los pasos del comisario acercándose a su espalda.          
                — ¿Encontró alguna pista?
                — No, no encontré nada — dijo volviendo a poner “El Hombre Invisible” de vuelta en su lugar.  
— Muy bien — dijo el comisario — Si no hay nada aquí, lo mejor será que volvamos a la comisaria para seguir investigando.
— Yo me quedaré.  
El comisario miró al investigador fijamente, como si intentara descifrar un secreto en él.
— Como quieras — le restó importancia a su decisión. El policía caminó hacia la salida, y antes de irse volvió a hablar — ¿Cuántos días necesitas?, ¿Dos, tres?
Lo pensó y luego respondió — Tres.
— Bueno entonces en tres días vendré a buscarte.
El comisario se fue sin decir nada más, ya que entendía la decisión del detective, quería quedarse en el faro porque creía que de esa forma resolvería el caso. Y ¿Porqué tres días?, la respuesta era simple, el farolero era nuevo, remplazaba a un anciano que había vivido allí toda su vida. Solo vivió tres días en ese faro y luego desapareció sin dejar rastro alguno, o eso era lo que pensaba el comisario.  
Cuando el detective ya estuvo solo en el faro, volvió a sacar la nota del interior del bolsillo, se sentía algo culpable por ocultar esa información del comisario, era como si estuviera entorpeciendo la investigación, pero tenía una corazonada, un sentimiento extraño y algo frío que le decía que debía mantener ese hallazgo en secreto.   
“Es mi primer noche en el faro y no puedo dormir. Hay algo afuera merodeando, no se deja ver pero puedo sentir su presencia fría vigilándome” eso era lo único que decía la nota, más una firma que correspondía al hombre desaparecido. En lo primero que el detective pensó era que alguien andaba acosando al farolero. Como si lo vigilara tramando un plan antes de ir por él. O esa impresión le dio la nota. ¿Qué había sucedió con el farolero?, esa persona que lo molestaba lo habría secuestrado, esa era la opción más lógica, o en un caso extremo pudo haberlo matado y escondido su cuerpo, o tirado su cadáver al mar.           
Se preparó para pasar la noche, cenó unas frutas que había en la cocina, no se preocupó por pasar hambre, ya que la despensa estaba repleta de conservas y comida embasada. Eso era un dato importante, el presunto asesino o secuestrador no tenía ningún interés en algo material, todas las pertenencias de valor todavía estaban en la casa, dinero, joyas, incluso la caja fuerte permanecía impoluta, entonces ¿Qué era lo que buscaba?  
El día se ocultó dando lugar a la noche, la cual inundó con sus brazos oscuros todo el cielo y el mar.  Se encontraba reposando en el sillón, mirando hacia la noche por la ventana, estaba completamente solo, por un lado tenía el mar y por el otro arena. El pueblo más cercano se encontraba a quince quilómetros. Y al volver a mirar hacia el mar fue cuando comprendió lo que verdaderamente era la soledad, se imaginó al farolero viviendo en esta quietud, siguiendo una rutina, no escuchar signo de vida mas que de su propia respiración. Por un momento se sintió melancólico, pero luego se recordó que él no era un farolero, y que terminado el caso volvería a su ruidosa vida en la ciudad. Un movimiento fuera de la ventana lo alertó obligándolo a romper con el hilo de pensamientos que estaba dilucidando hasta el momento. Se levantó de donde estaba sentado y se acercó a la ventana, no veía nada, paseó los ojos por el mar, todo estaba calmo e inmóvil. Caminó a la siguiente ventana, la cual daba a un pequeño bosque de árboles desojados. Todo estaba igual de tranquilo, cuando su corazón se apaciguó al comprobar que no había nada, el movimiento volvió a sentirse, pero esta vez acompañado de un frío helado que le recorrió toda la espalda. Tembló su cuerpo a causa de un escalofrió y sus ojos vieron como las largas ramas de los árboles se movían furiosas a contraviento como si fueran violentamente empujadas, por una entidad que no estaba allí. Entonces se le vino a la mente el título de la obra donde había encontrado la nota: “El Hombre Invisible”, y parecía que a eso mismo se estaba enfrentando.
Giró su cuerpo siguiendo los movimientos de las ramas, los cuales se dirigían hacia la puerta, sintió como la respiración se atoraba en su boca cuando algo rasguñaba la madera de la puerta del otro lado, incluso giró el picaporte una vez, pero sin lograr abrir la puerta. Aquella cosa sin cuerpo se volvió a mover, se escuchaba el crujir de las hojas y de las ramas al romperse a su paso, como la tierra se levantaba y las rocas golpeaban la pared. El detective estuvo toda la noche en vela, no pudo cerrar ni un ojo, aquella presencia transparente se paseó alrededor del faro durante toda la noche, molestando de manera aterradora, y sólo se detuvo con la llegada del sol.              
El investigador estaba sentado en el sillón, con el cuerpo tenso, sin poder dejar de temblar. Sostenía un  arma en la mano, pero en ese momento se preguntó si realmente una bala tendría alguna efectividad contra un cuerpo sin masa. Intentaba convencerse a sí mismo que la noche había ocultado el cuerpo del intruso, que no había sido más que un juego de percepción, a pesar de su buena vista. Intentaba encontrar la lógica a todo esto, era imposible que se tratara de un hombre invisible, como lo decía el título de la novela donde había encontrado la nota. Estaban jugando con su mente, estaba seguro. Luchando con estos pensamientos todo el día, devino la noche nuevamente, más oscura que la anterior, más fría.   
Esperó sentado en el mismo lugar, pero pasaban los minutos, que se convertían en horas, y todavía el intruso no aparecía. Se levantó de su asiento y buscó por la sala nuevas pistas, tal vez faltaba algo por descubrir, por eso mismo la entidad no volvía a aparecer. Era una teoría totalmente ilógica, pero después de lo sucedido el día anterior, hasta lo más descabellado perdía cualquier carácter increíble, volviéndolo un díscolo de la realidad y todo lo racional.  Miró las paredes y sus decorados: una maseta con un helecho cerca a morir, algunos cuadros, uno en especial y bastante hermoso se hallaba sobre una enoteca de madera de roble. Siguió con su búsqueda hasta posar los ojos en un gramófono, con un disco vinilo todavía en el plato giratorio. ¿Qué es lo último que escuchó el farolero antes de morir?, esa duda invadió su mente de inmediato, lo que lo llevó a accionar aquel aparatejo. Movió el brazo con la púa y escuchó la melodía reconociéndola al instante: “La Sinfonía n.º 2” de Ludwig van Beethoven. Movió su cabeza levemente saboreando la concordancia perfecta entre los instrumentos. Manteniendo el nombre en la mente se acercó a la pila de discos que descansaban al lado del tocadiscos. Pasó uno por uno hasta llegar a la carpeta del vinilo que ahora mismo estaba sonando de fondo. Rebuscó en el interior, y no estaba vacío como suponía, sino que encontró una segunda nota.           
“La música lo mantiene alejado, pero a su término, con la venida del silencio, el hombre invisible vuelve más fuerte, con frío convertido en azufre”, miró la nota y sus dedos temblaron ligeramente, ¿Qué se volvería más fuerte?, y ¿Qué quería decir con azufre?, cuando volvió a la realidad, se dio cuenta que la música se había detenido y fue en ese momento que su corazón palpitó con violencia. Podía sentir como una capa de sudor se formaba sobre su piel y sus falanges temblaban sin detenerse. De repente sintió esa sensación helante que había sentido la noche anterior, pero esta vez era más fuerte, parecido a un frío invernal infiltrándose por sus huesos. Miró por la ventana al escuchar ruido por fuera, los árboles se movían con violencia, y sus ojos no encontraban el mar por ningún lado, era como si se hubiera evaporado por completo. Al frío se le unió un hedor caliente, a fuego, a azufre infernal.
Su mirada encontró aquel intruso, pero esta vez no venía solo, podía ver que por donde pasara aquel fantasma sin cuerpo, a su paso dejaba una estela de fuego, incendiando los árboles y cambiando la arena por lava encendida, roja calcina. Fuera por la ventana que mirara, solo veía fuego mezclarse con humo naciente, el cual empezó a crecer y a infiltrarse en el faro, por las ventanas, las rendijas y el espacio del umbral de la puerta. La vista le quemaba, ya que la habitación entera se había oscurecido a causa del humo, remplazando el oxigeno por aquel nubarrón de cenizas. Era como respirar fragmentos de fuego y chispas, lo sentía ingresar por sus fosas y quemarle el interior del rostro, la garganta y los pulmones, hasta que un momento respirar se volvió imposible. De a poco su conciencia se fue apagando, hasta quedar totalmente dormido.   
Cuando despertó podía respirar y ver con libre perfección. Corrió a las ventanas y no vio ningún vestigio de haber sido atacado por un incendio, los árboles estaban intactos, al igual que el océano seguía ahí. ¿Había sido todo un sueño?, no podía dejar de temblar, nunca había vivido algo parecido. Descartaba la música de inmediato, si volvía a escuchar algo corría el peligro de que esa cosa volviera aún más fuerte que la última vez, y quería evitar eso.  
El detective pasó el resto del día con una batalla mental mientras intentaba controlar su cuerpo de sufrir un colapso nervioso. Esta noche había sido mucho más espeluznante que la anterior. Apenas pudo comer unas galletas insípidas, le era imposible tragar cualquier cosa más pesada, ya que sentía que los nervios de su estómago no lo resistirían.         
La tercera noche se hizo presente, primero lo invadió un silencio irreal, era como si no existiera y se encontrara en medio de un vacio desprovisto de toda inercia. En las primeras horas no pasó nada, mas que la presencia de aquel sentimiento frío y de vacío que lo acompañaba. Caminó por la habitación sintiendo como si sus pies anduvieran por el aire, mientras sostenía en su mano una copa de vino tinto. Intentó distraer su mente para no sentirse más aterrorizado, buscó algo con que entretenerse y fue, en esa búsqueda, que se percató de algo que antes no le había dado importancia. Aquel cuadro que había contemplado antes, que bien conocía de aquel famoso pintor renacentista. Su original era un mural y ahora podía ver una copia más pequeña delante de sus ojos, y era hermosa. Reconocía a las trece personalidades retratadas alrededor de una mesa. Obra famosísima, considerada por muchos, la mejor del mundo. En esa contemplación se dio cuenta que el recuadro de polvo sobre la pared no coincidía con el marco de la pintura, esa era una señal que el cuadro había sido removido en los últimos días, así que con cuidado descolgó el cuadro, mientras hacía equilibrio con la copa de vino en su otra mano. Lo giró para sorprenderse al ver una tercera nota enganchada en el dorso de la pintura, la tomó con cuidado y volvió el cuadro a su lugar. Desdobló la hoja de papel con extrema lentitud, como si de esa manera pudiera posponer su lectura, pero no pudo retrasarlo más que unos segundos, ya que de igual manera tuvo que leerlo.       
“Es la última noche, estoy seguro. El hombre invisible volvió, y esta vez viene por mí. No importa lo que haga, no hay escapatoria, no hay salvación”, leyó en silencio, mientras podía sentir como el terror y el pánico se apoderaba de su persona. Ante la sensación de angustia la copa de vino se resbaló de sus dedos, manchando la moqueta de madera con su jugo tinto. Corrió sin detenerse, con la respiración acortada, en dirección a la puerta, pero no llegó a acercarse a ella, porque esta misma se abrió por sí sola en un fuerte movimiento de violencia, descargando sobre la sala una tormenta de frío lúgubre y fuego azufrero. Una presencia invisible, pero no por eso sin fuerza se sintió en toda la sala, y atacó su cuerpo con un impulso de violencia. Todo en el dolía, seguir viviendo era insoportable, su cuerpo por momentos se convulsionaba a causa del terror, seguido por millares de espasmos dolorosos e incontrolables que aquejaban todo lo que era en él. Entonces sintió como el azufre y el hielo lo destruían desde dentro hacía fuera.                    
Al día siguiente el comisario viajó en su automóvil tarareando una canción algo infantil durante todo el viaje. Estacionó frente al faro y bajó del carro paralizándose un segundo al sentir un frío parecido a la muerte, pero no le dio importancia, ya que creyó que podría ser alguna corriente proveniente del mar cercano. Caminó subiendo la montaña de arena y esquivando los árboles que se interponían en su camino hasta llegar al faro. El comisario se extrañó al encontrar la puerta abierta de par en par, pero no reparó mucho en eso, sino que decidió entrar sin detenerse mucho tiempo, ya que ansiaba volver a la ciudad.  
— ¡Detective!, vine a buscarlo, ¡Ya es el tercer día!, vine a buscarlo como prometí.
El comisario al no recibir respuesta alguna volvió a insistir — ¿Detective? — pero no obtuvo más que silencio. Revisó en todas las habitaciones, incluso caminó por la playa, pero no lo encontró por ningún lado. Sólo estaba el sombrero del detective sobre una silla, su saco colgado en el perchero junto a la habitación y una copa de vino tinto desparramada sobre el piso, debajo de una pintura. Se giró y buscó con sus ojos varias veces, pero el detective no estaba por ningún lado, había desaparecido.            

martes, 8 de agosto de 2017

Ella es árbol de vida

      


          Hay algo que se le escapa al hombre, algo intangible. Es tan sutil como fuerte. Se puede percibir pequeños fragmentos de aquel mundo metafísico, pequeños atisbos que se escapan a nuestro mundo mundano, que como error se dejan ver. Es el misterio más grande que despierta en el corazón del hombre. El desconocimiento es tan doloroso como la duda, lo que ha llevado al hombre a intentar incursionar por filosofías y magias que lo acercaran a la verdad, a descubrir un puente que conecte ambos mundos. El ascetismo se manifiesta de múltiples formas, pero ninguna parecía ser suficiente. Demógenes era un hombre que se había fascinado por el misticismo. Luego de la conquista sobre Roma, había sido llevado a París, allí luego de conocer a varios humanistas, se contagio de ellos. La duda, la curiosidad, el anhelo se habían clavado en su interior con fuerza y no lo dejaban en paz. Pero un mito era el que lo tenía fascinado, incluso era ladrón de su sueño por las noches.

          Fue un día, que creyó que había encontrado lo que buscaba, fue un simple rumor, la mención de una disciplina que no había escuchado hasta entonces. Muchos estudiaban la Cábala, la creían un puente, un medio para alcanzar la verdad, aquella intersección entre lo finito e infinito. Y Demógenes decidió comprobarlo por sí mismo. Uno de los rumores menos frecuentes fue el que lo impulsó a estudiar el Torá, y fue ese mismo que se empecinaba en comprobar. Pasó horas entera, días encerrado, sin despegar los ojos de aquellas escrituras hebraicas, miró, observó, estudió cada signo alfabético de aquellas hojas. Se había aprendido hasta aquel color ambarino y quebradizo de la textura de aquellos pergaminos, también como el aroma añejo y polvoriento que desprendía la superficie, se había estancado en su nariz.

          Cuando creyó que había descubierto el secreto, se levantó de la silla, apoyó las palmas huesudas sobre la madera de la mesa. Respiró hondo, y se mantuvo allí, inmóvil, unos minutos. Luego comenzó con los preparativos. Apartó todos los muebles de la sala, hasta dejarla completamente despejada y vacía. Cerró todas las ventanas, quedando en oscuridad completa. Prendió las velas, una por una, y las distribuyó por la habitación de manera uniforme. Buscó el crayón blanco, y arrodillado en el suelo, evocó a su memoria todo lo que había aprendido en estos días. Raspó la superficie del crayón sobre el suelo, dejando una centella blanca por donde lo pasaba. Lo retrató todo.

          Comenzó con la raíz, que al mismo tiempo es la cabeza, la corona, lo más elevado y lo primero, es Kéther, el Padre. Es el inicio, desde allí comienza el orden que dará lugar a que el rayo de la creación descienda al mundo.

          Luego ascendió, creando ramas, caminos, que se bifurcaban hasta llegar a los Instrumentos que tuvieron protagonismo en la obra de la creación. Una de ellas fue Jojmáh, la sabiduría con la que se fundó la tierra; Bináh la inteligencia capaz de afirmar los cielos y Dáat, la ciencia con que los abismos fueron divididos.

          Demógenes se detuvo un momento, enderezó las rodillas, volviéndose a poner en pie, mirando el progreso de su trabajo, lo estudió desde arriba, no podía cometer ningún error, el más pequeño error podía significar fracaso, y su obsesión en la materia no le dejaba tranquilo en pensar que todo este trabajo podía ser en vano, no llegar a funcionar. Le temía al fracaso. Se limpió el sudor que se arrastraba por su frente arrugada con el reverso de su manga. Y volvió al trabajo.

          Continuó con las siguientes Sephiróth, aquellas pertenencias del divino, propiedades, cosas que los humanos ven como objetivos, y buscan con menester, pero son volubles y temporales. Pero no nos pertenecen, son incumbencias sagradas. Las esferas se abrían para encerrar a Jésed, la magnificencia y Guevuráh, el poder, continuaba por Tiphéreth, conocida como gloria, luego estaba pintada la victoria, Nétzah en hebreo y el honor, Hod. Luego fue por aquellas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra que son Kol y Yesod. Y marcó Maljuth, la última de aquel grupo, el reino.

         Volvió a erguirse, se paró sobre el Árbol de la Vida, observó las Diez Sephiróth, las cuales las había distribuidas en tres columnas, la columna del Equilibrio, la columna del Rigor, y la columna de la Misericordia.

         Estaba terminado, y sintió como la satisfacción lo invadió. Su corazón se agitó, y por un momento pensó que se quedaba sin aire. La tensión era demasiada, y tenía ciertos efectos sobre su longevo cuerpo. Tardó unos minutos, pero volvió a recuperar la cordura. Pensó en lo que había hecho. La mayoría estudiaba la Cábala para alanzar la iluminación, llegar a Dios y unirse a él. Sentían la satisfacción en creerse más beatos, más santos. Pero él no era una persona como ellos, él no buscaba ver a la cara al creador, pensó que ya lo vería en el momento que llegara su hora de morir, y estaba seguro que no faltaba mucho, ya estaba muy viejo y sabía que su muerte se acercaba. Lo que Demógenes buscaba era un tanto diferente, había un rumor que se había extendido entre los eruditos que había estado frecuentando últimamente: “La Cábala no es solo un medio para llegar a Dios, también es un sistema de invocación”, eso había dicho el famoso poeta, y Demógenes le creyó, solo ahora debía comprobar si realmente era cierto, y algo, una corazonada algo lúgubre, le decía que lo era.

          Decidió no perder más tiempo, fue a buscar aquella cajita de madera de roble, que guardaba una espada corta en su interior, pero no era una espada cualquiera, Demógenes la había hecho bendecir por el arzobispo de París. La tomó con cuidado y hundió la hoja metálica en la carne de la palma de su mano. Una invocación requiere de una ofrenda, se dijo mientras aguantaba el dolor que le generaba al abrirse una herida voluntariamente. Un surcó de sangre comenzó a brotar de su palma, y la encausó por los senderos del árbol, comenzó en el Aleph, y fue recorriendo los caminos hasta llegar a Tav. Mientras hacía el recorrido, no se quedó en silencio, comenzó a recitar:

          — "Bendito seas Tú, oh YHVH, Dios de Israel nuestro Padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh YHVH, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh YHVH, es el reino, y Tú eres excelso sobre todos.” — cuando llegó a al decimoprimer sendero, Kaph, se detuvo por menos de un segundo y reinició su recitación, cambiando a un proverbio— "Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; Porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, Y sus frutos más que el oro fino…”

          No pudo terminar de recitar, porque cuando la última gota que escapó de su herida llegó a Tav, el último sendero, sintió un fuerte estruendo que sacudió el suelo y las paredes, un segundo después una sensación quemante lo azotó con fuerza, sintió como fuego subía por su espalda y se colaba por su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Su visión desapareció, por un momento olvidó donde estaba, no sentía nada, era como si no tuviera cuerpo y fuera solo alma y espíritu. Unos segundos después su visión volvió, pero ya no estaba en su casa, estaba parado sobre la nada, todo a su alrededor estaba vacío, solo había luz brillante. Caminó sobre la nada, se fue acercando, paso a paso, hasta que divisó a lo lejos tres montañas, de picos altos y piedras brillosas, y delante de ellas se hallaba una enorme puerta dorada, de oro reluciente. Escuchó una voz barítona, tranquilizadora y potente que le dijo:

         — “Ella es árbol de vida a los que de ella echan mano, y bienaventurados son los que la retienen.”

         Luego de esas palabras la puerta de dos hojas se abrió lentamente, mostrando un interior luminoso. Era la presencia de Dios, lo sabía. La curiosidad por un momento lo hizo avanzar hacia la puerta, pero se recordó que ese no era su objetivo, todavía no quería conocer al creador.

         —Y la retengo, por eso toma de ofrenda mi sangre, mi sacrificio, y a cambio has propicio de la invocación, del intercambio — le respondió a la voz, manteniéndose recto, sin mostrar una pizca de miedo ni sumisión.

         Un fuerte viento comenzó terminadas sus palabras, tuvo que entrecerrar los ojos, pero no los apartó de la puerta que estaba frente a él, la cual comenzó a cerrarse, guardando en su interior aquella presencia que nadie debe ver en vida. El fuego volvió, pero esta vez de una manera violenta, apresó su corazón con garras encendidas y quemó su cerebro como si con lava se tratase. Sentía dolor desgarrador, intentó gritar, pero su boca no quería proferir sonido alguno.

          Se vio de vuelta en su casa, en su sala, frente al árbol de crayón que había dibujado en el suelo, pero no estaba solo en su casa. Un joven hermoso estaba parado frente a él. La habitación, antes inmersa en oscuridad, a excepción de unas pocas velas, ahora estaba iluminada, la presencia de aquel joven, la llenaba por completa, su luz penetraba cada rincón de la sala, como si fuera de día. Demógenes observó al joven al rostro, el cual tenía facciones hermosas, casi andróginas. Entonces lo supo, la invocación había funcionado. Tenía un ángel ante él. Su corazón se encendió con entusiasmo de solo pensar en lo que había hecho y de todo lo que sería capaz a partir de ahora.

          — ¿Cuál es su nombre? — le preguntó el anciano, intentó ponerse de pie, pero la presencia de aquel joven parecía mantenerlo reducido, inmóvil en el suelo.

          —Soy potestad Sensiner, una de las custodias de las fronteras, mi tarea es vigilar los márgenes del mundo espiritual con el mundo físico. Y se ha roto el equilibrio, usted no pertenece al otro mundo, ni yo a este — el ángel rebuscó dentro de su túnica, y sacó de su interior una espada larga, que parecía brillar de manera preeminente, la sostuvo de su empuñadora plateada, mientras apuntaba el filo metálico hacía el anciano.

         — ¡¿Qué piensas hacer?! — preguntó Demógenes al ver como Sensiner empuñaba la espada frente a él. Se arrastró hacia atrás, pero escapar era imposible, su cuerpo se sentía débil y cansado, apenas se pudo separar unos centímetros de aquella aparición.

          — Mi deber es mantener custodia sobre las fronteras espirituales. Debo eliminar la amenaza y volver los mundos a su habitual equilibrio.

          — ¿Yo soy la amenaza? — la pregunta de Demógenes no fue contestada, porque su respuesta era obvia, él era el peligro, él era el que había roto las fronteras y traspasado a lugares desconocidos que no pertenecen a este mundo.

         Senciner blandió la espada con fuerza, el anciano intentó huir de nuevo, pero fue inútil, antes de que pudiera arrastrarse un centímetro más allá, la espada del ángel le atravesó el pecho. Senciner se quedó junto al cuerpo hasta que este expiró su último aliento, y estando así seguro que Demógenes estaba muerto, su presencia se esfumó de la sala, volviendo al plano espiritual, a donde pertenecía.




















miércoles, 7 de junio de 2017

Último relato escrito con la pluma de sangre



Las palabras tienen fuerza, tienen vida. Son tan misteriosas como el océano y tan profundas como el infinito. Nunca sabes hasta donde llegarán y las consecuencias de escribir una. Son como un arma de fuego, que al disparar pueden herir, pueden matar.
¿Quién dijo que las palabras no  son peligrosas?, si alguien lo pensó no sabe nada, es un pequeño incrédulo, un suertudo que no tiene idea de lo que habla.
Soy Rebeca Aja, soy una de aquellas, incrédula, ignorante. Que despilfarraba letras por doquier, escribía insistentemente, como un ciego terco, sin tener presente el enorme peso que llevaba mi pluma.
Mi musa tenía carne y piel, la hallaba a mí alrededor, miraba por la ventana, y lo que veía se convertía en inspiración. Mi musa era cambiante y mudaba constantemente. Un día se encontraba sobre un ave, y al otro sobre un anciano que solía pasar caminando todas las mañanas sobre la vereda de mi casa. Mis musas se agotaban y las reemplazaban nuevas. Cualquiera podía ser mi fuente de inspiración, y no tenía vergüenza de observar por aquella ventana, o de salir a deambular en busca de un nuevo soplo de estímulo.
Pero nunca fui consciente de la fuerza que arraigaban las palabras, gustaba de escribir todas las noches, creía que recrear un ambiente antaño y rústico me ayudaría a exprimir lo mejor de mí misma. Relataba sobre hojas algo ya amarillentas, a la luz de una lámpara, solía mojar la pluma en el tintero repetidas veces, mientras suspiraba intentando evocar a mi imaginación. Así pasaba varias noches hasta acabar con un cuento o una novela. Nunca había pedido la opinión de nadie, pero estaba segura que mis obras eran confeccionadas a la perfección, haciendo uso de buena gramática y valor estético. Solía leer y releer mis obras una y otra vez, mientras me embargaba un sonrojo acalorado, ¡Yo había escrito eso!, y sentirme tan orgullosa resultaba vergonzoso. Las cosas fluyeron bien por un tiempo, pero el ave que había sido plasmada en mi poesía, ya no venía a cantar a mi ventana, y el anciano que solía pasear por la vereda, no volvió nunca más por aquí. Una sensación extraña muy parecida al horror me embargo. Hice caso omiso a aquella sensación que tenía aires de señal, y predispuse mis dones en un nuevo relato, que esta vez tendría sensaciones pueriles y un matiz algo infantil. 
Era de mañana cuando la musa que me frecuentaba se presentó ante mí. Era un canino de pelaje blanquecino, acompañado de un niño pequeño, que rondaba los seis años, se lo veía activo y alegre, correteando por el jardín de la casa vecina. Parecía que ambos estaban inmiscuidos en un juego de persecución, por momentos el perro perseguía al niño, y a veces los papeles se invertían. Era una escena agradable, y fue fácil inspirarse con ella. Describí primero al niño y a su mascota, al igual que su relación juguetona y cálida, de amistad y camaradería. Pero no todo en la vida es color de rosas, la muerte es parte de la vida, y en ese relato se presentó de manera triste y oscura. Los animales no viven mucho, y allí se mostró, el personaje perruno enfermó inesperadamente, y luego de una muerte imprevista, dejó al niño desolado y hecho un mar de lágrimas. La solución fue fácil, sus padres le compraron un nuevo cachorro, como resultado el infantil dejó de llorar porque había conseguido un nuevo amigo. Pero ¿El nuevo cachorro era un remplazo del anterior?, lo era y al  mismo tiempo no, el nuevo amigo nunca podría remplazarlo pero servía para mitigar el dolor. Sonaba triste, y sí lo era, la vida animal era frágil y breve, como la humana, solo que mucho más, pero servía al niño para hacerse fuerte y enfrentar dolores futuros, porque la adultez del hombre es asediada por plagas de infortunio y tristezas aun mayores.  
Había quedado conforme con el relato, enseñaba a valorar la vida, según yo creía, porque  es frágil el hombre y su vida misma también lo es. La muerte camina entre nosotros, y nos selecciona con su índice lúgubre en un juego de azar.     
Pasaron varios días, y mientras miraba hacía el jardín vecino desde mi ventana, una sonrisa no dejaba de asomarse por mis labios, estaba conforme, y mucho, el relato era simple, pero al mismo tiempo cargado de ideales y tópicos entrañables, comunes a todos. Mi sonrisa se borró cuando fui testigo de algo que me descolocó. El niño estaba en el jardín, pero no estaba jugando, no, ni tampoco su amigo canino lo acompañaba. El niño lloraba, su pena era grande, y sus lágrimas pesadas. Una sensación que había sentido antes volvió sobre mí. Paseé mi mirada por todo el jardín en una búsqueda desesperada. El perro no estaba por ningún lado, y las lágrimas desconsoladas del niño solo podían significar una cosa.
Era mucha coincidencia.
Esa sensación parecida al horror volvió más fuerte que antes.
Me tomé las sienes en un impulsó de frenar mi propio miedo. ¿Había matado al perro?, ¿O había sido mi pluma?
Las coincidencias existen, fue lo único que me calmó, pensé aquella frase una y otra vez, incluso llegué a pronunciarla en voz alta. Las coincidencias existen.
Aquella noche dormí envuelta en pesadillas. Soñaba con la pluma y el tintero, escribía y las palabras que salían de la pluma se volvían de azul a rojas. La tinta añil era remplazada por sangre, por muerte.
La noche me había servido de catarsis. Mis ideas se habían aclarado y el miedo apaciguado. Podía pensar con claridad e idear un plan que comprobara lo que temía. 
Volví a sentarme en aquel escritorio rústico, bañé la punta de metal en el tintero, que anoche en mis sueños estaba llenó de sangre. Y comencé a escribir, sin importarme que el sol se filtrara por la ventana, no podía esperar a la noche para comprobarlo, necesitaba tener las pruebas ahora mismo, y no había mejor manera que comprobarlo en carne propia. Yo sería la protagonista de mi nueva historia. Sé que podía morir si mi pluma era asesina, lo sabía bien, pero no podía quedarme de brazos cruzados, si resultaba que tenía la capacidad de matar mediante mi escritura, incluso sabiéndolo no desistiría en mi menester, no podía, nunca podría soltar la pluma, y lo sabía y por eso mismo opté que él último cuento que escribiría, yo sería el objetivo. No mataría a nadie más.    
Entonces este pedazo de papel que has encontrado, podría ser mi último relato. Y si me preguntas como pienso terminar con mi vida, pues te lo diré. Soy amante de personajes de vidas trágicas, adoró que las palabras tengan imagen fría y oscura, pero al mismo tiempo que causen sensaciones de calor y misterio. Entonces si tuviera la posibilidad de elegir mi propia muerte, lo haría de la siguiente manera:
Rebeca Aja aquella noche no durmió. Sabía que era su fin, y esperó a la muerte sentada en su cama, expectante, envuelta por cientos de diferentes emociones, era verdad que tenía miedo, esa misma noche conocería a la muerte, era muy joven todavía, y lo sabía, pero al mismo tiempo estaba emocionada, porque sería la única persona que sería capaz de ver la muerte con sus propios ojos. Ella lo deseó, y sabía que si lo deseaba y lo ponía por escrito se haría realidad. Deseó ver a la muerte a la cara antes de morir. Deseó ser la única persona en la historia de la humanidad que fuera capaz de conocerla, de adelantarse a ella, de ordenarle. Y todo eso lo escribió, aquí esta su última escritura, y esta noche esperara a la muerte sentada en su cama.  
Rebeca Aja
         
                

               

jueves, 18 de mayo de 2017

Enemigo Imaginario


Soy de esas personas que no se conforman con una amistad. No encuentran placer en una conversación amena, ni mucho menos disfrutan de la compañía cálida. No, la excitación se despierta en el altercado, en el debate. El fuego se enciende junto con el odio. Sentir aquella satisfacción aguerrida que nace producto de una discusión. No necesito amigos, sólo a alguien a quien odiar. Pero al igual que los amigos de verdad son difíciles de encontrar, lo es aún más hacerse un enemigo de calidad.
Si buscas de hacerte de enemigos no necesitas más que hacer un par de cosas, la más rápida es contradecir las convicciones ajenas, pero esa enemistad tiene una falla, puede llegar a ser temporal, si el contrincante no es inundado por el fanatismo desmedido dudo mucho que se cree una verdadera enemistad, o en el mejor de los casos si resulta ofendido por la contrariedad el enojo es de corta duración, y en el momento que la discusión toma un camino en distinto tema, la discusión termina zanjada.
Otro método algo más efectivo es de hacerse a uno mismo enemigo de los demás, con adoptar una expresión altanera y proferir un par de comentarios insultantes, posiblemente te ganes la grima de varios. Pero con todos estos métodos llegó un momento en que no era suficiente, no conseguía encontrar a mi álter ego, no importaba cuanto buscará o cuanto me reforzará. Y sólo pude llegar a una solución.   
Al fin y al cabo el arma más poderosa es la imaginación, e hice uso de ella en su mayor esplendor. Así fue como surgió Napoleón, no se trata del personaje histórico que están pensando. No, se trata del antagonista perfecto. Lo nombre como a un gato, dándole un nombre algo cómico pero al mismo tiempo imponente. Es como aquellas personas que nombran a su perro León, cuando en vedad se trata de un canino, pero lo que nos quieren decir es que el animal es algo salvaje y peligroso. Con esa misma filosofía Napoleón fue bautizado como un militar político, porque tenía una personalidad aguerrida, y parecía que quisiera conquistar al mundo, nadie tenía la razón, sólo él, y su hobbie era imponerse sobre los demás.   
Solíamos discutir todos los días, incluso llegábamos a amenazarnos de muerte, aunque nunca pasó a mayores. Era divertido debatir con él. Nuestras discusiones se volvían eternas y cada altercado era un logro, aunque perdiera, porque lo que en verdad ganaba era un gran placer sentir aquel calor en el pecho, ser consciente de la excitación pueril.
He recibido muchas calificaciones por parte de aquellos a quienes llegué a disfrutar. Cínico y hedonista eran los más recurrentes, y muchas veces me pregunté si estaban en lo cierto, posiblemente lo estaban, porque más que insultos me caían como elogios. 
Napoleón no se creó de un día para el otro. Fue un proceso largo y tedioso. Fue mutando y evolucionando, cada vez se volvía más odioso y pendenciero. Incluso fue partícipe de mis desgracias. Una taza rota, una tostada quemada, un examen desaprobado, un trabajo perdido. Era la causa y la consecuencia de una vida solitaria. Realmente llegué a odiarlo, en la manera en la que me aislaba, pero cuando más lo odiaba más satisfacción recibía a cambio.
Nunca se me pasó por la mente la idea de deshacerme de Napoleón. No quería perder mi fuente de diversión. 
Pero llegó un momento en el que me pregunté la verdadera razón de su existencia. ¿Quién era Napoleón en mi vida?, ¿Era un simple monigote, un juguete sin significado mayor?, ¿O simplemente era a alguien que creé para hacerlo responsable de mis errores y derrotas?

jueves, 4 de mayo de 2017

Los beneficios de ser el otro


                Las luces exteriores caminaban de manera intermitente por la pared de enfrente, y cuando terminaban el recorrido volvían al principio. El vagón estaba vacío, a excepción de un hombre algo adormilado, y una anciana sentada al otro extremo, que siquiera lo había mirado una vez. 
                Había sido un mal día. El hombre había perdido su trabajo, pero en vez de sentirse enojado o triste, se sentía con sueño. Simplemente estaba cansado, de luchar contra la vida, de sobrevivir, de intentar. Cuando el tren se detuvo en la siguiente estación, descendió y arrastrando los pies caminó fuera del lugar en dirección a donde vivía. Estaba decidido a tirarse en el colchón que descansaba en su precario monoambiente y dormir por días y ya nunca despertar. Simplemente quería perderse y ya no saber nada de nada.  
                Mientras caminaba de vuelta a su hogar, con las manos en los bolsillos, y la mirada cabizbaja, percibió de perfil una sombra. Se giró en un segundo, y descubrió, que a unos metros caminaba un hombre, se tambaleaba y se sostenía de la pared más cercana. Se lo veía muy descompuesto.
                — ¿Se encuentra bien? — le preguntó cuando se acercó a él. Su interlocutor no le respondió — Obviamente no — terminó por responderse a sí mismo.
                Pasó el brazo ajeno por su hombro y de aquella manera lo acarreó hasta su precaria casa.
                — Mi casa está cerca, aguanta.      
                Los pies del enfermo daban pasos insignificantes que no eran de mucha ayuda. Agradeció internamente por no encontrarse muy lejos de su casa y de manera dificultosa lo llevó hasta su monoambiente, allí lo dejó sobre su colchón, pero con algo de vergüenza, su casa era extremadamente pequeña y desordenada, se sentía totalmente penoso llevar a alguien con un traje tan caro a una casa tan pobre.
                — Señor, ¿Cómo se encuentra? — el hombre lo sacudió un par de veces, y al ver que no recibía ningún tipo de respuesta por la otra persona comenzó a preocuparse. Lo sacudió con un poco más de vehemencia, pero eso no alteró el resultado. El desconocido seguía sin moverse.
                Comprobó su respiración y luego su pulso, y como le temía. El hombre estaba muerto.  
                Inmediatamente un breve ataque de nervios lo invadió. Lo que le faltaba, encima de haberse quedado desempleado ahora tendría que enfrentar una causa judicial donde lo apuntarían como principal sospechoso de un homicidio, porque después de todo, el hombre murió en su habitación. Este miedo fue esfumado de repente al percatarse del rostro del desconocido. Tenía un gran parecido con él mismo. Era como si se hubiera encontrado con un gemelo perdido. Lo único que los diferenciaba era la forma de la quijada y un lunar en la mejilla izquierda, que ambas cosas eran convenientemente disimuladas por su barba ya algo crecida. Pero fuera de eso, era una reproducción de sí mismo, como verse en un espejo.
                Rebuscó en los bolsillos del traje y encontró una billetera colmada de dinero, más la identificación del hombre. Jacobo Bacon, su apellido era como aquella famosa marca de electrónica. “Empresas Bacon”, cuantas veces había escuchado de aquel famoso imperio, una potencia que no solo se detenía en la invención de electrónica, sino que tenía negocios de indumentaria y comida chatarra. Si este hombre se trataba de quien creía que era, tenía ante él el cadáver de uno de los hombres más influyentes del país, y posiblemente del mundo. Y tenía la dicha que fuera patéticamente parecido a él. 
                No lo pensó mucho, ya no quería dejar de existir como antes, ante él se abría una nueva puerta, una posibilidad que si osaba de ignorar se sentiría verdaderamente estúpido.
                Primero le sacó el traje y los zapatos, y se los probó. Incluso compartían hasta la misma estructura del cuerpo, el traje le acuñaba a la perfección y los zapatos eran el talle correcto.
                Tomó una bolsa de residuo negra, y metiendo el muerto dentro se aseguró de cerrarla bien. No quería que el olor a putrefacción alertara a los vecinos, y por último escondió el bulto en el fondo de su placar cubriéndolo con su ropa vieja y edredón algo deshilachado. Y por último, siguiendo la dirección que encontró en el documento del hombre, se dirigió a su nueva casa, a su nueva vida.
                             Jacobo Bacon vivía en un piso de edificio, era un departamento amplió, enorme y colmado de muebles caros. Pero al parecer el magnate no vivía solo. Cuando entró al departamento lo esperaba una mujer, bella y delgada, de cabello anaranjado. Lo recibió con un abrazo cálido y un pequeño, pero amoroso beso.
                — Jacobo, llegaste a casa antes. Pensé que no volverías hasta mañana — decía realmente feliz.  
                — Es que trabajé horas extras para poder volver a casa cuanto antes. Ya te extrañaba — el hombre improvisó lo mejor que pudo, y pareció funcionar, porque la mujer se veía feliz.
                — ¡Qué bueno!, entonces prepararé una cena especial para festejar tu regreso adelantado— dijo con una adorable sonrisa y se dirigió a otra habitación, a lo que supuso sería la cocina.
                El hombre se quedó parado en su lugar, unos segundos inmóvil, y luego sonrió ampliamente. Se sacó el saco y lo colgó en el perchero de la sala, y recorriendo un poco la habitación fue a sentarse sobre el sillón, que resultaba ser increíblemente cómodo. Tomó el control remoto que descansaba sobre el reposabrazos y encendió la televisión. Realmente le agradaba esta nueva vida. Un departamento lujoso y una hermosa mujer, que era amable y cariñosa, incluso creía que podría hasta enamorarse de ella. Era una vida perfecta.
                A la mañana siguiente lo despertó el sonido del despertador, era un suave pitido intermitente, mas una caricia de la mujer que dormía junto a él.
                — Cariño, es hora de levantarse. Tienes trabajo hoy.
                Luego de desayunar y no poder seguir la conversación de la esposa, ya que hablaba de personas que no conocía, pero que disimuló bien su expresión por una de interés. No podía levantar sospechas, estaba seguro que se acostumbraría a esa vida en poco tiempo. 
                Suerte que tenía un chofer con un auto de negro lustroso, esperándolo en la entrada del edificio, porque no sabía donde debía ir para trabajar. El chofer era un hombre amable, y de conversación, aunque ligera, cálida.
                El edificio donde trabajaba era enorme, ni siquiera pudo contar los pisos a simple vista. Por suerte en la recepción había un mapa del edificio, sino no sabría donde se encontraba su oficina.
                — El señor Fisher lo está esperando — le dijo la secretaría que antecedía a su oficina.
                El hombre le dijo un “buen trabajo” que fue recibido con una sonrisa sorprendida, y luego de leer la placa de la puerta “Gerente General”, realmente tenía un puesto importante y leer esas dos palabras fue el detonante a una sensación placentera que lo llenó por completo. Era importante, rico e influyente como ninguno. Nunca se cansaba de seguir redescubriendo su nueva vida. La vida de Jacobo, que ahora le pertenecía a él.
                En la oficina lo esperaba un hombre de piel algo dorada, tenía ojos negros e intimidantes y su sola presencia parecía evocar el misterio y las sombras.   
                — Bacon… — dijo sonriendo de manera extraña.
                — Buenos días, Fisher. ¿Qué lo trae a mi oficina?  
                — Déjate de formalidades — siempre había sido bueno para leer el ambiente, y este en particular le ponía la piel de gallina — Ya sabes por qué vine.
                El impostor intentó mantener su rostro libre de cualquier expresión, era como un muerto, con los músculos del rostro tiesos. No podía arriesgarse a mostrar confusión o que no sabía de qué le hablaban, ya que la mirada de su interlocutor era tosca y decidida, incluso desafiante.
                — Sí — se limitó a responderle, debía tener cuidado, pero siquiera sabía de que le estaban hablando.      
                — Lo tienes inquieto, y dijo que si no lo tiene para hoy en la noche… — se interrumpió a sí mismo — Bueno, ya te imaginas que te sucederá.
                Sí, era una amenaza y una muy aterradora.    
                — Dile que se quede tranquilo — debía improvisar, estaba seguro que si no actuaba de esa forma  la situación se podría volver peligrosa para él — Lo tendrá — Fisher lo miró de manera desconfiada,. Lo que lo instigó a insistir en su respuesta — Lo tendrá todo.
                Fisher pareció satisfecho con la respuesta, y con una despedida tosca y desinteresada, salió de su oficina.
                ¿En qué negocios estaba metido Jacobo Bacon?, ¿Quién estaba intranquilo?, ¿Qué era eso que quería para la noche?, obviamente la respuesta a esas preguntas le llevarían a lugares alejados de los límites de la legalidad.
                Caminó hasta su escritorio y se sentó, todavía con la piel erizada, se llevó los dedos a las sienes y se masajeó allí, como si aquel masajeó a los costados le ayudara a pensar. ¿Qué debía hacer?, las cosas se estaban tornando peligrosas, pero se creía capaz de salir de esto. Debía terminar con los negocios dudosos en los que participara la empresa, o por lo menos mantenerlos a raya, en un lugar donde no supusiera ningún peligro para él.        
                Mientras pensaba en esto, lo interrumpió el crujido de la puerta al abrirse de repente, unos pasos de tacón resonaron sobre la moqueta, y su vista fue robada por las curvas de un cuerpo de mujer. La mujer llevaba el cabello corto, y un vestido que no dejaba mucho para la imaginación. Dejó una pila de documentos sobre el escritorio, y bordeando la mesa se sentó sobre las piernas del hombre.
                — Jacobo,  necesito que le dé una revisión a esos documentos — dijo mirando a la pila de hojas que había traído consigo — pero siempre lo dejamos para más tarde — y riendo coquetamente paseó sus dedos por el pecho ajeno, mientras jugueteaba con la corbata con la otra mano, la cual subió segundo después hasta su rostro, se relajó un poco más e inclinándose levemente comenzó a besarlo — me gusta como le queda la barba — dijo paseando un dedo por su mentón y luego siguió en la labor de besarlo de manera profunda. 
                Jacobo teniendo una dulce y amorosa esposa esperándolo en casa, ¿Necesitaba jugar con otras mujeres?, no lo entendía, en su monoambiente no lo esperaba nadie, ni siquiera un hámster, porque no tenía ni siquiera dinero suficiente para darse el lujo de criar una mascota. Y Jacobo que tenía la suerte de formar una familia, ¿Lo desperdiciaba de esta manera?, sí, la mujer que lo estaba besando era hermosa, e incluso mucho más sensual que su esposa, ¿Pero lo valía?
                El altavoz del teléfono resonó en el aire, y fue la voz de la secretaria la que se hoyó.
                — Señor, su esposa vino a verlo — y con eso se abrió la puerta mostrando en el umbral a una segunda mujer algo animada. 
                — ¡Cariño!, te he traído el almuerzo, ya que como tienes mucho trabaj…
                La mujer de cabello corto despejó su boca de la suya en un movimiento veloz, pero todavía permanecía sentada sobre su regazo.    
                — ¡Lo sabía! — la esposa había comenzado a llorar — cuando decías que no podías volver por trabajo, seguramente era porque ibas a ir a un hotel con ella, o tal vez lo hicieron en tu oficina, aquí mismo, ¡No me importa! — se secó las lágrimas con su propia mano y comenzó a llorar más fuerte — ¡No vuelvas a casa nunca más, porque no te abriré la puerta!  — y con eso se dio media vuelta y caminó hacia la salida con paso decidido.
                Y no la detuvo, ¿Acaso debía hacerlo?, ella no era nada para él, era la esposa de Jacobo Bacon, no de él, nunca lo fue.
                — Ya era hora que te deshicieras de esa mujer estúpida — dijo la que todavía permanecía sobre él.
                — Sal de mi oficina — le dijo sin expresión alguna, después de todo tampoco conocía a esta mujer.           
                — Pero…
                — Ahora.
                Y con eso último la mujer no insistió más, colocó los tacones en el piso y se marchó caminando a paso apresurado.  
                El hombre se mantuvo cabizbajo, perdido entre pensamientos algo confusos. Había sido un mal día. Las cosas no estaban resultando como él esperaba. En vez de tener una nueva vida cómoda y rodeada de lujos, se encontró con un montón de problemas. Lo que menos llevaba Jacobo Bacon era una vida tranquila.
                Cuando por la ventana entró la luz anaranjada, proveniente de un fresco atardecer, era hora de volver a su casa. Pero ¿A dónde iría?, la esposa le había prohibido volver a poner un pie en el departamento. Tal vez podría ir a dormir a un hotel, después de todo tenía mucho dinero con que pagarlo.   
                Estacionado a un lado de la acera lo esperaba un auto negro, pero no era el mismo conductor que lo había pasado a buscar en la mañana, no, era otro, y que al verlo le pareció sumamente sospechoso.
                — Puedes irte — le dijo al chofer quien lo miraba expectante, fingiendo una sonrisa amable — Hoy no volveré a mi casa.
                El hombre comenzó a caminar lejos del auto, pero el chofer todavía no se marchaba del lugar. Lo observaba a través de la ventanilla. Comenzó a caminar de manera apresurada, y fue cuando se percató que el auto lo seguía lentamente por detrás. El chofer no lo iba a dejar irse tranquilamente, eso lo entendió bien.
                Cuando quiso salir corriendo, el chofer sacó un arma por entre la ventanilla parcialmente abierta.
                — Entra al auto sin hacer escándalo si no quieres un agujero en la cabeza — ese fue el incentivo para comenzar a correr. Y el chofer no mintió, disparó, pero para su suerte la bala tomó la dirección equivocada y se incrustó en la pared a unos centímetros de su cabeza.
                Corrió a una calle congestionada, y siguió corriendo hasta la peatonal más cercana. Rodeado de personas que iban y venían le era fácil confundirse con el resto. Pudo ver un par de veces al chofer caminando entre la multitud buscándolo con la mirada, pero por suerte no lo descubrió.  
                Intentó actuar lo menos sospechoso posible para no llamar la atención, y de esa manera se alejó de las calles concurridas una vez que estuvo seguro que había perdido de vista a su perseguidor.
                Debía escapar, y solo un lugar vino a su mente.
                Volvió a su antiguo monoambiente. Al abrir la puerta lo primero que sintió fue un hedor a encierro, mezclado con humedad y un ligero aroma a carne podrida. Tomó la bolsa que estaba oculta debajo de su vieja ropa y edredón deshilachado. Le dio una rápida mirada al interior de la bolsa, quería asegurarse que todavía Jacobo Bacon estuviera allí dentro, y efectivamente lo estaba. Había pasado solo un día, por lo tanto el cuerpo se encontraba exactamente como lo había dejado, solo que su cuello estaba tomando un color algo verdeazulado y su rostro había comenzado a deformarse un poco.
                Se mantuvo inquieto sobre los pocos metros de su casa, pasadas varias horas, donde la tarde se había marchado, y la noche silenciosa y desértica había su presencia, fue cuando el hombre, cargando la bolsa con ambas manos, se aventuró fuera de su monoambiente. Caminó por las calles que conocía que eran las menos transitadas, y que a esa hora ni un alma las peregrinaría. Tuvo que marchar varias cuadras, con la bolsa a cuestas. Llegó al muelle más viejo del puerto, donde sabía que no se encontraría con nadie allí. Y ahí mismo tiró la bolsa al mar.
                Se quedó hasta que escuchó el impacto del cuerpo con el agua, fue allí que se pegó media vuelta y se marchó de vuelta a su casa.  
                Esa noche durmió entrecortado, por momentos creyó que le derribarían la puerta y allí mismo lo matarían de varios balazos, pero nada de eso sucedió.
                A la mañana siguiente lo primero que hizo fue desayunar un pan viejo que tenía guardado en la heladera para que durara más tiempo, mientras miraba la televisión. Casi se atraganta con un pedazo de ese pan cuando oyó la siguiente noticia:   
                — Hoy a la mañana encontraron un cuerpo en la bahía… — anunciaba la periodista a través de la pantalla, mientras señalaba el paisaje que le rodeaba: unos muelles que se extendían hacía el interior de la bahía, y algunos edificios que resaltaban por detrás  — Jacobo Bacon fue encontrado flotando dentro de una bolsa a las cinco de la mañana por un pescador del lugar. Los forenses aseguran que fue envenenado y horas después arrojado al mar. Existen rumores que el empresario Bacon mantenía negocios estrechamente ligados a la mafia. Y se cree que fueron ellos mismos quienes lo mataron… — lo que dijo la periodista a continuación el hombre ya no le prestó atención, estaba muy ocupado pensando en todo lo que le había sucedido en estos últimos días.
                Una sonrisa se demarcó en su boca, y dándole una mordida impetuosa al pan, se carcajeó mientras masticaba las migas.  
                Nunca se había sentido tan satisfecho de ser él mismo, y no el otro.       

   
  
               
                 
                 

 

martes, 11 de abril de 2017

Soy


Soy como un volcán,
de interior fuego y lava encendida.
Soy como un huracán,
arraigada por ímpetu fluida.    
Soy como una tormenta nevasca,
de corazón helado y mañanas grises.  
Soy como el roció de la mañana,
de lágrimas escasas y simples.  

Soy verano,
luz, fuego y color rojo.
Soy otoño,
pierdo y renuevo, un cambio paradojo.
Soy invierno,
viento, fuerza y fría fuente.
Soy primavera,
Alma colorida y floreciente.

Soy como esas personas que piensan en todo,
pero no dicen nada.
Soy como esas personas que guardan una biblioteca,
pero acotan un colofón.     
Soy como esas personas dementes,
que piensan en miles de historias,
pero que solo viven una.