Érase un príncipe, un príncipe de alma ermitaña, que, por su
condición real, debía ir contra su propia naturaleza solitaria.
Ah, triste mancebo que sueña con soledad y libros, mas es la
unión social y fastuosa tu heredado lugar.
Renegando de su origen y de su deber planeó ir contra lo que
el sino y los astros habían destinado para él. La soledad era aquel nuevo sueño
que él mismo fraguaría.
—El hombre no puede ir en contra de sí mismo —lo reprendió
la bruja sabia, aquella pitonisa capaz de hablar la lengua de los dioses—; y,
mucho menos, tentar la suerte divina. Los dioses te pusieron en este camino.
—El príncipe es el hombre más poderoso de la tierra. Nadie
puede ir en contra de mis decretos.
—Eres el más alto entre los hombres, pero el más pequeño ante
los dioses. No tientes la paciencia de aquellos que moran en los astros.
—La soledad me espera, y yo la espero a ella. Mi nueva
guarida, mi escape a esta vida de lujos y caretas.
La bruja sabia, al ver que el príncipe no tenía intenciones
de ceder, intentó advertirle desde la sabiduría que los dioses le cantaban:
—No olvides: la convivencia nos invita a aislarnos, pero
permanecer mucho tiempo en soledad terminará por transformarnos.
—¿En qué me transformará la deseada soledad?
—No querrás averiguarlo.
El príncipe, desoyendo los consejos de la pitonisa, designó
a uno de los ministros más apto para tomar su lugar en su dilatada ausencia.
Mandó a construir una torre, una torre de marfil. Era un monolito enorme,
blanco y marmoleo. Reflejaba una estrella cegadora en su semblante y una sola
ventana en la cima era el único filtro de luz exterior. Mandó a llenarla de
libros y a crear, en el piso subterráneo, una despensa para que pudiera
sobrevivir tres años sin salir.
—Cuando ya no quede ni una gota de vino, ni una migaja de
pan, será cuando volveré.
Antes de irse a sus "vacaciones", los ministros
organizaron una fiesta en el Palacio Real.
—Si ausencia será larga, no puede marcharse sin despedirse
de sus súbditos más distinguidos.
El príncipe en la fiesta saludó, como indicaba la cortesía
propia de la realeza, a los vasallos que una vez le juraron lealtad.
"Lealtad a la Corona, no a él" solía recriminarles a aquellos que lo
exportaban para cumplir con su papel magnánimo.
La fiesta fue una vorágine de maquillaje, pelucas y ropas onerosas.
El príncipe se sintió mareado durante toda la fiesta, saludando mecánicamente,
deseando escapar de aquel bodrio teatral.
El príncipe se aisló en la torre de marfil. Los primeros
días sintió el cuerpo intoxicado por la adrenalina y la serotonina. Nunca se
había sentido tan tranquilo y a gusto. Su paz estaba consigo mismo, lo
descubrió las primeras semanas que pasó entre libros y copas de vino.
Cuando más tiempo pasaba solo, menos quería abandonar
aquella torre. Le aterraba que el alimento en la despensa se terminara. No
quería volver a sus deberes todavía.
Comenzó a racionar su alimento, lo que, con los días, se
reflejó en la masa de su cuerpo, la cual comenzó a disminuir notoriamente.
Pero, por más que bajara las raciones, y tuviera ayunos prolongados, llegó el
día que en la despensa quedó un solo pan.
El príncipe estaría faltando a su palabra si, luego de
comerse aquel pan, no abandonaba la torre de marfil.
Unos rasguños afilados se escucharon sobre la pared vecina.
El príncipe, prudentemente, se acercó a inspeccionar el origen de aquellas
pisadas. Era un roedor sucio, enorme y de tegumento parduzco. El príncipe,
llevado por el punzante dolor de su estómago vacío, terminó por echarse sobre
la rata. Minutos después, estaba cocinándola en el horno del piso superior.
Había comido una rata, pero todavía seguía conservando un
pan en la despensa. Podía extender su estancia en la torre un poco más.
Los días pasaron, y el hambre y la oscuridad comenzó a
apoderarse de él. Las ratas, el musgo, la humedad y los insectos comenzaron a
formar parte de su dieta. Ya no le quedaban ropas limpias, las últimas tenían
remedos sobre remedos, y al final, los remedos se convirtieron en girones.
Su cuerpo se encorvó y le creció una grotesca joroba por
acechar roedores; su piel se volvió rugosa y verdosa; sus ojos se acostumbraron
a vivir en las sombras; y sus dientes se gastaron horrorosamente.
En el reino, habían pasado ya los tres años. Los ministros
deliberaban en una reunión:
—A esta altura, la despensa agotada debería estar.
—¿Habrá enfermado nuestro príncipe?
—De ser así, no podemos permanecer quietos. Deberemos romper
el decreto de su majestad e irrumpir en su encierro.
Todos estuvieron de acuerdo. La seguridad del príncipe era
primero.
Cuando irrumpieron en la torre, se hallaron en una
habitación de apariencia abandonada. Las cortinas en el suelo, las pinturas
lujosas derruidas y el suelo deformado por la humedad. En una esquina,
escucharon un siseo. Uno de los guardias alumbró en aquella dirección con su
antorcha.
Una criatura encorvada sobre sí misma gemía de manera
inentendible, sus ojos eran primitivos y su cabeza, desprovista de cabello, se
abanicaba en direcciones arbitrarias.
—¿Su majestad? ¿Es usted?
La criatura saltó sobre el guardia, debieron reprender al grotesco
monstruo con un golpe, enviándolo de vuelta a su lugar.
—No parece entender nuestras palabras. Esa criatura no es
nuestro príncipe.
El ministro, que ejercía la Corona de manera interina,
ordenó que volvieran a cerrar la puerta y la trabaran para siempre.
—Ese no es nuestro príncipe.
A la bruja sabia no le sorprendió la nueva imagen de su
príncipe, los dioses le habían vaticinado aquel final si no seguía el camino
designado.
—La convivencia de apariencias nos invita a aislarlos; mas
permanecer en continua soledad terminará por transformarnos. Y el cambio no
siempre será benigno.
...
Este relato participa del CONCURSO DE RELATOS 36ª Ed. EL PENTAMERÓN de Giambattista Basile