lunes, 27 de marzo de 2017

Acto en Cuatro Personas



Personajes:
Rivaldo
Señorita Elena (esposa de Rivaldo)
Señor Rojas (amante de Elena)
Hermano de Rivaldo

(La escena transcurre en una sala escasa de luz, donde solo es iluminada por una pequeña ventana y una lámpara de gas. En medio hay un escritorio de madera antaña, sobre el mismo se halla un arcabuz recortado, cargado con pólvora y una bala de plomo)  

Rivaldo. — No importa cuántas disculpas escuche, no valen nada. Son falacias farfulladas con miedo, con desmesura, con calumnia.
Elena. — Lo siento, Rivaldo. ¡En serio lo siento!, perdóname por serte infiel. Busca en tu corazón, aunque sea el más pequeño atisbo, yo sé que hallarás clemencia por mí. Después de todo soy tu amada esposa. Aquella mujer a la que le confesaste el más ferviente y grande de los amores. (Le da una temerosa mirada al arcabuz que todavía yace en el escritorio)  
Rivaldo. — Por eso mismo, el engaño es más doloroso. Y lo vuelvo a repetir, no pidas perdón cuando en verdad no te arrepientes de haberme engañado.  
Rojas. — Rivaldo, no culpe a la señorita. ¡Ella no tiene nada que ver!, toda la culpa recae en una sola persona, y esa persona soy yo.       
Rivaldo. — ¿Eso quiere decir que Elena fue obligada a engañarme?, ¡Víctima de un ataque!, ¡No te burles de mí!, ella parece tenerme más miedo a mí, que a usted.   
Rojas, — Sí, yo la ataqué. Soy el único culpable, el único merecedor de su venganza y de la muerte.    
Elena. — No mientas, Señor Rojas. No te confieras toda la culpa, que para engañar se requieren dos personas. Es cierto que engañé a mi marido, pero mi corazón me engaña a mí a cada momento, al no corresponder a mi esposo, sino a otro hombre. Así que no mientas, porque ya hemos sido descubiertos, y prefiero decir la verdad, y si debo morir por confesar un amor verdadero, moriré con el corazón encendido de placer.     
Rivaldo. — Señor Rojas, usted no es más que un ladrón. No solo me ha robado el cuerpo de mi esposa, sino que también se ha llevado con usted su corazón. Ya no tengo nada en ella que me pertenezca. Sin embargo el orgullo es pesado en el cuerpo de un hombre, y hace que sea difícil dejar ir lo que le corresponde. Porque no puedo perdonar, por eso mismo morirá aquí mismo todo sentimiento que una vez tuve por esta mujer, pero no morirán solos, se irán junto con la sangre, la vida y el corazón de Elena. (Se apresura a tomar el arcabuz y dispara)
Elena. — ¡Tenga piedad! (se da cuenta que la bala se incrusta en la pared dejándola salva)
Rivaldo. — Esta arma no fallará una segunda vez (comienza a cargar el arcabuz nuevamente)
(Se escucha el sonido de una puerta abriéndose, el hermano de Rivaldo entra en escena)
Hermano. — ¿Qué ha sido ese disparo?
Rivaldo. — Ha sido el inicio de mi venganza. Cortaré con fuego un corazón mentiroso, y derramaré de él la sangre que palpita por otro.
Elena. — ¡Detenlo!, por favor sálvanos.
Rojas. — Por favor, no nos dejes morir.
Elena. — Ruega por nuestro perdón. Él te escuchara, siempre lo hace.
Hermano. — ¡Basta, Rivaldo!, es suficiente.
Rivaldo. — ¿Cómo puedes pretender que me detenga?
Hermano. — Baja el arma.
Rivaldo. — No lo hare. Siendo hombre deberías entender lo que se siente que hieran tu orgullo. Después de esto ¿Cómo seguiré viviendo?, y solo hay una forma de recuperar mi vida, y es deshaciéndome de aquellos que la han arruinado. ¡No existe otra forma!, Hermano mío, harías lo mismo en mi lugar. 
Hermano. — Es cierto, sí lo haría.  
Elena. — No, no te dejes convencer. Detén nuestra muerte, si no lo haces la culpa te perseguirá por siempre, cada día, cada noche, pensando que con una palabra, un acción, un simple movimiento,  pudiste detener aquella bala. Por ahora estas a tiempo, salvarte de la culpa. ¡No me dejes morir!  
Hermano. — Ya lo he hecho. Ya has muerto. Elena y Rojas están muertos. ¡Entiende, Rivaldo!, han muerto, por aquel mismo arcabuz, por aquellas mismas manos, manchadas de sangre. Un esposo homicida, que por venganza mató a su esposa y amante.
Rivaldo. — No entiendo que dices. ¡Ella está aquí!
Hermano. — No, no lo está.  
Rivaldo. — Sí, yo la veo. Como siempre ha sido, hermosa, de piel aterciopelada, cabellos ondulados y aromatizados a flores. Ojos como el jade, brillantes y misteriosos. Con una sonrisa cálida y una mirada peligrosa. Manos suaves y pies delgados. La veo aquí, como siempre ha sido.
Hermano. — La ves en tu cabeza. Un corazón lastimado nunca dejará de amar, sino que cada vez que quiera sentir, el amor vendrá acompañado de dolor. Para algunas personas el olvido nunca existe, y en aquel vicio de recuerdos que no se dejan ir, surge la locura. Nunca pudiste perdonarla, por eso la mataste, pero luego un sentimiento mucho más doloroso te acató, ya no sentías la herida que su engaño te había dejado, sólo estaba el dolor de su ausencia. Entonces fue cuando no te pudiste perdonar por matarla, por arrebatártela a ti mismo. Enloqueciste. Y en medio de esa locura encontraste la forma de revivirla, ella vive en ti mismo, pero ella no vino sola, su amante la acompañó. Elena y Rojas conviven contigo mismo. Tres personas en un solo cuerpo.
Rivaldo. — (apuntó el arcabuz hacía el pecho de su hermano, con el rostro en lágrimas) ¡Mientes!, ella no puede estar muerta. Mi Elena… mi Elena. 
Hermano. — Cálmate. Baja el arma.
(El hermano de Rivaldo intenta sacarle el arma de las manos, pero Rivaldo le dispara antes de que pueda arrebatarle el arcabuz)    
Rivaldo. — ¿Qué he hecho?
Hermano. — Rivaldo, hermano querido. Mi mayor miedo fue verte sumergirte en aquella locura, y la peor de las heridas fue no poder rescatarte de ahogarte en ella. No es mi culpa, pero la siento propia. Y muero aquí, intentándote llevarte de nuevo a la superficie, salvarte de ahogarte en tus penas y locura. Pero nos hundimos juntos. Me has llevado contigo al fondo. (Muere)    
Rivaldo. — (Llora abrazando el cuerpo de su hermano) Mis manos, manchadas de la sangre fraterna. No soy más que un monstruo, que arrebata y mata a quien quiere. No sirvo ni vivo. ¿Estaré maldito?
(Rivaldo camina hasta el escritorio y se sienta en la silla. Se queda unos minutos en silencio, inmóvil)
Rivaldo. — Hermano, tengo algo que contarte.
Hermano. — ¿Hay algo que te preocupe, Rivaldo?
Rivaldo. — Creo que Elena me es infiel.

Telón.
                   


         

jueves, 16 de marzo de 2017

La bestia


  — ¿Qué es lo que te hace más humano?
La Bestia se mantuvo callado. Con los dedos cerrados en pos de los barrotes de metal. Mirando con aquellos ojos llenos de la luz de la razón, pero que por momentos parecía perderla. Y eso era lo que todos se preguntaban de él, ¿Qué era tan distinto, qué pasaba por su cabeza?, ¿Siquiera pensaba en algo?
Pierasola sabía bien que la Bestia no le respondería, no importaba cuanto insistirá, mantendría su boca sellada. Así que decidió responderse a sí mismo. Porque sabía que aunque se mantenía en silencio, escuchaba todas sus palabras.
— ¿Qué es lo que te hace más humano y menos bestia?, la respuesta se halla en el verbo, en el hacer, más cercano al abstenerse de los deseos y los instintos. Dependiendo de la satisfacción de aquellos instintos, en la privación y en detenerme a mí mismo, eso me hace humano. Pero ¿Qué te hace a ti humano?, mejor dicho ¿Se te puede llamar siquiera como uno?
Su interlocutor movió levemente los dedos, aferrándose aún más a los barrotes que lo encerraban.
— ¿Por eso te llaman la Bestia?, ¿No? — lo miró durante unos segundos, esperando una mínima reacción o gesto, pero ni eso obtuvo — No eres capaz de ignorar aquellos instintos animales. Actúas como un perro, como un animal, salvaje y desentendido. Ignorando a todos y haciendo lo que quieres. Pero no es lo único que puedo decir, eres tan misterioso, nadie sabe qué piensas o siquiera si piensas. ¿Porque actúas así?, nadie sabe como leerte. Yo sé muy bien que entiendes cada palabra de lo que digo. Tus ojos, son engañosos, son más vivos de los que aparentan, analíticos y conservadores. Estoy seguro, nos engañas a todos, eres un animal porque quieres serlo. Conoces el consenso que rige la sociedad, las leyes y la moral, pero no les temes. Decides no ignorar aquellos instintos, no luchas, y a conciencia y con un deseo cínico te dejas absorber por todas aquellas emociones genéticas y arcaicas. ¿Lo haces a conciencia? O ¿Realmente eres una bestia?, esas preguntas convergen en mi cabeza en una lucha constante.
Pierasola se sentía en medio de un remolino que lo movía con fuerza y lo jalaba con un frenesí vicioso. No podía callarse, las palabras salían de su boca como si las estuviera escupiendo.  
— Si te sientes atraído por una mujer, la atacas. Si te reprenden, lo golpeas. Si alguien te disgusta al límite de desear su inexistencia, simplemente lo asesinas. Las personas podemos tener fantasías o deseos oscuros. Pero no son más que ello y no pasarán de allí. Simples fantasías — miró a la bestia, la cual seguía igual de inexpresiva, pero Pierasola tenía la corazonada de que aquel hombre no estaba enfermo mentalmente como todos creían, todas aquellas atrocidades las llevaba a cabo por el simple gusto de hacerlo, tal vez le gustaba sentir la adrenalina del momento o trascender las leyes humanas normales, no lo sabía, pero aquel hombre era capaz de resolver problemas lógicos a tiempo récord, conocía el orden y la organización social como cualquier ser humano correcto, y podía reconocer la realidad tal cual era, ningún desorden mental o ataques obsesivos compulsivos le aquejaban. Era completamente sano, y su mente estaba en sus cabales, pasaba todos los exámenes físicos y psiquiátricos a la perfección. Su solo defecto se acentuaba en su excesiva falta de sociabilización. Pero Pierasola tenía otra teoría, a aquel hombre apodado La Bestia, no era un deficiente social, ni mucho menos, simplemente ignoraba a todos, era una mera actuación, ya que tenía un papel que interpretar.
Pierasola sostuvo la bandeja de almuerzo con fuerza con una mano mientras con la otra abría la puerta de la celda. Se percató de inmediato que el presidiario observaba la llave con una atención poco común. Le entregó la bandeja con la sopa y luego se sentó a esperar que terminara su comida.
Quince minutos después estaba recibiendo la bandeja de vuelta, con el plato de sopa, ahora vacío. Cerró la celda y nuevamente sintió aquellos ojos clavados en la llave. Pierasola antes de volver por el pasillo intentó una vez más hablar con La Bestia, pero esta vez sin esperanza alguna se recibir respuesta.
—Los humanos estamos en constante cambio interno, nuestros deseos y anhelos son reemplazados dependiendo de las emociones, los tiempos y las circunstancias —entonces la mayor se las dudas lo atacó, quería saber que instintos lo llamaban ahora mismo, en que pensaba, que ideas se arraigaban constantemente en su mente tan misteriosa e inalcanzable — ¿Qué hay en tu cabeza ahora mismo?, ¿Cuál es tu deseo más grande?
Entonces sucedió algo que no esperaba, era algo que había esperado tanto e insistido en obtenerlo, que incluso sus esperanzas habían desistido, por eso mismo lo tomó por sorpresa.
—Libertad —fue lo único que dijo, y aquella palabra fue suficiente para sacarlo de su estado tranquilo y llevarlo a uno de estupor. Sabía que podía hablar, lo había hecho antes durante los estudios a los que fue sometido, pero nunca se había dignado a dirigirle la palabra ni una sola vez en todo este tiempo que había sido su guardia de celda.
—Libertad —repitió Pierasola algo emocionado — Es un estado que los humanos buscamos constantemente, siempre queremos ser más libres, más independientes. Ese es un instinto que nunca pudimos deshacernos. Queremos ser quienes pongamos nuestras propias reglas, caminando sobre un libre albedrío absoluto. Pero eso nos lleva de vuelta a ser humanos, a abstenernos a nosotros mismos, porque donde comienzan los derechos de otros es donde nuestra libertad se acaba.
Pierasola ya no tenía nada más que decir y la verdad era una lástima, porque no creía que obtendría otra oportunidad como esta donde recibiría una respuesta de La Bestia. Pero tenía que marcharse, no era solo su guardia, y tenía trabajo que hacer.
La Bestia miró a Pierasola perderse por el pasillo y cuando ya no pudo ver su silueta, buscó del interior de su manga la cuchara de plástico que había escondido en un descuido de su guardia. Primero la observó de cerca, comprobando su dureza y resistencia. Siempre le traían las comidas con cubiertos de plástico, era una manera de prevenir que pudieran convertirse en armas en sus manos. Primero palpó la cabeza cóncava y supo que era muy débil y se rompería con facilidad pero para su suerte el mango era más grueso y parecía más resistente. Entonces evocó la imagen de la llave a su mente. Y comenzó a tallar el extremo de la cuchara contra la pata de la cama, que tenía una arista bastante pronunciada.
La tarea le llevó muchos meses. Debía cincelar la cuchara muy lentamente, si lo hacía muy rápido o con mucha fuerza, el sonido producido, podría llamar la atención de Pierasola.
Cada vez que venían a traerle su almuerzo le echaba otra mirada a la llave e iba guardando la forma y cantidad de dientes en su cabeza, para posteriormente ir tallando el recuerdo en la cuchara de plástico.
Cada vez que era la hora de comer, sabía que vendría otra tanda de argumentos que pretendían ser elocuentes y con aroma a filosofía, que si bien le era algo fastidioso por lo pretencioso y fanfarrón que resultaban sus argumentos, a veces en cuando Pierasola decía algunas verdades. Como su deseo de libertad, y su decisión de no reprimir aquellos impulsos, sabía bien lo que hacía y disfrutaba sentirse malvado, era un deleite y placer que las acciones samaritanas no le podían regalar. Tal vez estaba loco por pensar así, por ser el villano concienzudamente y disfrutar de sus malas acciones. Y es cierto que permanecía en silencio a propósito, lo hacía para confundir a sus doctores, ¿Realmente creían en la existencia de la maldad?, porque siempre querían justificar alguna acción descarada o fuera de lo común con alguna enfermedad mental. ¿Él era diferente por no sentirse de aquella forma?, o ¿Todos eran iguales y pretendían estar locos para suavizar sus condenas? Y algo le decía que Pierasola lo entendía a pesar de ser un simple guardia, ya que no creía en el diagnóstico de los psiquiatras, él lo veía como alguien que fingía, y no se equivoca, deseaba salir de aquella prisión para continuar con su insaciable vicio de ir contra la corriente.
Una noche, cuando todo estaba en silencio, subió la manga de su suéter. Había estado escondiendo la llave allí. No en la manga, porque cada vez que le lavaran la ropa la encontrarían, sino que había afilado la parte honda de la cuchara hasta convertirla en una pequeña cuchilla, y con ella había cortado la piel de su codo interior quince centímetros de manera ascendente. Había sido muy cuidadoso de no herirse las venas, ni que el corte fuera muy profundo. Y en aquella pequeña hendidura de piel, había escondido la cuchara. No lo había hecho en un pie, porque sería difícil de ocultar una cojera y a la hora de escapar prefería tener los dos pies sanos en vez de las manos.
Entonces uso las uñas para abrirse la herida, la cual tenía una cicatrización reciente, y tomando la cuchara de su interior, mientras se mordía los labios pretendiendo ahogar el quejido de dolor.
Esperó varios segundos para recomponerse y luego infiltró la llave de plástico en la herradura. Antes de girarla hizo una oración silenciosa, deseando que funcionara, ya que los intentos anteriores habían fracasado y le habían llevado a alargar su tarea de frotar la cuchara contra la pata de su cama. Era una tarea tediosa y desesperante.
Al final se decidió, no podía darse el lujo de perder ni un momento más, tenía los segundos contados. Giró la llave y la cerradura hizo un clic. Sonrió satisfecho consigo mismo y se preguntó, ¿Acaso era acertado que lo llamarán La Bestia?, un animal nunca sería capaz de escapar de su jaula.



miércoles, 1 de marzo de 2017

Venganza inacabada


                La mujer, temblaba como designio de la ira que fermentaba en su interior, mientras paseaba un arma de fuego de una mano a otra, sentada sobre una silla ya vieja, que rechinaba al ejercer peso sobre ella. La pelinegra se inclinaba hacia adelante, como si su pecho llevara un peso de plomo que la obligaba a encorvarse. Su hermano, al otro lado de la habitación oscura, la miraba en silencio, interpretando de la mirada rabiosa de la mujer, que estaba preparándose para cometer una locura.    
                — Todos pagaran — decía con los ojos secos, era incapaz de llorar, ya que sentía una emoción mayor a la tristeza, era la ira, la rabia contenida, podía sentirlo en cada confín de su cuerpo, era como fuego quemante como una estela encendida — Esas malas personas no merecen vivir…  
                — ¿Sabes lo que diferencia a las buenas personas de las malas?     
                La pregunta del hombre había colisionado con la realidad de la mujer de manera violenta, la había despegado de su figuración vengativa, plantando en ella el desconcierto y algo de confusión. Su hermano no esperó respuesta alguna, en cambio continuó hablando.
                — Que las buenas cuando obtienen la oportunidad de vengarse, no lo hacen.
                La mujer parpadeó intermitentemente, escuchando las palabras de su hermano, si bien no podía ver su rostro a causa de la oscuridad, podía imaginarse la expresión que tenía en ese momento su rostro.    
                — Una buena persona es justiciera también — luego de recomponerse, la mujer optó por refutarle, frunciendo el ceño algo ofendida.     
                — No confundas venganza con justicia. ¿Quién te ha dado la autoridad para impartir castigos y adulaciones a tu parecer?, ¿Qué te hace mejor que ellos?
                — ¡Yo no he cometido sus mismos pecados! — contraatacó levantándose de su silla de manera enérgica.
                — No, por ahora — su hermano caminó alrededor del escritorio, acercándose a la ventana para que la luz de la realidad impactara con su rostro mutilado — Para que una venganza pueda considerarse satisfactoria debe ocasionar el mismo o mayor daño que la ofensa que se trata de vengar. Al ser hacedora de dicha venganza, ¿No te convertiría en una peor persona?, ¿No serías peor que esas personas que tanto odias?        

                La hermana fijó sus pupilas en el rostro de su hermano, manteniendo las lágrimas en los ojos. Entonces pensó en lo que le dijo y sintió miedo inmediato, y una leve vergüenza. Caminó hasta el escritorio y guardó el arma de vuelta en el cajón. Guardándose la ira y todo sentimiento negativo en el fondo de su ser, pero a pesar de que estaban en su interior, ocultos, no se significaba que estuvieran seguros, sino que eran sentimientos inestables, y aun peor, muy peligrosos.