lunes, 29 de julio de 2019

En su lugar




              Una parte de su corazón murió aquel día, cuando la peor de las noticias llamó a su teléfono.
              — No, no puede ser. ¡Es mentira! — gritó la mujer mientras escondía su boca aulladora detrás de sus dedos, en un símbolo totalmente roto.
              — ¿Qué sucede, madre? — su hijo mayor, Javier, acudió de inmediato a la sala al escuchar los gritos de su madre.
              Cuando ella no pudo contestarle a causa de una histeria que para él en ese momento no tenía comprensión, decidió tomar el teléfono al que se mantenía aferrada con todas sus fuerzas.
              — Hola, ¿quién habla? — el gesto en el rostro del hijo mayor mudó por completo. Pasó de preocupación a una expresión de completa incredulidad.
              Sus ojos picaron en lágrimas cuando su cerebro al fin pudo recuperarse del shock y comprender lo que le decía aquella voz del otro lado del tubo.    
              — Estas son todas sus pertenencias — dijo el desconocido uniformado.
              Javier recibió la caja y su contenido, que ahora no serían más que recuerdos. Recuerdos dolorosos de lo que una vez fue.
              — Vamos, madre. Se hace tarde.
              — No iré — dijo sin mostrar la menor intención de levantarse de su cama.
              Él insistió, intentó consolarla e, incluso, obligarla, pero nada era útil. Ella se negaba a asistir y no había nada que la hiciera cambiar de opinión.
              Javier terminó por ponerse el saco, la última pieza del traje que le faltaba por vestir. Hoy vestía de negro, el color más parecido a la muerte.  
              — Dicen que el tiempo lo cura todo — dijo Javier mirando a su madre —. Pero ¿por qué parece ser inmune con ella?
              Los días habían pasado, las semanas y meses. El tiempo había trascurrido como siempre, segundo a segundo, avanzando, pero no se detuvo a esperar a que ella sanara la pérdida de su corazón. Ella no pudo avanzar.   
              — ¿Qué haces, madre? — le preguntó Javier al ver a su madre abrazada contra el teléfono celular.
              — Estoy esperando su llamada. Hace mucho que no se comunica conmigo.
              — Madre, William está muerto — Javier sintió que su corazón se estrujaba en una punzada de dolor al decir el nombre de su hermano menor muerto. Había pasado tiempo, pero todavía dolía.
              — Sé que todo es una mentira, una madre sabría si su hijo está muerto. Y te lo mostraré cuando me llame por teléfono.
              ¿Cuántas veces habían tenido esta discusión?, ahora él le diría que William estaba muerto desde hacía meses y que ya era hora de aceptarlo y dejarlo ir en paz… pero esta vez algo cambió: Javier decidió no negarlo. Lo dejó estar.
              Cuando uno no es capaz de superar el duelo y se queda estancado en la tristeza, esta se puede volver mortal.
              Su madre comenzaba a volverse cada vez más enferma. Esperaba día y noche, con los ojos abiertos, que William la llamara.
— Él lo prometió. Él prometió llamarme — la mujer había cambiado su semblante vivaz por uno que se asemejaba a la de los muertos. Permanecía muerta en vida. Sus ojos estaban carentes de cualquier luz alegre y su voz se había vuelto un valle desierto.
— Su mente no aguantará por mucho más — entendió el hijo mayor. Debía hacer algo de inmediato o también perdería a su madre.
— ¡Hijo! ¡Lo sabía! — Javier la miró sorprendido. Su madre se había levantado de la cama después de meses de negarse a hacerlo, incluso había corrido por la casa hasta encontrarlo.
— ¿Qué sucede? — le preguntó con interés, y con la alegría y esperanza volviendo a nacer en su corazón, sólo por ver a su madre con una sonrisa en el rostro.
— Mira — dijo y le extendió el teléfono celular para que lo chequeara por sí mismo.
— “Madre, disculpa que no te contesté en todo este tiempo. Estuve muy ocupado con los estudios. Espero que estés comiendo bien y cuidando de tu salud. Adiós, te amo.” — Javier leyó en voz alta aquel mensaje de texto en la pantalla.
— ¿Ves? Yo tenía razón — le dijo a su hijo mayor — William no puede estar muerto.
— Tienes razón, madre. Él está vivo.   
— Javier, ¿por qué tu hermano no me contesta?
— ¿Qué dices, madre?
— Han pasado tres semanas desde que se comunicó conmigo. ¿Y si le sucedió algo?
Javier miró a su madre con algo de culpa. Aquel mensaje había avivado el espíritu de su madre. Pero ese día comprendió al ver las nacientes bolsas negras debajo de sus ojos, que un solo mensaje no era suficiente.  
Javier subió al desván y colocó la escalera sobre el final del estante. Subió hasta el último escalón y rescató del primer estante aquella caja, que había ocultado de la vista de su madre enferma.
— No creí que tendría que hacerlo por segunda vez — coló su mano al interior de la caja hasta dar con el aparato tecnológico. Lo prendió y escribió un nuevo mensaje de texto.
Releyó lo escrito en su mente un par de veces. Y cuando se aseguró que lo escrito era lo suficientemente convincente apretó el botón de enviar.  
Suspiró algo apenado y volvió a guardar la caja en el estante, pero había algo diferente, esta vez llevaba el teléfono en el interior de su bolsillo.
— William ¿no te parece que ya es tiempo que vuelvas a la casa de tu madre?, no puedes mentirme, dijiste que tus estudios durarían dos años y este ya es el cuarto año que pasas lejos de casa. ¿Acaso no quieres volver? — la mujer estaba sentada en su cama mientras apretaba el teléfono contra su oído esperando escuchar la voz de su hijo.  
— Tienes razón — rio del otro lado una voz juvenil, tan familiar para ella —. No puedo engañarte, ¿no?
— ¿Cuándo regresas? — volvió a insistir la mujer.
— El lunes estaré allí.
— ¡Qué bueno, hijo! ¡No vayas a fallarme!
Cuando un celular en la habitación de al lado finalizó la llamada, la mujer, al mismo tiempo, escuchó el tono en su propio teléfono, anunciándole con un pitido intermitente, que ya no había nada más que decir por ese día.
— ¡Mi querido hijo! ¡Te extrañé tanto! — dijo mientras abrazaba al joven que se paraba frente a ella.
Esta mañana habían tocado a su puerta, y las lágrimas no se habían hecho esperar cuando escuchó — Mamá, soy yo, William, he vuelto a casa.
Javier había tomado el papel de su hermano pequeño y ya no podía deshacerse de él. Cada vez subía un peldaño más al temer que su madre pudiera descubrirle la mentira y que las repercusiones fueran peor. ¿La mentira podía ser aún peor que la pérdida?
Primero había sido un mensaje de textos, estos fueron menguando y en su lugar fueron remplazados por llamadas de voz. Terminó accediendo a volver a casa cuando su madre comenzaba a sospechar de su ausencia.     
Dejó de dirigirse a sí mismo como Javier para tomar todo de su hermano, su nombre, su vida, su lugar.
Al principio se sentía como un ladrón suplantando una identidad que no le pertenecía. Pero con el pasar de los días sintió que algo lo poseía, algo que no era él mismo.
Comenzaban a gustarle las mismas cosas que a su hermano menor, tenía los mismos intereses, en música, en comidas, en aficiones…    
Y se preguntó si esos nuevos afectos eran suyos o le pertenecían a alguien más.
Comenzó a escuchar su nombre cada vez menos. Y cada vez más le parecía que William era más acorde a su persona, a lo que era ahora.
— Ya no recuerdo cómo era el yo de antes: mi verdadero yo.
— ¿Qué sucede, William? — le preguntó su madre mientras cenaban — Te noto perdido en tus pensamientos.
— Suena loco, pero siento que he olvidado algo.
— ¿Qué cosa?
— No qué, sino quién.    
— No te entiendo, William — su madre lo miró confundida —. ¿Te sientes bien?, ¿quieres ir al hospital?
— Dime, madre ¿cuál es el nombre de mi hermano?  
— ¿Cuál hermano?  
— Tienes razón, yo nunca tuve un hermano. Lo siento por preocuparte.
Había recuperado a su hermano, pero se había perdido así mismo.

Fin.