miércoles, 5 de diciembre de 2018

La reunión

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Siempre odié las reuniones familiares y está no es la excepción. Vinieron todos y de todos lados, incluso mi hermana Ester, que nunca fue capaz de llamar una sola vez en todo este tiempo, ni para saber como me encontraba. Pero ahora, llegado a este extremo, todos se habían reunido. También están sus hijos, mis sobrinos, “los ocupados”, como a mí me gusta llamarles. Nunca tenían tiempo, ni siquiera para tomar una mísera taza de té.   
Luego está Ramiro, el esposo de Ester, siempre me miró con suficiencia, como si yo fuera un mero estorbo en esta familia. Recuerdo esa vez que lo eché de mi casa en Navidad.  No me place recordar el porqué ahora, pero sólo diré que todos se fueron detrás de él, y pasé el resto de la víspera sola, con una copa de sidra en la mano y lágrimas en los ojos.  
Desde ese momento comprendí que mi única amiga era la soledad. Era la única que nunca me traicionaría, ni se iría de mi lado, a pesar de lo dolorosa que resultaba a veces.
Pero ya está en el pasado, aprendí a no vivir en mis recuerdos. Sólo el presente y el porvenir me interesan.  
Seguramente se preguntarán, si odio a todo el mundo, ¿Por qué asistí a esta reunión?. La verdad es que la reunión me encontró a mí.  Voy a irme de viaje, y todos lloran por mi partida. Estoy frente al tren, y tengo a los hipócritas llorando a mi alrededor. Hubieran llorado antes, ahora es tarde para detener mi partida. Me voy y nada me detiene.
Pero tampoco se crean que ellos están tristes porque me mandé a mudar, no señor, si me voy, se van conmigo sus posibilidades de recibir algo de mi parte, a pesar de que yo nunca recibí nada de las de ellos.   
¡Oh, Dios!, ya llegó la peor. Su entrada fue como un torbellino de lágrimas y gritos. Incluso fingió un desmayo, quien Ester atendió con el amor fraternal que nunca me brindó a mí. Clotilde, esa sucia mujer, siempre mirándome como a un insecto, y ella creyéndose una estrella sobre el resto de su familia, pobres mortales inmundos. A pesar de tener la misma sangre de padres, nunca fuimos hermanas, éramos como meras desconocidas. Y ahora es la más afectada por mi viaje. ¡Ja, irónico!, pero a mí no me engaña, la conozco, con y sin su máscara de actriz.  
Luego llegaron mis hijos con sus hijos. Mis hijos lloraron, y me pregunté si sus lágrimas eran honestas o no, talvez no lloraban por mi mudanza, sino por arrepentimiento. Mis nietos ni siquiera se molestaron en mirarme, se sentaron alejados, entre ellos, y se hundieron en el mundo artificial de sus celulares, que les iluminaban los rostros como si fuera una película de terror.
Nunca vi tantas lágrimas de cocodrilo en mi vida y en el mismo lugar, pero esas lágrimas no me detendrán. Este viaje me espera y no pienso volver nunca.
Nunca se interesaron por saber como estaba, y ahora que me voy, todos me rodean como buitres hambrientos. Pero están muy equivocados si piensan que van a ver una moneda de mi bolsillo.
Antes de afrontar este viaje me aseguré que ninguno de ellos vaya a hacerse de mi fortuna, ni de mi casa, ni de mis autos, ni de mis cuentas, nada, me deshice de todo, vendí todo y regalé lo que no se podía vender.  
Es irónico como ayer, mi casa se encontraba vacía, sumida en mi única compañera, la soledad, y hoy, está atestada de amigos y familiares. De algunos que incluso hacía más de media vida que no los veía. Pero ahora ya es tarde. Llegaron muy tarde.  
Me doy una última mirada a mí misma en el cajón y decido emprender el viaje. El tren me espera, está por zarpar, y yo no pienso quedarme ningún segundo más en este lugar.

jueves, 30 de agosto de 2018

Ellos



  

  Me ofuscaba. El aire estaba viciado de vanas promesas y esperanzas.  
              Estaba sentado sobre el suelo, de penetrante frío, totalmente incómodo, al punto que se me acalambraban los músculos en mis propios huesos.     
              Había sido confinado a esta habitación aislada. Tenía dos ventanas solamente, con ellas miraba al exterior y aprendía algunas cosas, y a veces en cuando, saludaba a los vecinos cuando pasaban. Y también estaba ese libro amarillento, que leía cada vez que quería saber algo.   
              — Me duele la espalda — dije.
              — Hazlo saber.  
              — ¡Me duele la espalda!
              Mi queja fue oída por ellos, abrieron la puerta         y dejaron una cama de impoluto blanco en medio de la habitación. Pero las cosas que te dan tienen un precio. Cerraron las ventanas, dejando la habitación a completa oscuridad. Ellos las trabaron para nunca ser abiertas de nuevo. Ya no podía ver lo que se hallaba afuera. Me sentía solo.  
               — Y ¿Ahora qué haremos? — me preguntó. No podía verla, pero siempre la oía.  
No entendí a que se refería, pero no cuestioné, el nuevo objeto había cautivado toda mi atención. Me acomodé, y convertí aquellas sábanas perfumadas y ese colchón espumoso en mi lecho más confortable. Ya no quería levantarme nunca más en la vida.
              — Estamos encerrados. ¿Qué harás al respecto?
              — No quiero hacer nada.
              Calló por un momento, para luego agregar — Nos quieren cómodos. 
              Estaba tan cómodo, que cada vez leía aquel viejo libro, con menor frecuencia. No quería destaparme, y dejar el calor de mi cama, porque sabía que, si caminaba hasta la mesita que guardaba el libro, me enfriaría en el camino. Tenía miedo que tanto frío me congelara hasta el corazón. Así que sólo me levantaba a leer cuando lo veía extremadamente necesario, y la curiosidad de saber tal cosa, se volvía insoportable.  
              Llegó la comida. Siempre comía lo mismo, arroz blanco, sin sabor ni condimentos, y agua insípida y aburrida.  
              — No me gusta comer esto.
              — Hazlo saber.
              — ¡No me gusta comer esto!
              De inmediato se volvió a abrir la puerta, y por ella entró uno de ellos, traía entre sus garras una bandeja de plata, con un platillo de rebosante carne roja, de un buen aroma que inundaba la habitación, al punto de opacar el tufo de la humedad, y era de contextura jugosa. A los ojos era arte y a la boca una ambrosía. Lo acompañaba una copa de vino, de sabor exquisito, y textura burbujeante. Estaba feliz, y no me importaba lo que se llevaran a cambio.  
Esta vez se llevaron unos metros de la habitación, ya no tenía lugar para caminar con libertad. Si quería llegar hasta el libro tenía que bordear la cama y pasar entre un pequeño pasillo, muy delgado. Debía caminar de costado, y tardaba casi tres horas en llegar a la mesa, y otras tres de regreso. Esa fue otra razón para frecuentar menos esas letras añejas, pero cargadas de saberes.   
Estaba recostado sobre la cama y no tenía nada que hacer. Miraba el libro a la distancia, y de sólo pensar en el recorrido dificultoso, me quitaba las ganas que poseía de intentar llegar a él.  
— Estoy aburrido.
— Hazlo saber — dijo aquella voz en mi cabeza.
— ¡Estoy aburrido!
Ellos contestaron a mi llamado de inmediato. Trajeron con ellos una enorme televisión. Me puse feliz de inmediato. La colocaron frente a la cama, y para mirarla no necesitaba ni levantar la cabeza de la almohada.
A cambio se llevaron el libro. No me angustié por la perdida, ya que casi no lo leía, porque era difícil llegar a él. La televisión era mejor. No podía aprender de ella, pero era fácil prenderla y podía verla cuando quisiera con el menor esfuerzo.    
              — No tenemos lugar, y ya no podemos saber.
              Se hizo el silencio. Ella esperaba mi respuesta. Pero la ignoré, el ruido del televisor cubría su voz.
              — ¿Qué harás al respecto?
— No lo sé — le respondí, y era cierto.
— Nos quieren idiotas.
Cada día me volvía más débil, al no levantarme de la cama, mis músculos eran consumidos por el tiempo y mi vista comida por las luces banales. Creo que moriría.
Luego llegaron los otros. Abrieron la puerta, dejaron el umbral a la libertad, fuera de cualquier escollo. Podía irme. Podía salvarme y ser libre. Intenté levantarme. Hice fuerza con ambas manos, pero no hubo caso. Tiré de las sábanas con los dedos hechos puños, pero me faltaban fuerzas suficientes. Estaba casi ciego, y con la fuerza consumida, entonces, mi voluntad se vio flaqueada. ¿Ya era tarde?, efectivamente lo era, ellos me consumieron, me alimentaron, me divirtieron, ganaron parte de mí, perdí, perdí y perdí todo lo importante. La vida se me consumía como la llama de una vela, y mi alma interna se sofocaba en medio de una habitación enmohecida. Ella intentó hablarme, pero ya no podía escucharla. Y mi reloj se detuvo, sin que los otros pudieran detenerlo, porque ellos así lo quisieron, porque ellos me mataron.         


viernes, 18 de mayo de 2018

Suprarrealidad


  

Los poetas han encontrado, durante siglos, en las letras una alternativa a la realidad. Era el vate el del privilegio de huir de su vida, y de crear nuevas, para él mismo y para los ojos que lo leyeran. Pero lamentablemente este pequeño errar a la congoja vitalicia, era efímera, temporal. Cuando el hombre levanta los ojos, se halla de vuelta en su entorno, con sus cuitas y dolores.
            — Estar despierto, que desilusión — Beltrán tenía los ojos abiertos y una mirada ofuscada los acompañaba. Se sentía de mal humor, siempre lo estaba después de despertar.
            Cerró los ojos con fuerza, pero por más que insistió, Orfeo no volvió sobre él. Estaba lo suficientemente descansado como para mantenerse despierto el resto del día. Si de él dependiera, pasaría todo el día durmiendo. Allí, en ese mundo onírico, hallaba la paz que su mente necesitaba. Cuando estaba levantado, buscaba un escape, si bien no era tan efectivo como un sueño, lo hacía olvidarse del dolor de su corazón por unas horas. Se preparó un café, y con la taza de porcelana en una mano, rebuscó con la otra en la estantería hasta que dio con el libro que buscaba.   
            Era una buena historia. Era fácil identificarse con los personajes, se transmitían los sentimientos y las emociones a tal punto de volverlas propias. El amor, la felicidad, la adrenalina, las sentía en su interior, como si él mismo hubiera vivido ese romance, esas aventuras. Pero esas emociones no podían durar para siempre, el dolor de sus tripas al rugir eran la alarma que le recordaba que tenía que despegarse de ese mundo ficticio para volver a la realidad. El hambre, al igual que con el resto de las necesidades, le impedía viajar en un escape completo. Y ahora tenía que hacer lo que más odiaba, salir de su guarida, ya que se le habían acabado las viandas.    
            Las calles tenían un color gris, al igual que el cielo, que se veía triste y amenazaba con llorar. Los días como estos avivaban a un más la tristeza de su alma. Era como si el cielo lo invitara a llorar con él.     
Fue rápido a la feria y compró en cantidad. Tanto que le sería imposible llevarlo él solo. Le encargó al joven de la carreta para que le llevara todo lo que había comprado a su casa, prometiéndole unas monedas de propina. No tenía problema en escatimar dinero, ya que vivía de una harta herencia. Con tanta plata y oro en monedas no necesitaría trabajar por el resto de su vida. El muchacho se imaginó las monedas con emoción y le prometió que partiría de inmediato para dejar la mercancía en su casa. Beltrán no acompañó al chico, ya que antes, quería pasar por otra tienda más. Caminó por la calle de la feria, hasta el puesto que bien conocía. Allí estaba un mulato, algo estrafalario y místico en su vestir. Beltrán sabía que esas ropas no eran propias de la tribu de donde procedía, pero las vestía para llamar la atención de más clientela. Muchos hombres se veían atraídos por su exotismo, y se veían tentados en gastar unas cuantas monedas en artículos tribales o pocos comunes. Pero esas cosas no eran las que le competían a Beltrán, el mulato solía traer del extranjero libros poco comunes, que si bien del otro lado del mar eran historias que todos conocían, en estos lares, la difusión de las letras era bastante pobre. Y unos pocos afortunados, como él, se daban el lujo de cultivarse en dichas culturas e inteligencias.
— Don Beltrán — lo saludó el mulato con su acento forzado. Beltrán una vez lo había escuchado, por accidente, hablando con su gente, y el mulato hablaba normalmente, sin ese rítmico vocal tan acentuado. Ese era otro de sus artilugios de negocios — ¿Qué lo trae a mi humilde puesto?— el mulato sabía bien lo que venía a buscar Beltrán en su negocio, pero siempre que lo veía le formulaba la misma pregunta.     
— ¿Tienes nuevos libros?
— Estos libros son de la biblioteca secreta del conde Filiberto de la Berta — Beltrán dudaba que dicho conde siquiera existiera en realidad. El mulato le mostró un libro tras otro, inventando su procedencia en el momento — y este lo encontré enterrado en una cueva, con una nota en un idioma desconocido.
— ¿Y la nota?
—Se convirtió misteriosamente en un ave, y se fue volando. Desde entonces no la volví a ver.  
Beltrán entornó los ojos de manera inquisidora, y el mulato se mantuvo en silencio, rezando internamente que sus palabras no filtraran las mentiras. Pero lo que el vendedor no sabía era que Beltrán nunca había creído sus historias, si bien sus libros eran valiosos, el hombre siempre intentaba ganarle unas monedas más con sus mentiras. Podía engañar a un idiota, pero Beltrán sabía muy bien leer a través de las palabras, y las del mulato sabían a mentiras. Pero Beltrán no le daba mucha importancia a eso, escuchaba sus falacias sin ninguna expresión, elegía los libros que llamaran más su atención y volvía a su casa con las manos cargadas.   
— ¿No tienes algo diferente? — de todos los libros ninguno había causado en él el suficiente interés como para llevárselo. Ninguno parecía que le brindaría eso que él buscaba, ese escape, esa huida.  
El mulato volvió a guardar silencio, pero esta vez fue un silencio distinto, fue uno misterioso, tanto, que por primera vez, captó la atención de Beltrán.  
— Tengo algo… — el mulato enmudeció de inmediato, como si se hubiera arrepentido de hablar.         
— ¿Qué? — lo instó a hablar verdaderamente intrigado.
El vendedor le hizo señas para que se acercara. Beltrán se inclinó levemente sobre el mostrador y su nariz percibió el tufillo salvaje que provenía del hombre tribal. ¿Incluso llegaba a colocarse colonias raras para acentuar su figura de hombre místico?, ¿Hasta dónde podía llegar la ambición de un vendedor?      
— ¿Has escuchado hablar de alquimia? — dijo en un susurro temeroso.
Beltrán no respondió con palabras, pero le envió una mirada interrogativa, sabía bien lo que era la alquimia, había leído sobre ella, pero más que eso no había hecho.
El mulato lo invitó a entrar en la tienda. Beltrán le hizo caso. El vendedor miró en ambas direcciones, asegurándose que nadie estuviera mirando y luego cerró las cortinas, tapando del mundo lo que pasaría allí dentro. Rebuscó en el interior de sus coloridas ropas hasta dar con una llave que con ella abrió un cofre escondido en el suelo. De su interior sacó un libro forrado en cuero y con un extraño pictograma pintado en el frente.
— Lo rescaté de una quema de libros — y esta vez, Beltrán supo que las palabras del mulato eran ciertas — este grimorio le pertenecía a un arzobispo, cuyo nombre no puedo revelar por miedo a lo que podría pasarle a mi familia. Dicen que este hombre había experimentado un poder como ninguno. Tenía habilidades de magias desconocidas, y todo eso lo escribió aquí. Yo no me atreví a abrir el libro, por miedo a que deje en mí alguna maldición, pero pensaba en hacer un buen dinero con él.   
— ¿Cómo conseguiste el libro? — Beltrán dudó un momento en el vendedor, si ese grimorio era tan peligroso, ¿Cómo había llegado a sus manos?
— Este arzobispo fue quemado en la ojera, cuyo fuego se encendió con todos sus libros ocultistas. Me escabullí en la noche y revisé las cenizas, entre ellas estaba este libro. El fuego no pudo con él.
Beltrán sintió un escalofrió al escuchar la historia, y creía en sus palabras, el susto en el rostro del hombre le denotaba que no estaba mintiendo.    
— Si lo quieres serán quinientas monedas.               
Beltrán amplió los ojos impactado. Era mucho dinero, pero si el libro era real, lo valía. Con cuyo dinero podría comprarse otra mansión, pero creía que tal vez ese grimorio le traería respuesta al dolor de todos sus días.           
— Pagaré por ello.
Beltrán no tenía el dinero allí mismo, así que el mulato lo acompañó a su casa. Cuando llegaron encontró en la entrada al muchacho esperando con toda la mercadería que había comprado, solía comprar en cantidad para no volver a salir de su mansión en un largo tiempo. Esperaron a que el muchacho terminara de guardar las viandas en su despensa, y cuando le pagó el dinero prometido y se hubiera marchado, Beltrán y el mulato volvieron a lo que les concernía.
Beltrán retiró de su caja fuerte las monedas de oro que precisaba. Hicieron el intercambio. El mulato se desprendió del libro, y para él fue como un alivio, como si un yunque se desprendiera de su espalda, en cambio sobre Beltrán cayó una sensación pesada en el momento que tuvo el grimorio en sus manos, y un escalofrío lo asaltó por la espina.
— No me volverás a ver. No puedo decirte a donde iré, pero verdaderamente le temo a ese libro y a los que intentaron deshacerse de él. Pueden volver por el grimorio, no lo sé.
Beltrán comprendió su temor, y como había prometido, esa fue la última vez que se vieron, y tampoco volvió a encontrar su tienda en la feria, por lo cual, desde entonces, tuvo que comprar sus libros en otro lugar.       
Pasaron algunos meses, y el grimorio permanecía cerrado, en el mismo lugar donde lo había dejado. No se había atrevido a leerlo, ni mucho menos a abrirlo. Le temía, no le avergonzaba admitirlo.  Estuvo días enteros preparándose mentalmente y dándose valor para leer los esotéricos secretos que guardaran aquellas hojas añejas.    
Cuando estuvo listo, se preparó como si de una ceremonia se tratara, no comió ni bebió nada en todo el día, había cerrado todas las ventanas y corrido todas las cortinas, impidiendo que entrara siquiera una gota de luz externa. Incluso había estado varios días sin dormir, cosa que detestaba, odiaba estar despierto, pero estaba seguro que sacrificar sus horas de sueño valdría la pena una vez que encontrara una solución a sus penas.    
Prendió una vela, la cual depositó en la superficie del escritorio, donde yacía el grimorio cerrado. Respiró hondo repetidas veces, hasta que juntando el valor necesario, se dispuso a empezar con su lectura. Primero posó la yema de sus dedos sobre la superficie orgánica del libro. Sintió levemente la textura callosa del cuero, y unos segundos después abrió la tapa encontrándose de frente con la primera página. Esta lucía amarillenta y de muchos años. El libro estaba escrito en latín, y algunas partes en hebreo o griego. Por suerte Beltrán era plurilingüe, y había aprovechado su soledad en aprender muchas cosas, y una de esas eran varios idiomas.
Ocupó toda la noche leyendo, incluso volvía sobre las páginas más de una vez. El corazón le palpitaba cada vez que volteaba una página, lo hacía con lentitud y cuidado, como si las hojas se pudieran desarmar entre sus dedos. El tufo mohoso le llenaba las narices, y los ojos le lloraban por el esfuerzo de leer a medianoche, con sólo la compañía de la luz de la vela.          
Ese libro le había abierto la mente, revelaba tantos misterios, incluso a tantas preguntas extrañas que nunca se le hubiera ocurrido pensar. Cosas como la vida, la muerte y la metafísica hallaba sus respuestas en este libro. Pero cada respuesta era algo oscura, como si estuvieran vistas desde unos ojos pesimistas, al igual que los suyos. Se sentía identificado con el autor de aquellos conjuros, se lo leía tan melancólico y desesperado como él.
El grimorio no estaba terminado, el último conjuro era una hipótesis sin comprobación. Por lo que había aprendido Beltrán de su lectura, el libro seguía una dinámica. El autor formulaba una teoría, y luego de comprobarla anotaba los resultados, el proceso se repetía una y otra vez hasta llegar a la perfección del conjuro. Más que un grimorio o receta de conjuros, se parecía más a un diario, a unos apuntes de estudio, donde el conjurador registraba sus pruebas, ensayos y fallos.        
“Suprarrealidad”, era el nombre del último conjuro, el cual no tenía más información que su teorización. Era un ritual que llevaría al conjurador a una nueva dimensión. A una realidad superior, perfecta, mejor. Sería la invocación al punto justo entre los sueños y la realidad. 
Beltrán en ese momento conoció la verdadera felicidad, cuya emoción era movida por una esperanza que nunca antes había sentido. Podía encontrar ese lugar que siempre había anhelado, vivir en él, sin dolor ni más tristezas, o por lo menos eso prometía dicho conjuro. Pensó que las monedas que había gastado en este libro no eran muchas, lo valía, si ese conjuro podía resolver su congoja, realmente valía las quinientas monedas de oro y más.   
Se preparó para probar el conjuro con varios días de anticipación, le fue difícil conseguir todo lo necesario, pero al final tuvo todos los ingredientes que precisaba. No tardó más de una semana en prepararse, estaba ansioso en ponerse manos a la obra.         
El corazón le palpitaba como loco, y no era para menos, había llegado la hora de la verdad, ese hito que marcaría un antes y un después en su vida.   
Primero sostuvo la bola de vidrio en sus manos. Necesitaba un embase, una cascara que sostendría el conjuro, así que había encargado a un artesano que le confeccionara esta bola de cristal hueca por dentro, pero de hermosos tallados por fuera. Colocó la esfera en medio del piso de la sala y luego fue en busca de los polvos de piedras preciosas. Esto era lo que más le había costado dinero, tuvo que comprar las piedras por un lado, y por otro encargarle a un herrero que las moliera. Tenía una bolsa con polvo de jade verde oscuro, otra bolsa de polvo de amatista, y en otra que contenía polvo de cuarzo.   
Primero dibujó en el suelo con el polvo del jade, un triangulo que encerraba a la esfera, luego hizo lo mismo con el polvo de amatista. La esfera quedó en medio del rombo que se formó al dibujar los dos triángulos, que sobrepasaban levemente los límites del otro. Por lo que decía el grimorio, el jade era la representación del cuerpo y del ambiente físico. El verde oscuro es una conexión con la Tierra y con las cosas materiales, en cambio, la amatista era llamada la piedra de sueño, emulaban la imaginación, la fantasía y los mismos sueños.  Por último vació la bolsa con el cuarzo alrededor de dicho rombo, formando un círculo de polvo cristalizado e incoloro. Dicha gema, era el nexo entre las propiedades del mundo espiritual, fantástico, y el plano físico. Entre lo visible e invisible.  
Ya le quedaba el último pasó, debía incendiar los polvos, que al ser tan minúsculamente molidos, y yendo contra toda lógica, sería posible encenderlos en fuego, o por lo menos eso aseguraba el arzobispo. Acercó una vela a uno de los ángulos del triángulo de jade y desafiando las leyes naturales, los cristales se encendieron, siguiendo la línea del dibujo, y contagiando las leves llamas a las otras figuras. Las llamas consumieron el polvillo de los fragmentos de piedras, hasta volverlos humo. El humo se mantuvo suspendido hasta que la esfera de cristal lo absorbió. Ese círculo cóncavo, antes vacio, ahora se hallaba lleno de niebla tricolor. Su suelo había quedado limpio del fuego y de los polvos, como si nunca hubiera dibujado esos triángulos en el suelo de su mansión.   
Su cuerpo temblaba producto de la emoción y del miedo. Tenía miedo por lo que sucedería ahora, por la incertidumbre de los efectos de aquel conjuro. Y emoción por que había funcionado, este era el principio del fin de su vida de soledad y sufrimiento.  
Fue por una cadena de oro, de la cual colgó la esfera llena de magia.
Se colgó la cadena del cuello, esperando los efectos que no llegaron. Se sintió defraudado, esperaba ver esa nueva dimensión que prometía el ritual, pero todo se veía igual de sombrío, y su corazón seguía sintiendo la misma tristeza de siempre.           
Con la desilusión palpitando en su ser, se fue a dormir, aun portando aquella cadena en el cuello. Al parecer nunca encontraría un mejor lugar de escape que los sueños. Ningún otro lugar le daría una paz semejante.    
A la mañana siguiente una luz azul lo despertó. Se sintió sumamente extrañado. Su habitación olía a flores, a pesar de que la noche anterior su cama desprendía un tufo de humedad. Cuando corrió las cortinas de su habitación que daban al jardín de su mansión, lo que sus ojos encontraron lo llenaron de asombro. ¿A caso todavía seguía dormido? El sol que se plantaba en el cielo no era común, no brillaba en ese color azufre en el que comúnmente lo hacía, no, ahora era azul, y sus rayos añiles bañaban la ciudad entera, penetrando cada rincón y esquina. Las flores de su jardín se veían más coloridas y alegres que nunca, tanto que si las mirabas con detenimiento descubrías que estaban bailando al compas de la melodía que silbaba el viento.   
No perdió más tiempo, ni siquiera se dio el lujo de cambiarse de ropa, estaba lo suficiente animado como para perder el tiempo en cambiarse. Así que en pijama salió de su casa, fue directo a las calles, y todo era una locura, la realidad convergía con sus sueños, recordaba una vez a ver soñado con una casa que sudaba mariposas amarillas, y allí estaba, al final de la calle, había una casa que expedía de todas sus ventanas, puerta y chimenea tantas mariposas, de un número infinito, que agitaban sus alas elevándose al cielo, llenando la calle con sus colores de sol.   
La tecnología se mezclaba con lo salvaje, había animales parlantes, y aves volando en avionetas de papel. Incluso los elefantes usaban sombreros. En cambio sus vecinos lucían como bufones, recordaba ese sueño, en que los había soñado con ropa llamativa y jugando con malabares.
Su corazón latía a un ritmo acelerado, y su cuerpo sudaba en demasía, tenía algo de miedo, y emoción. En ese revoltijo de emociones no había lugar para la tristeza.      
Pero los sueños a veces se vuelven pesadillas.
Es cuando se dio cuenta que no sólo había liberado a sus sueños alegres y divertidos, sino que también se habían emulado hasta los sueños más horripilantes y los miedos más escandalosos. Lo supo cuando después de caminar se halló en medio de un callejón, recordó aquella pesadilla de inmediato, la había soñado en una noche que lo había atacado una fiebre que casi lo mata de niño.  
Escuchó los gritos y luego olió la sangre. Todo estaba pasando igual que en su sueño. Giró la vista, y allí estaba, entre una montaña de basura salió un monstruo que sólo podría crear la imaginación humana, con más ojos de los que debería tener, de garras puntiagudas, y un aliento a podredumbre, aun más nauseabundo que de la basura de la cuál nació. Esa criatura saltó, Beltrán sabía lo que venía a continuación, en su sueño era devorado vivo por esa bestia, lo mordía y le desgarraba las partes mientras agonizaba entre gritos. No quería vivir eso, debía huir.    
Beltrán corrió por el callejón, escapando del monstruo que intentaba devorarlo. Esquivo sus nauseabundas fauces y sus sangrientas garras repetidas veces.
Un estruendo doloroso hizo que la esfera que posaba en su pecho se rompiera en miles de pedazos y de esa manera verse liberado del conjuro. Ya no habían más animales con sombreros, ni flores danzantes, todo era como debía ser, con calles grises e insípidas, con un cielo pintado de nubes y un sol amarillo.  
La criatura pestilente ya no estaba, pero igual que en su sueño, se había hallado la muerte. En los últimos segundos que le quedaron de vida pudo distinguirse a él mismo debajo de las ruedas de un carruaje, y un charco de su misma sangre que lo rodeaba cual laguna escarlata.                     




miércoles, 14 de marzo de 2018

El monstruo del subsuelo




            Estaba completamente solo. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero mi padre había muerto. Con su último aliento, me dio vida. Y ¿es así como se lo pago?    
No me atrevía a abrir los parpados ni a mover cualquier parte de mi cuerpo, aun que fuera el más mínimo movimiento al menor tiempo posible, me negaba rotundamente. ¿Por qué?, la razón es muy simple. Tenía miedo. Pero no cualquier miedo irracional, no, tenía miedo de vivir, de ser alguien, de abrir los ojos y de esa manera adentrarme en aquel mundo que me esperaba. Sabía muy poco de mí, pero mucho de mi padre. Toda su vida para ser preciso. Tenía una película con los recuerdos de mi padre, quien antes de morir los grabó en mi cerebro. Podía ver todo lo que él vivió como si yo mismo lo hubiera vivido. Las calles descuidadas, las casas de aspecto lúgubre, el gato arisco del vecino, el cielo con sus nubes grises, la noche pintada en estrellas parpadeantes. Era todo tan real, a pesar de que nunca salí de este contenedor, era como haber vivido una vida sin moverme de donde estaba. Pero esos recuerdos, no eran agradables, al parecer mi padre no era una persona feliz. Peleas, vicios, desprecios, odios y soledad. Los sentimientos no se transmitían en aquellos recuerdos que eran sólo imágenes, pero los adivinaba en las expresiones y acciones de mi padre. Estaba solo, y eso era lo que lo volvía infeliz. Era enfermizo, enclenque, temperamental y de rostro grotesco. Sólo tenía una cosa a su favor, y eso era su inteligencia. Se creía inteligente, y sí que lo era, sino no estaría pensando esto ahora mismo.  
Por alguna extraña razón mi padre se privó de hacerme llegar los recuerdos que concernían a mi persona. Por eso mismo sabía poco sobre mí, casi nada. No sabía lo que era, de que estaba templado mi cuerpo, ¿Metal y baterías?, ¿Carne de animales?, ¿Otros cuerpos humanos?, ¿O era algo completamente nuevo nunca antes creado?, no lo sabía, y si no abría los ojos, seguiría sin saberlo.    
Mi padre pasó cincuenta años de su vida en crearme, se encerró en un laboratorio escondido bajo la tierra. Anhelaba una compañía, detestaba estar en su casa, oscura, fría y vacía, nadie lo quería. Él era difícil de querer y lo sabía muy bien. Estaba algo desquiciado, e incluso era violento con las personas que le rodeaban. Pero también era orgulloso, se negaba a doblegarse, a humillarse para cambiar para los demás. Se negaba a que no lo aceptarán tal cual era, ¿Qué sentido tiene cambiar para que te acepten?, si cambias, ya no eres el mismo. No te estarían aceptando a ti, sino a la nueva versión que ellos crearon de ti mismo. “Los demás serán estúpidos, pero por suerte yo no lo soy. Nunca me verán doblegado a sus ideales moralistas. Soy esto, mi única y verdadera versión. No crearán de mí, un títere con emociones infundadas” eso había dicho en una fiesta enfrente de todos sus amigos, luego de que le recriminaran su mal carácter. Esa fue la última vez que los vio. A pesar que ese fue el inicio de su soledad, no se arrepentía, y estaba orgulloso de permanecer siendo él mismo. Era una persona fuerte y de convicciones duramente arraigadas, ahora mismo yo me sentía de ánimo enclenque, y saber que si abría los ojos estaría solo en el mundo, me asustaba, yo no era como mi padre, le temía al mundo, a la gente y a mí mismo.  
Mi padre quería a alguien que lo acompañara y lo aceptara tal cual era, y ese era yo, había sido creado para amarlo tal cual era, con su violencia y su mal carácter. Y era doloroso saber que nunca lo vería con vida. Porque la vida de un humano no alcanzó para crearme. Son pocos días, y mi muerte se ve lejana, o incluso imposible. No sabía siquiera si algún día moriría. Como ya dije, no sabía nada de mí. Mi padre sabía bien quién era, y se negaba a cambiarse a sí mismo. El hijo que creó era su alter ego, completamente asustadizo, atemorizado de abrir los ojos y vivir. De verse a sí mismo.  
Lo único que sabía de mí era que era un monstruo. Se me permitió conservar ese recuerdo. No era un humano, ni nada parecido. Era un monstruo. Mi padre ya estaba anciano, y me miraba frente al contenedor de cristal que me guardaba. Obviamente yo no puedo verme en este recuerdo, solo puedo verlo a él. “Eres un monstruo” dijo “O tal vez el monstruo soy yo”, no entendí bien que quiso decir con eso último. Soy como un niño que no conoce al mundo, ni nunca ha hablado con alguien. Por eso mismo me cuesta entender el verdadero significado de las palabras cuando estas suenan ambivalentes.     
Otro de los recuerdos en los que estaba con mi padre, es el último antes de darme vida a mí para darse muerte a él. “Ya no tengo la fuerza de un joven”, mi padre se veía demacrado, tan viejo pero lúcido, “Esperé toda la vida para crear este momento, pero la fuerzas que requieres para dar inicio a tu vida, es probable que mi cuerpo no sea capaz de soportarla” lo veo ahogarse con su propia respiración, sus pulmones ya no son tan sanos como antes y suelen fallarle momentáneamente “¿Vale la pena acabar mi vida para dar inicio a algo que nunca veré vivo?”, estaba triste, frustrado y enojado consigo mismo, se culpaba por no ser lo suficientemente inteligente, tal vez si hubiera sido un poco más clarividente de lo que ya era, podría haberme terminado unos años antes, cuando todavía poseía la fuerza para soportar lo que estaba por hacer a continuación “Pero, si no te doy vida, mi vida no habría tenido ningún sentido. Dediqué mis últimos cincuenta años a ti solamente. Así que sé un monstruo que vive. Vive por mí”, y después de eso, mi padre hizo algo, pero el recuerdo está confuso, y cuando recién se vuelve claro nuevamente, me hallo a mí mismo, despertando de un subidón confuso y llenó de luz, que fue momentáneo, y le siguió una paz indescriptible. Entonces ya entendía todo. Los recuerdos de mi padre me dieron una lengua y un entendimiento. Y aunque no me atrevo a abrir los ojos, sé que mi padre está muerto a mi lado, y que no hay nada que hacer por él.          
Entonces, si él está muerto, ¿De qué me sirve a mí estar vivo?, fui creado para mitigar su soledad, darle sentido a su existencia, pero mi padre ya no era nada ni nadie. Estaba muerto. ¿De qué me servía abrir los ojos y vivir?       



jueves, 8 de febrero de 2018

Me iré sabia


De artilugios sólidos, que pesan, que quedan,
no pasan al éter.
Feliz de aquel que cultiva con la mente,
y pasan la muerte.  

Pan de sabiduría, engorda al espíritu,
única riqueza.  
Oro, plata, mármoles y piel añeja,
pesan, todo queda.  

Cuando la deuda vitalicia me reclame,
me iré liviana,
de cuerpo vacío, pero de alma colmada,
me iré sabia.


jueves, 1 de febrero de 2018

La Leyenda del Rey Pobre


            El más pobre de un pueblito alejado, que poco le importaba la guerra, solo podía pensar en una cosa, y eso era comer. No tenía nada, ni comida, ni techo, ni ropa decente. Solo tenía una belleza como ninguna, que eso lo ayudaba a veces a recibir favores de los demás, como un buen vino o unos panes gratis. Incluso ahora mismo una mujer, que encandilada por su belleza, le acercaba ropa fina, que a pesar que ella juró que era de su difunto padre, la verdad era que ella lo había mandado a hacer especialmente para él, la mujer estaba obsesionada con la belleza de aquel hombre, pensaba en él a cada momento que encontraba libre, pero que por pertenecer a la clase alta, se negaba a reconocer su atracción por el hombre, ¿Qué diría el pueblo si se enteraba que ella había estado viendo con esos ojos a un indigente?, así que se conformaba con encontrar una excusa que le permitiera intercambiar unas dos o tres palabras, no le era suficiente, pero se obligaba a conformarse con ello.     
El pobre recibió la ropa nueva con agradecimiento, era muy cara para su gusto, ya que no le agradaría ensuciar los pantalones de seda cuando durmiera en la calle, pero la mujer había sido tan insistente que no pudo rechazarlo. 
La mujer le preguntó un par de cosas, ¿Cómo se llama?, Seios me llaman, respondió ¿No pasa frío a la noche?, siempre, ¿Tiene enamorada?, no me atrevería a enamorarme, cuando ya no pudo soportar más y vio que la gente del pueblo comenzaba a observarla con curiosidad, decidió dar la charla por terminada y volver a su casa con su madre. Ya encontraría otra excusa para acercarse a aquel pobre hombre. A veces deseaba que ella hubiera nacido pobre también, o que Seios fuera un influyente noble de su misma calaña. Pero tuvo la mala suerte de que pertenecieran a mudos diferentes. El dinero los había separado, era de oro y de plata la barrera que había entre ellos y deseaba derrumbarla, o por lo menos encontrar una forma de saltarla para estar los dos del mismo lado.        
El pobre se sentía extraño al vestir aquellas ropas, fuera de lugar, pero en su posición no tenía el lujo de despreciar nada, no sabía cuándo podría volver a estrenar un cambio de ropa. Se sentía agradecido eternamente con la mujer, la cual se llamaba Cicurina, era solidaria y hermosa, se negaba a pensar algo más en ella que como una dama desprendida que siente lástima hacía la gente como él. Sentiría vergüenza en sentir la menor atracción posible hacía ella, porque ella no merecía que un hombre sucio y pobre la mire de manera impúdica. No podía, sabía que ella se sentiría asqueada y posiblemente lo miraría con repulsión, que después de todo era la mirada que merecía.   
Al día siguiente, Seios moría de hambre, y no conseguía nada para comer. Ningún alma caritativa se acercaba a regalarle un pan, se conformaba con un pan viejo y duro. Entonces encontró la solución. El vocero del rey había estado viajando pueblo por pueblo para reclutar los hombres más fuertes y valientes. Él no era fuerte, ni un poco, pero tenía algo que muchos hombres no poseían, y eso era experiencia, el vivir en la calle era una guerra constante, y muchas veces había tenido que pelear por un pedazo de comida o un lugar para dormir tranquilo. Era hábil y veloz, y había aprendido a ganar una pelea. Así que lo pensó, el ejército tiene comida todos los días y una cama para dormir. Sonaba tentador, y como la muerte no le asustaba se enlistó al ejercito terminado el discurso del vocero, discurso que no escuchó por estarse imaginando una vida donde pudiera comer todos los días.   
El ejército lo recibió de manera indiferente. Sus compañeros no lo miraron siquiera, ya que él era un hombre sin casa ni familia, y su apellido no constaba de ningún renombre u honor que recordar. El ejército estaba conformado por todas las clases, pobres, nobles, esclavos, comerciantes e inclusos se habían unido algunas mujeres que tenían miradas que daban miedo. Todos tenían razones distintas para anotarse al ejército. El rey no obligaba a nadie a pelear, como pasaba con reinos vecinos, el creía que soldado que luchaba con decisión, luchaba mejor que el soldado obligado a matar.      
El pobre había sido asignado a un cuartel de hombres que anteriormente fueron granjeros o artesanos, estaban debajo de la nobleza y de los pueblerinos, pero no eran tan pobres como él: el indigente. “Este esqueleto no durará ni un segundo en la batalla”, “¡Miren que flaco está!, parece que no hubiera comido en semanas”, “Con lo débil que está, la armadura no lo dejará levantarse del suelo”, y era cierto, estaba muy flaco, pero tenía fe en sus habilidades de lucha, por eso no se enojó cuando sus compañeros se rieron de él al verlo comer con desesperación la sopa que les entregó el sargento. Escuchó como un campesino decía que la sopa estaba insípida y que las que hacía su mujer eran las mejores del reino, pero como Seios hacía tantos años que no comía nada más que pan, la sopa le fue lo más sabroso que pudo recordar de haber comido alguna vez.    
Tuvieron varias semanas de entrenamiento antes de partir a la guerra, y allí mostró sus habilidades, obviamente no tenía la elegancia que tenía un noble al levantar una espada, ni conocía el nombre de las diferentes espadas, para él solo estaban las largas y las cortas, pero hubo en algo que sí se pudo lucir, y eso fue en la lucha, y no peleaba como el resto, pero eso no significaba que lo hiciera mal, incluso algunos habían empezado a decir que parecía un animal salvaje a la hora de luchar, e incluso que sus ojos eran intimidantes. Había ganado elogios de varios oficiales y el respeto de sus compañeros, incluso la sopa que le servían ahora traía más fideos y más verduras que antes, se estaba haciendo notar. La dama de la nobleza, Cicurina, lo había visitado en varias ocasiones, y ya no se dirigía a él de la misma manera, cuando la mujer vio que el hombre ya no era un indigente, sino un admirado soldado, le hablaba con más soltura y cariño, cosa que nunca se pudo imaginar de ella. Incluso la dama lo había llamado su amigo y le había hecho prometer que volviera de la guerra como un héroe de batalla nombrado capitán, y así le dejaría casarse con ella. Y eso hizo que una nueva emoción eclosionara en su interior. Era un sentimiento que antes nunca había sentido. Era orgullo. Siempre se había sentido menos, una basura, sin valor alguno, era el suelo que pisaban los demás, pero ahora las cosas eran diferentes, ya no era él último. El sargento y el capitán lo miraban con interés, y sus compañeros dejaron de burlarse de él, no solo eso, sino que lo miraban con admiración, y lo más increíble era que estaba recibiendo el amor de la mujer que siempre creyó inalcanzable, ahora se podía permitir amar a una mujer.               
El entrenamiento terminó, y se hizo el momento de partir a la guerra. Muchos vieron su voluntad vacilar, no era lo mismo entrenar que caminar rumbo a un encuentro real. Se hicieron consientes de la realidad, de los que les podía suceder, la muerte ya no les parecía tan lejana. “Todos los soldados han muerto en batalla, nuestro enemigo es el más fuerte”, “¿Cómo puedes mantenerte tan sereno?”, le preguntaron en una oportunidad, y él les respondió con total sinceridad, “No le temo a la muerte porque conocí cosas peores”, esa frase hizo que los compañeros de su escuadrón se avergonzaran de sí mismos, un indigente tenía más valor que ellos. Y, sí, que conocía cosas peores. Conocía el dolor de la pérdida, de perderlo todo, familia, casa, trabajo, y del saber que nunca volverán. Conocía la tortura del hambre, de sentir sus tripas deseosas hasta el endurecimiento. Conocía lo violento que podía ser el frío y la noche, temblar sin detenerte por horas, pensando que ni el sol podría devolverte el calor que se perdió aquella noche. Conocía lo que era estar tirado en el suelo con una herida roja en el cuerpo, perdiendo sangre a borbotones, aguantando la tortura de los espasmos y de la fiebre, sabiendo que nadie vendrá a ayudarte, porque no eres nadie. Conocía lo doloroso de desear la muerte, porque era la salida menos dolorosa, era el término para una vida miserable, para todo sufrimiento, era volverte un cobarde que ya no resiste seguir viviendo. Desear la muerte era lo que más le había asustado, y ahora lo que deseaba era que nunca más, en lo que le restaba de vida, tener que llegar a ese estado de desesperación otra vez.            
Escucharon las trompetas sonar. El ejército enemigo estaba cerca y venía de masacrar un pueblito de agricultores. Eran el reino más sanguinario, no temían en matar a cualquiera, mujeres, niños o enfermos, los mataban a todos. Ningún ejército del rey había vuelto con vida a su encuentro, ningún hombre nunca pudo sobrevivir a las espadas de aquellos mercenarios.   
La batalla había sido feroz, los enemigos luchaban ciegos del deseo de sangre, eran como animales cebados por la carne humana, solo querían matar y destruir. Sus compañeros caían muertos a su lado, veía como la tierra se había teñido de roja, y el aire apestaba a metal agrio. El capitán y el sargento murieron en medio de la batalla, lo que desesperó a la compañía, no sabían que hacer, ni siquiera podían volver o replegarse, se sentían atrapados en medio del otro ejército, que eran mayor en número y fuerza. “¡¿Qué hacemos?!”, le preguntaron en un grito desesperado. Sin ninguna explicación la responsabilidad del ejército había caído sobre él, los mismos soldados habían elegido al más pobre como su nuevo líder, confiaban en él, en su espíritu inquebrantable y en sus ojos salvajes. “Lo único que puede acallar nuestras espadas es la muerte”, y así fue, los soldados pelearon sin detenerse, y con más fuerza que antes, y no bajaban las espadas hasta que la muerte los encontraba.  
Su compañía era conformada por mil quinientos hombres, y luego de esa batalla sólo quedaron ciento cincuenta con vida. El ejército enemigo había huido asustado, porque vieron que el ánimo de los soldados había cambiado, ya no lucían desesperados ni asustadizos, se habían convertido en personas diferentes, parecían nunca morir, llenos de sangre y heridas seguían luchando, como si alejaran a la muerte por propia voluntad, como si tuvieran fuerza sobre su propia hora, luchaban con fuerza y valentía, era como si alguien los impulsara a no rendirse. Y ellos no lo sabían, pero ese alguien era un hombre pobre, el más pobre de todos.  
El ejército estaba agotado, y sumamente herido como para avanzar fuera de ese lugar. Así que mandaron al soldado menos lesionado en busca de ayuda. Al otro día, el soldado volvió con el ejército escoltado del rey, quien iba al encuentro de los sobrevivientes lleno de emoción. Era el primer ejército que sobrevivía a una batalla con aquel reino enemigo. Como todos los oficiales de jerarquía murieron, y solo quedaban soldados rasos con vida, el rey pidió hablar con el líder de ellos, porque naturalmente siempre salía un líder cuando el anterior muere. Y Seios no se lo esperó cuando sus compañeros lo instaron a pasar al frente. El rey estuvo sumamente agradecido y emocionado, vio en aquellos hombres una esperanza para su reino. Los nombró como el ejército más fuerte del reino, y a Seios como su capitán.      
Esos hombres estaban contagiados por el espíritu del hombre pobre, luchaban con la misma convicción, y rechazaban el miedo a la muerte, por eso fueron invencibles. Tanto que su capitán, finalmente fue ascendido a capitán general una vez que el reino vecino fue vencido. Seios tenía el puesto más alto en toda la milicia y era el hombre más cercano al rey, ya que este le debía su reino a su fuerza de voluntad y su diligencia.   
La boda con Cicurina no tardó en llegar. Y se rumoreaba que fueron muy felices en su vida de casados. Tuvieron cinco hijos, a los cuales él amó con locura. Tenía una familia, ya no estaba solo, y fue en ese momento que conoció por primera vez lo que era el miedo a la muerte, era algo que creyó que nunca llegaría a sentir, pero lo sintió y con fuerza, entonces se dio cuenta que los que no le temían a la muerte eran personas infelices, porque el que se niega a morir, no lo hace porque fuera un cobarde, sino porque no quiere dejar su vida, porque tiene mucho que perder, no quiere dejar de sentir aquella felicidad. Pero por suerte las guerras estaban terminadas, ya no recibían amenazas de otros reinos, ya que la bravura del capitán general era bien conocida dentro y fuera del reino.   
En una reunión de funcionarios del rey, en la cual se trataban temas de la corona, el capitán general fue participe también y nunca creyó que pasaría, pero volvió a levantar su espada después de mucho tiempo, esta vez para defender al rey en persona. Varios nobles levantaron sus espadas contra el rey, querían derrocarlo. La batalla fue sangrienta, el unigénito del rey fue muerto por manos de un traidor, el general no lo pudo salvar, ya que los funcionarios traidores eran mayoría. El general al final pudo controlar la situación e hizo encerrar a los traidores hasta que fuera la hora de su muerte por alta traición.   
El rey yació varios días en cama, había sido gravemente herido en el levantamiento de los traidores y no podía recuperarse. La muerte era inminente, y él lo sabía. El rey hizo llamar al capitán general Seios, el hombre que él consideraba de más confianza, a su alcoba. Allí le informó sus intenciones, sabía que no podía detener su final, y que, con su único hijo muerto, no había heredero legitimo para la corona, y sólo había un hombre en el que confiaba lo suficiente para dejar el reino en sus manos y poder morir tranquilo. El general se resistió, ahora podía vivir en una casa grande y pertenecer a la nobleza, pero nunca pudo olvidar de donde venía, las calles estaban grabadas en sus recuerdos y constantemente le recordaban quien era en realidad. “Que un hombre pobre como yo tenga la corona, será un deshonor para usted y para todo el linaje real que en paz descanse”, “No eres un hombre pobre, eres un hombre fuerte, capaz de salvar a un reino entero, si no te hubiera tenido en el ejército este reino tendría a un mercenario por rey”. A pesar de que el general quiso rechistar, el rey no se lo permitió y en cambio le entregó la corona, de esa manera confiándole el reino entero a sus manos, y le hizo prometer que velaría por el reino con el mismo espíritu indomable con el que lo había hecho en batalla.  

La leyenda del rey pobre nunca fue olvidada en aquel reino, y nadie se atrevió ni una sola vez a cuestionar su lugar, porque su mandato fue regido con su espíritu inamovible, así como se lo prometió a su anterior rey.                                        

miércoles, 3 de enero de 2018

Canción a los lobos


            Una loba madre se despertó en medio de la lluvia. Escuchó un sonido que resaltaba sobre las gotas que caían del cielo, era un llanto como nunca había escuchado antes, era agudo, fuerte y sonaba desesperante. La loba antes de salir, revisó a sus cachorros que dormían pacíficamente, y mientras salía de la cueva fue perseguida por los ojos expectantes del macho alfa, quien la observaba a la distancia, inmóvil pero curioso.
            La loba hizo uso de su oído y de su olfato, y estos sentidos la llevaron hasta una criatura que desconocía. Era un cachorro de piel calva y rosada que lloraba con la boca abierta y la palma de las manos apretada fuertemente. La loba recogió al cachorro de las mantas que lo envolvían, procurando hacerle el menor daño posible. Y de esa manera lo cargó de vuelta a la cueva.
            Toda la manada se despertó al sentir un nuevo aroma invadir la cueva. Inspeccionaron a la criatura con su olfato registrando así el aroma del nuevo miembro de la manada.
            El macho alfa miró al cachorro con desconfianza mientras lo rodeaba acechante, recibió de su pareja un gruñido amenazante que lo obligó a detenerse. Y eso fue suficiente para que el cachorro que había recogido la hembra alfa sea aceptado en la manada.    
            Los meses pasaron y el cachorro crecía más lento que sus otros dos hermanos. Los cachorros de la loba ya podían caminar y correr, sin embargó, el cachorro salvado de la lluvia no hacía más que llorar y beber la leche de su madre adoptiva. Recién estaba aprendiendo a moverse, se sentaba en su lugar con dificultad, y a veces se arrastraba unos centímetros intentando seguir a su madre cuando salía de la cueva, pero sus esfuerzos eran en vano, porque con la fuerza que poseía en ese momento nunca podría seguirla afuera, y ese era motivo para llorar durante varias horas hasta que la loba decidía volver. A la noche la cachorra no pasaba frío, porque era abrigada por el espeso pelaje de sus dos hermanos y de su madre, incluso a veces la pareja de la loba se acercaba a hacerle compañía, generalmente pasaba sólo en las noches más frías.       
            La cachorra creció hasta convertirse en una niña, ya era capaz de moverse por sí misma, y de seguir a fuera de la cueva al resto de la manada cuando salía de caza, ella no podía participar, pero los miraba desde la distancia. Tampoco podía comer la carne cazada muy seguido porque le daba dolor de estomago y vómitos, por eso mientras la manada cazaba, ella se dedicaba comer algunas frutas que encontraba. Solía comer lo mismo que comían las liebres o los pájaros, porque esa era su seguridad que esa fruta no le haría mal, eso lo había aprendido luego de mordisquear una fruta de un horrible sabor, que la dejó varios días sin poder salir de su cueva porque sentía mucho sueño y mucho calor en todo su cuerpo, tanto que por un momento pensó que moriría, pero por suerte pudo recuperarse y volver a salir con su familia.               
            Una tarde, mientras se preguntaba por qué sus hermanos ya eran adultos y ella todavía seguía siendo una niña a pesar de que ya había vivido varios inviernos, salió a recolectar algo para comer, y fue allí cuando se encontró con una hermosísima ave, de muchos colores, y con una voz que la cautivó por completo. En esa tarde descubrió el canto, intentó imitar al ave, y se dio cuenta que no podía hacerlo, no sabía cómo copiar su voz melodiosa y aguda, pero se dio cuenta que ella podía cantar a su manera, sentía su garganta vibrar cada vez que copiaba el estilo de canto, y la ave le respondía en cada intento. Fue divertido, y cuando supo que ya había pasado el tiempo que necesitaba la manada para cazar, volvió en dirección a la cueva, se encontró con la manada en el río que quedaba a unos metros de la cueva, estaban saciando allí su sed luego de correr detrás de una presa.  
            Los lobos al verla llegar se alegraron enormemente, corrieron hasta ella y saltaron felices para recibirla, sus hermanos le lamían las manos, y su madre se acercó hasta ella, la niña le acarició el lomo repetidas veces, mientras su madre le rozaba el hocico cariñosamente contra su hombro.        
            La niña se sentía feliz y amada. Y con una sonrisa en sus labios, toda la manada volvió a la cueva para protegerse del frío de la noche.  
            Desde ese día la niña no dejo de cantar, y descubrió que cada vez que cantara los lobos iban hasta ella, donde fuera que se encontraba, una vez subió por el río hasta que ya no divisó la cueva, y fue allí que comenzó a cantar, y toda la manada no tardó en encontrarla, y cuando la vieron, sus hermanos saltaron sobre ella para demostrarle  su afecto. Ella se carcajeó al sentir las cosquillas de la lengua de los lobos sobre su rostro. Incluso una vez subió a un árbol muy alto y desde allí cantó, esta vez la manada tardó más en encontrarla, pero cuando lo hicieron se pararon sobre el tronco del árbol aullando en su dirección. Era un juego divertido de busca y encuentra, el cual la niña nunca se cansó de jugar.   
            Un día algo gris, que amenazaba con aparecer con una tormenta en cualquier momento, ella se encontraba acariciando el cuello del macho alfa quien recibía las caricias gustosamente. Aquel macho tenía una personalidad algo difícil, al principio no la aceptaba, incluso a veces le gruñía cuando intentaba acercarse a él, pero la niña se terminó ganando su afecto, ahora se dejaba apapachar con frecuencia, e incluso la acompañaba todas las mañanas cuando salía al río a tomar agua para protegerla, eso lo hacía desde esa vez que la había atacado un oso, y había sido el alfa quien la había defendido primero. Desde ese momento su relación había cambiado para mejor.   
            Ese día la niña notó que las cosas andaban medias extrañas, el bosque estaba más silencioso que de costumbre y se sentía como si una presencia que no fuera bienvenida se estuviera infiltrando en territorio que no le pertenecía. Ella se dio cuenta que no era la única que sentía esa extraña presencia, porque la manada se encontraba inquieta.  
            Unas voces que nunca había escuchado antes le llamaron la atención. Tanto que se levantó de donde estaba para seguir esos desconocidos sonidos. Se escabulló por el bosque hasta que encontró la fuente de aquellas voces, eran seres que caminaban erguidos, y al igual que ella tenían la piel calva y rosada. Se asustó cuando esos seres descubrieron su presencia, dijeron algo en su dirección pero ella no entendía lo que decían. Una de esas criaturas la tomó con fuerza por el brazo y fue cuando comenzó a gritar asustada, tenía miedo que la lastimaran, que la mordieran, como había hecho antes el oso con ella. El lobo alfa salió de entre los árboles al momento de escucharla gritar, y no perdió tiempo en saltar sobre la criatura que había asustado a alguien de su manada. Cayó sobre esa bestia y le hundió los dientes en el brazo. La bestia gritó con fuerza y golpeó al lobo con una patada en el vientre, pero a pesar del dolor que pudo sentir se volvió a levantar, y esta vez le mordió los pies. El gruñido del lobo fue apagado con un fogonazo de un tubo metálico, y un pequeño agujero se abrió en el costado del alfa, dos fogonazos mas cayeron sobre el alfa malherido, y al cuarto el animal dejó de moverse. La niña comenzó a llorar, ella no entendía lo que había pasado, pero sabía bien lo que era la muerte, la había visto miles de veces, en las cacerías, en las peleas de territorios, por eso podía saber que el alfa estaba muerto, y ese conocimiento causó tanto dolor en ella que no podía detener las lagrimas.    
            Esas bestias asesinas volvieron a tomar a la niña a pesar que ella se resistía, gritaba y lloraba, pero ella no tenía fuerza que medir contra ellos, ella seguía siendo todavía un cachorro.  
            La llevaron a un nuevo lugar, y la introdujeron en nueva manada, al principio no hacía mas que llorar, e intentar escaparse de nuevo con su verdadera familia, pero esas bestias le impedían irse. La vistieron, la bañaron, la alimentaron, le enseñaron a hablar y un montón de cosas, como a contar, el nombre de los colores y los días de la semana. Al principio se resistía, pero con el pasar de dos años lentamente comprendió lo que sucedía. Ella no era un lobo, ella pertenecía a ese lugar, con seres de su misma especie, tenía una nueva familia y nunca volvió a pasar frío, pero sin embargo todavía extrañaba a la manada.      
            Una noche luminosa, donde la luna se hallaba entera y radiante en el firmamento, escuchó a lo lejos unos aullidos conocidos. No esperó más, escapó por la ventana, y corrió alejándose de su casa, la cual quedaba a un quilómetro del bosque donde había sido rescatada. Y allí miró al cielo estrellado, y ampliando su pecho de aire, cantó como antes acostumbraba a hacerlo. Sintió su garganta vibrar nuevamente, cantó tan fuerte que le dolieron los oídos y su voz se podía escuchar a la distancia. Sus ojos se aguaron en pesadas lágrimas. El canto los llamó, y como siempre ellos acudieron a encontrarla. La manada salió de entre los árboles y corrieron hasta ella. Allí estaban todos los de la manada, incluso sus hermanos y su madre, solo faltaba el alfa. La rodearon felices, corrieron,  saltaron, le lamieron las manos y el rostro, mientras ella los abrazaba y les acariciaba las cabezas. Estuvo así más de una hora, hasta que escuchó su nuevo nombre ser llamado. Ella giró la cabeza y se encontró con su familia humana que la estaba esperando a la distancia. La niña se volvió a despedir de su manada con decenas de caricias, y luego corrió hasta los padres que la esperaban, ambos la tomaron de cada mano y volvieron caminando a su casa.  

            Todos los años en la misma temporada, la manada volvía al bosque, y por las noches respondían al canto de la niña, salían a su encuentro y se veían por un par de horas, cuando llegaba el momento de marcharse, la niña sabía que no volvería a cantar hasta el próximo año.