Las palabras
tienen fuerza, tienen vida. Son tan misteriosas como el océano y tan profundas
como el infinito. Nunca sabes hasta donde llegarán y las consecuencias de
escribir una. Son como un arma de fuego, que al disparar pueden herir, pueden
matar.
¿Quién dijo que
las palabras no son peligrosas?, si
alguien lo pensó no sabe nada, es un pequeño incrédulo, un suertudo que no
tiene idea de lo que habla.
Soy Rebeca Aja,
soy una de aquellas, incrédula, ignorante. Que despilfarraba letras por
doquier, escribía insistentemente, como un ciego terco, sin tener presente el
enorme peso que llevaba mi pluma.
Mi musa tenía
carne y piel, la hallaba a mí alrededor, miraba por la ventana, y lo que veía
se convertía en inspiración. Mi musa era cambiante y mudaba constantemente. Un
día se encontraba sobre un ave, y al otro sobre un anciano que solía pasar
caminando todas las mañanas sobre la vereda de mi casa. Mis musas se agotaban y
las reemplazaban nuevas. Cualquiera podía ser mi fuente de inspiración, y no
tenía vergüenza de observar por aquella ventana, o de salir a deambular en
busca de un nuevo soplo de estímulo.
Pero nunca fui consciente
de la fuerza que arraigaban las palabras, gustaba de escribir todas las noches,
creía que recrear un ambiente antaño y rústico me ayudaría a exprimir lo mejor
de mí misma. Relataba sobre hojas algo ya amarillentas, a la luz de una
lámpara, solía mojar la pluma en el tintero repetidas veces, mientras suspiraba
intentando evocar a mi imaginación. Así pasaba varias noches hasta acabar con
un cuento o una novela. Nunca había pedido la opinión de nadie, pero estaba
segura que mis obras eran confeccionadas a la perfección, haciendo uso de buena
gramática y valor estético. Solía leer y releer mis obras una y otra vez,
mientras me embargaba un sonrojo acalorado, ¡Yo había escrito eso!, y sentirme
tan orgullosa resultaba vergonzoso. Las cosas fluyeron bien por un tiempo, pero
el ave que había sido plasmada en mi poesía, ya no venía a cantar a mi ventana,
y el anciano que solía pasear por la vereda, no volvió nunca más por aquí. Una
sensación extraña muy parecida al horror me embargo. Hice caso omiso a aquella
sensación que tenía aires de señal, y predispuse mis dones en un nuevo relato,
que esta vez tendría sensaciones pueriles y un matiz algo infantil.
Era de mañana
cuando la musa que me frecuentaba se presentó ante mí. Era un canino de pelaje
blanquecino, acompañado de un niño pequeño, que rondaba los seis años, se lo
veía activo y alegre, correteando por el jardín de la casa vecina. Parecía que
ambos estaban inmiscuidos en un juego de persecución, por momentos el perro
perseguía al niño, y a veces los papeles se invertían. Era una escena
agradable, y fue fácil inspirarse con ella. Describí primero al niño y a su
mascota, al igual que su relación juguetona y cálida, de amistad y camaradería.
Pero no todo en la vida es color de rosas, la muerte es parte de la vida, y en
ese relato se presentó de manera triste y oscura. Los animales no viven mucho,
y allí se mostró, el personaje perruno enfermó inesperadamente, y luego de una
muerte imprevista, dejó al niño desolado y hecho un mar de lágrimas. La
solución fue fácil, sus padres le compraron un nuevo cachorro, como resultado
el infantil dejó de llorar porque había conseguido un nuevo amigo. Pero ¿El
nuevo cachorro era un remplazo del anterior?, lo era y al mismo tiempo no, el nuevo amigo nunca podría
remplazarlo pero servía para mitigar el dolor. Sonaba triste, y sí lo era, la
vida animal era frágil y breve, como la humana, solo que mucho más, pero servía
al niño para hacerse fuerte y enfrentar dolores futuros, porque la adultez del
hombre es asediada por plagas de infortunio y tristezas aun mayores.
Había quedado
conforme con el relato, enseñaba a valorar la vida, según yo creía, porque es frágil el hombre y su vida misma también lo
es. La muerte camina entre nosotros, y nos selecciona con su índice lúgubre en
un juego de azar.
Pasaron varios
días, y mientras miraba hacía el jardín vecino desde mi ventana, una sonrisa no
dejaba de asomarse por mis labios, estaba conforme, y mucho, el relato era
simple, pero al mismo tiempo cargado de ideales y tópicos entrañables, comunes
a todos. Mi sonrisa se borró cuando fui testigo de algo que me descolocó. El
niño estaba en el jardín, pero no estaba jugando, no, ni tampoco su amigo
canino lo acompañaba. El niño lloraba, su pena era grande, y sus lágrimas
pesadas. Una sensación que había sentido antes volvió sobre mí. Paseé mi mirada
por todo el jardín en una búsqueda desesperada. El perro no estaba por ningún
lado, y las lágrimas desconsoladas del niño solo podían significar una cosa.
Era mucha
coincidencia.
Esa sensación
parecida al horror volvió más fuerte que antes.
Me tomé las sienes
en un impulsó de frenar mi propio miedo. ¿Había matado al perro?, ¿O había sido
mi pluma?
Las
coincidencias existen, fue lo único que me calmó, pensé aquella frase una y
otra vez, incluso llegué a pronunciarla en voz alta. Las coincidencias existen.
Aquella noche dormí
envuelta en pesadillas. Soñaba con la pluma y el tintero, escribía y las
palabras que salían de la pluma se volvían de azul a rojas. La tinta añil era
remplazada por sangre, por muerte.
La noche me
había servido de catarsis. Mis ideas se habían aclarado y el miedo apaciguado.
Podía pensar con claridad e idear un plan que comprobara lo que temía.
Volví a sentarme
en aquel escritorio rústico, bañé la punta de metal en el tintero, que anoche
en mis sueños estaba llenó de sangre. Y comencé a escribir, sin importarme que
el sol se filtrara por la ventana, no podía esperar a la noche para
comprobarlo, necesitaba tener las pruebas ahora mismo, y no había mejor manera
que comprobarlo en carne propia. Yo sería la protagonista de mi nueva historia.
Sé que podía morir si mi pluma era asesina, lo sabía bien, pero no podía
quedarme de brazos cruzados, si resultaba que tenía la capacidad de matar mediante
mi escritura, incluso sabiéndolo no desistiría en mi menester, no podía, nunca
podría soltar la pluma, y lo sabía y por eso mismo opté que él último cuento
que escribiría, yo sería el objetivo. No mataría a nadie más.
Entonces este
pedazo de papel que has encontrado, podría ser mi último relato. Y si me
preguntas como pienso terminar con mi vida, pues te lo diré. Soy amante de
personajes de vidas trágicas, adoró que las palabras tengan imagen fría y
oscura, pero al mismo tiempo que causen sensaciones de calor y misterio.
Entonces si tuviera la posibilidad de elegir mi propia muerte, lo haría de la siguiente
manera:
Rebeca Aja
aquella noche no durmió. Sabía que era su fin, y esperó a la muerte sentada en
su cama, expectante, envuelta por cientos de diferentes emociones, era verdad
que tenía miedo, esa misma noche conocería a la muerte, era muy joven todavía,
y lo sabía, pero al mismo tiempo estaba emocionada, porque sería la única
persona que sería capaz de ver la muerte con sus propios ojos. Ella lo deseó, y
sabía que si lo deseaba y lo ponía por escrito se haría realidad. Deseó ver a
la muerte a la cara antes de morir. Deseó ser la única persona en la historia
de la humanidad que fuera capaz de conocerla, de adelantarse a ella, de
ordenarle. Y todo eso lo escribió, aquí esta su última escritura, y esta noche
esperara a la muerte sentada en su cama.
Rebeca Aja
Se le confío un gran poder o una gran maldición.
ResponderEliminarTal vez no funcione, tal vez alguien haya decidido que la escritora tiene que seguir escribiendo, según la inspiración de esa musa que ha visto.
Bien escrito.
Un abrazo
Gracias por leer y comentar.
EliminarMe alegra que le haya gustado el relato.
Un saludo.
Fantástico. Muy interesante!
ResponderEliminarGracias por leer y comentar.
EliminarUn saludo!