martes, 17 de enero de 2017

Miradas que matan


                Me encontraba sentada junto a la ventana. Hacía varios minutos que el avión había despejado, pero no podía dejar de sentirme intranquila, no es que le tuviera miedo a volar, ni mucho menos, mis nervios afloraban a causa de otra razón. Busqué el sobre en el interior de mi maletín nuevamente, lo tomé de forma poco agraciada y mis dedos temblaron ligeramente al intentar desdoblarlo. Me habían encargado un paciente muy importante y algo especial, que seguramente descubrir el padecimiento de este individuo despejaría mi reputación entre la comunidad médica de alto prestigio. Era joven todavía y el hecho de que me hayan encargado este caso me hacía sentirme insegura.    
                La carta era corta y concisa, me daba la dirección de la casa del paciente, y terminaba diciendo que varios doctores lo habían tratado pero que no habían podido detectar ninguna anomalía en el paciente, y era mi tarea confirmarlo. Mis profesores de la universidad de medicina albergan grandes esperanzas en mí, en una graduada en honores y mejor de su clase. Realmente no me gusta alardear de todo esto, es más, soy bastante insegura aunque nunca me he equivocado en un diagnostico hasta ahora, espero que este caso no me obligue a romper con mi perfecta racha de diagnósticos.  
                Una vez que bajé del avión, tomé un taxi hasta la dirección que señalaba la carta. Era una casa poco ostentosa, con un jardín de pocas flores, paredes altas, pintadas en un color crema, ventanas de madera y una puerta lisa, blanca, con un  picaporte algo despintado y bañado en un leve oxido joven. Llamé a la puerta y esperé unos segundos hasta que alguien del otro lado me atendió. Era una mujer entrada en los cuarenta, con alguna que otra cana blanca infiltrada en su melena negra, era alta, mucho más que yo.
                — ¿Debes ser Alba Balaguer?
— Sí — le respondí al escuchar mi nombre — Vengo por…
— Mi hermano — me interrumpió sin dejarme nombrar al paciente — Adelante — indicó abriéndome la puerta para que ingrese al interior del edificio — Espera en la sala. Lo iré a llamar.
Me senté en un pequeño sofá de tapizado blanco, no pude mirar mucho alrededor y hacerme una idea del ambiente donde residía el paciente, porque la mujer volvió al minuto, acompañando a un hombre, posiblemente unos años menor que ella, que lo escoltó hasta que tomó asiento frente a mí.           
— A pesar de que es mi propia casa, mi hermana insiste en ayudarme a moverme en ella — la voz del hombre era vocalizada en un tono bajo, su voz sonaba algo áspera y grave para mis oídos. No era desagradable para nada.
Le sonreí levemente, a pesar de que él no podía saberlo. Había sido más bien una acción involuntaria que no pude detener.
— Bueno, usted seguramente ya sabe quién soy, mi nombre es Alba, he venido a...
— Claro que lo sé — me interrumpió con una sonrisa agradable en el rostro — Graduada en honores de la universidad de medicina de Harvard, además de poseer una licenciatura en psicología, su coeficiente intelectual es de ciento cincuenta y ocho, dos puntos por debajo del de Einstein…— se quedó inmóvil unos segundos pensando — Creo que no me olvido de nada… ¡Ah sí!, además es intérprete de ocho idiomas.
Me quedé muda unos milisegundos, me había impresionado como sabía tanto de mí.
— ¿Cómo sabe todo eso? — le pregunté, intentando ocultar mi desconfianza.
— No se preocupe. No soy un acosador ni nada por el estilo, simplemente quería saber quién era el que se haría cargo de mi... ¿Discapacidad?, realmente no sabría cómo llamarlo.    
— Bueno para eso mismo estoy aquí, así que empecemos de inmediato — tomé una ficha de notas de mi maletín y me removí en mi mismo lugar, intentando ponerme cómoda — Empecemos por lo más básicos: nombre.
—  Andrea Cicero Romano.
— Muy bien, Andrea— luego de anotar su nombre completo, seguí con la siguiente categoría — Lugar y fecha de nacimiento.
— Veintidós de julio de mil novecientos ochenta y cuatro, en Siena, aunque resido en Madrid desde los últimos diez años.  
— Bien, ahora cuénteme sobre lo que le ha sucedido, por favor no omita ningún dato, el detalle más pequeño puede ser altamente relevante.  
Andrea asintió, como en un signo de comprensión y se dispuso a contarme su historia.   
— Cuando tenía veintidós años, luego de recibirme en la universidad de ingeniería, decidí mudarme a Madrid, siempre había sido un sueño desde niño: Vivir en España. Aquí conocí a alguien muy especial. Su nombre era Elena. Era una chica algo misteriosa, pero sumamente agradable. No fue muy difícil acercarme a ella, y rápidamente nos convertimos en amigos. Ella pasó a ser una persona muy importante para mí, pero nada más que eso, una amiga, una hermana con quien pasar el rato. No me di cuenta del momento que ella comenzó a enamorarse de mí, desearía haberlo hecho, así me hubiera ahorrado de todo el dolor que le ocasioné, y de las consecuencias que vinieron a causa de ese dolor. Ella me confesó su amor. Intenté rechazarla de la manera menos dolorosa, pero no fue suficiente, ese día descubrí que Elena era una persona rencorosa. Ella dijo “Como no eras capaz de ver lo que estaba frente a ti, cuando quieras hacerlo ya será tarde, porque morirás”. Desde entonces llevó esta venda en los ojos, evitando la muerte. Si bien soy capaz de ver, debo obligarme a ser como un ciego. Los colores, la luz, incluso la oscuridad, debo ocultarlos de mis ojos.
Quise decir algo, pero las palabras no salían de mi boca, estaba lo suficiente impactada como para pronunciar cualquier cosa inteligible. ¿Acaso era una broma?, se supone que vendría a ver a alguien enfermo de ceguera, no alguien con un claro síntoma de hipocondría, y en el peor de los casos que podría estar desarrollando esquizofrenia. Tal vez podría recetarle algún medicamento para contrarrestar esta percepción errada de la realidad que estaba experimentando, pero lo que más me extrañó fue que Andrea no aparentaba ser un paciente que sufriera psicosis, todo lo contrario, su forma de hablar, su lucidez, eran signos de una persona mentalmente sana, pero también debía recordarme que ninguna persona normal llevaría una venda veinticuatro horas al día en los ojos a causa de una maldición. Realmente me encontraba muy confundida, a pesar de que el diagnostico era simplemente lógico, por más que intentara ignorar aquella sensación, esa corazonada, estaba ahí y no se apartaba de mí, obstruyéndome para tomar una decisión final.
— Entonces, su ceguera es a causa de una maldición — no estaba muy segura si aquellas palabras sonaron como una afirmación o una pregunta.  
— Yo no creía en las brujas, hasta que mi examiga me maldijo — lo dijo de manera cómica, parecía tomarse el tema de su maldición de muerte de muy buena manera.   
— Y ¿Nunca se sacó la venda de los ojos?
— Claro que no, si no ya estaría muerto.
— Primero haremos un par de análisis, para comprobar que no haya ninguna anomalía física.
Andrea pareció complemente dispuesto a colaborar y someterse a cualquier estudio que fuera necesario.
Pasaron varios días, entre estudios de sangre, tomografía computada, incluso se sometió a algunas pruebas para comprobar su esquema cognitivo y mental. Los resultados fueron sorprendentes, no existía ninguna clase de anormalidad. Es más descubrí que era un hombre muy inteligente, era capaz de resolver cuentas matemáticas con solo la mente, y fue competente a la hora de solucionar juegos lógicos en tiempo récor. Su cerebro estaba completamente sano. ¿Entonces que estaba mal en él? Le insistí en varias oportunidades que retire la venda, pero él se opuso amablemente, siquiera era una persona violenta, incluso resultaba que tenía una personalidad muy alegre y simpática, acostumbraba a recurrir a chistes o reírse de sus propias desgracias con aquella suave carcajada, que parecía lanzar desde lo más profundo de su ser, como si realmente disfrutara reír.   
Pasaron las semanas y el caso de Andrea cada vez se metía más en mi cabeza. Incluso estaba comenzando a desvelarme en solo pensar en su ello. No sólo la idea de no saber qué hacer era lo que ocupaba mi mente, Andrea también lo hacía, ese hombre se había ganado un lugar en mi corazón, no había podido evitar encariñarme con él, tal vez era su carácter cálido, su voz algo seductora o su carcajada cargada de vida, no lo sabía, pero no podía dejar de pensar en él. Y me avergonzaba reconocerlo, pero la delgada línea de profesionalidad que nos separaba de la amistad estaba comenzando a desaparecer, se erosionaba como la piedra expuesta al agua o al viento, lo hacía lentamente, pero podía sentir como desaparecía.  
Estaba sentada sobre mi cama intentando pensar en otra cosa, pero no podía. Una vibración acompañada de una melodía que conocía  a la perfección resonó en el silencio, cortando el hilo de mis perennes pensamientos que parecían no tener fin. Era una llamada de voz. Si bien Andrea no podía escribir mensajes de texto, eso no se significaba que debía estar incomunicado.  
— Buenas tardes, doctora ¿Qué harás en la noche?
— Estaba pensando en revisar tus estudios una vez más, tal vez puede que se me haya pasado algo por alto.
— Ya los revisaste muchas veces, déjalos para otro momento. Tengo antojo de Tostones de queso y tomate. Conozco un restorán que hace entregas a domicilio, y que realmente es para chuparse los dedos.
Me mantuve en silencio unos segundos, como si estuviera pensando si aceptar su oferta, cuando la decisión la había tomado desde el momento que escuché su voz.
— No sé, tengo mucho que hacer, también tengo que llamar a mi universidad por unos asuntos de suma urgencia.
— Déjalo para mañana.
— ¿Nunca escuchaste el dicho de “Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”?
— Sí, por eso mismo, no me rechaces, porque puede que mañana ya no tenga antojo de tostones de queso y tomate — reí levemente a causa de su chiste.
— Bueno, bueno, por esta vez ganas.
No pude ocultar la sonrisa de mi rostro, desde un principio mi respuesta era un “Sí”, pero tuve la absurda necesidad de obligarlo a insistirme un poco.
No tardé mucho en prepararme. Me bañé y vestí, a pesar de saber que no me vería quería verme atractiva. Un sentimiento doloroso cruzó por mi mente cuando estaba peinándome frente al espejo. Si alisaba mi cabello, él no lo sabría, si usaba maquillaje sutil pero seductor, él no lo vería. Pero en cambio elegí el perfume más sabroso que tenía, eso podría percibirlo.   
Toqué a su puerta y Andrea me recibió con un cálido abrazo. Hoy su hermana no nos haría compañía, si bien, ella tenía su propia familia y vivía en otra casa, todos los días pasaba a visitar a su hermano para asegurarse que todo anduviera en su respectivo lugar. Era una hermana bastante sobre protectora, sin importar que su hermano tuviera treinta y dos años.
Andrea y yo caminamos hasta el comedor, tomados de la mano, no estaba segura si era un gesto de asistencia por que él no podía ver, o si ese contacto significaba algo más, porque si fuera un toque casual, mi corazón no se agitaría de manera tal alocada, como lo hacía en ese momento.
El repartidor del restorán no tardó en llegar, Andrea le pagó y yo en cambio tomé la bandeja envuelta en aluminio. Serví los tostones y nos sentamos uno en frente del otro, a degustar la comida, el queso aun caliente era delicioso, y el tomate jugoso y dulce, una delicia para el paladar. Mis ojos no se apartaban de Andrea un segundo, lo admiré, aun que parte de su rostro estaba oculto detrás de una venda blanca, podía decir que tenía facciones atractivas y rasgos masculinos marcados suavemente, una nariz recta oculta debajo de la tela blanquecina, y labios delgados y de poco color, hacedores de sonrisas brillantes y carcajadas tentadoras.  
— ¿Sabes?, a pesar de que no puedo ver generalmente siento la mirada de la gente sobre mí. Es una sensación extraña.
Me sonrojé de inmediato. Agradecí que Andrea no pudiera verme, si no moriría de la vergüenza.
— No te preocupes, yo me siento de la misma manera.
Me quedé estática, sus palabras fueron como un interruptor que detuvieron mi corazón. Quería preguntarle a que se refería con aquellas ambiguas palabras, pero sería hipócrita de mi parte hacerle aquella pregunta, yo era lo bastante perspicaz como para interpretar el ambiente a mí alrededor.                 
— Me he enamorado de ti, y sabiendo que siendo capaz de verte con mis ojos, el deseo de conocerte de aquella manera es casi insoportable, el deseo de deshacerme de la venda que obstruye un paso más para conocerte mejor es el peor de los castigos. Es cierto que si veo moriré, pero el no verte me está matando.      
Andrea llevó sus manos a su venda y las mantuvo allí unos segundos. Sus dedos se movieron una milésima de centímetro y los detuve allí asustada, con miedo a verlo morir, con miedo a perderlo.    
— No lo hagas.
— No me importa morir, si al hacerlo lo último que veré será tu rostro.
No pude objetar nada contra aquellas palabras, entonces fui testigo como, Andrea, lentamente llevó las manos a su nuca para desanudar la venda. Retiró el velo blanco que resguardaba sus ojos del resto, pausadamente, temiendo a la muerte, pero impulsado por un  sentimiento mayor.
Sus pestañas eran oscuras y largas. Mantuvo los parpados cerrados, unos segundos que parecieron una eternidad, cuando se decidió a abrirlos mostró un color café, brillantes, era como si dos hermosos topacios imperiales me mirasen con amor.  
Andrea se acercó hacía mí, recostándose levemente sobre la mesa, sus dedos viajaron hasta el fondo de mi cabeza, entrelazándose con mi cabello.  
— Hermosa.  
Dijo una sola palabra, la única que pudo decir al verme. Me miró durante minutos, me observó como si fuera una obra de arte. Al principio entrecerraba sus ojos, los cuales estabas desacostumbrado a la claridad, pero lentamente los fue abriendo, sus pupilas se dilataron captando la luz que le rodeaba, y yo me veía reflejada en ellos, era como un espejo, podía ver lo que Andrea veía.  
Andrea acortó la distancia que nos separaba, la consumió como las llamas lo hacen al oxigeno, y a las flores. Sus labios se depositaron sobre los míos, de manera delicada, como si su destino fuera un  puerto de porcelana, y me besó como si mis labios supieran a frutillas, y a azúcar. Nuestras bocas eran mensajeras, llevaban buenas nuevas de amor y cariño.
El resto de la noche fue escenario para nuestro amor profesado, si bien nunca abandoné el temor de su muerte, él siguió viviendo, siguió besándome y dándome su amor. Tal vez la maldición nunca existió.   
Dormí a su lado, viéndolo dormir, hasta que el propio sueño me venció.       
La calidez de la mañana fue lo que me despertó. Me senté en la cama, algo confundida hasta que logré reconocer la habitación y recordar lo que había sucedido la noche anterior. Me giré en dirección a Andrea, quien seguía recostado en la misma posición de ayer.
— Andrea — lo llamé, pero no respondió. Un familiar sentimiento de temor se alojó en mi pecho — Andrea — volví a insistir, pero esta vez lo sacudí del brazo levemente. No hubo respuesta.    
No podía ser cierto, las maldiciones, brujas, fantasmas, extraterrestres y todas aquellas cosas extrañas no existen, no eran más que un producto de la imaginación humana. Los mitos siempre seguirán siendo mitos. Y las cosas inexplicables nunca se podrán explicar, porque simplemente no existen. Me obligaba a tener esos pensamientos, a no desistir, a no pensar de manera pesimista, a no dejarme llevar por la superstición, a no pensar lo peor. Seguramente Andrea tenía el sueño pesado.   

Me recliné para comprobar su respiración y su pulso, y fue cuando el peor de mis miedos se hizo realidad. Andrea estaba muerto.