martes, 8 de agosto de 2017

Ella es árbol de vida

      


          Hay algo que se le escapa al hombre, algo intangible. Es tan sutil como fuerte. Se puede percibir pequeños fragmentos de aquel mundo metafísico, pequeños atisbos que se escapan a nuestro mundo mundano, que como error se dejan ver. Es el misterio más grande que despierta en el corazón del hombre. El desconocimiento es tan doloroso como la duda, lo que ha llevado al hombre a intentar incursionar por filosofías y magias que lo acercaran a la verdad, a descubrir un puente que conecte ambos mundos. El ascetismo se manifiesta de múltiples formas, pero ninguna parecía ser suficiente. Demógenes era un hombre que se había fascinado por el misticismo. Luego de la conquista sobre Roma, había sido llevado a París, allí luego de conocer a varios humanistas, se contagio de ellos. La duda, la curiosidad, el anhelo se habían clavado en su interior con fuerza y no lo dejaban en paz. Pero un mito era el que lo tenía fascinado, incluso era ladrón de su sueño por las noches.

          Fue un día, que creyó que había encontrado lo que buscaba, fue un simple rumor, la mención de una disciplina que no había escuchado hasta entonces. Muchos estudiaban la Cábala, la creían un puente, un medio para alcanzar la verdad, aquella intersección entre lo finito e infinito. Y Demógenes decidió comprobarlo por sí mismo. Uno de los rumores menos frecuentes fue el que lo impulsó a estudiar el Torá, y fue ese mismo que se empecinaba en comprobar. Pasó horas entera, días encerrado, sin despegar los ojos de aquellas escrituras hebraicas, miró, observó, estudió cada signo alfabético de aquellas hojas. Se había aprendido hasta aquel color ambarino y quebradizo de la textura de aquellos pergaminos, también como el aroma añejo y polvoriento que desprendía la superficie, se había estancado en su nariz.

          Cuando creyó que había descubierto el secreto, se levantó de la silla, apoyó las palmas huesudas sobre la madera de la mesa. Respiró hondo, y se mantuvo allí, inmóvil, unos minutos. Luego comenzó con los preparativos. Apartó todos los muebles de la sala, hasta dejarla completamente despejada y vacía. Cerró todas las ventanas, quedando en oscuridad completa. Prendió las velas, una por una, y las distribuyó por la habitación de manera uniforme. Buscó el crayón blanco, y arrodillado en el suelo, evocó a su memoria todo lo que había aprendido en estos días. Raspó la superficie del crayón sobre el suelo, dejando una centella blanca por donde lo pasaba. Lo retrató todo.

          Comenzó con la raíz, que al mismo tiempo es la cabeza, la corona, lo más elevado y lo primero, es Kéther, el Padre. Es el inicio, desde allí comienza el orden que dará lugar a que el rayo de la creación descienda al mundo.

          Luego ascendió, creando ramas, caminos, que se bifurcaban hasta llegar a los Instrumentos que tuvieron protagonismo en la obra de la creación. Una de ellas fue Jojmáh, la sabiduría con la que se fundó la tierra; Bináh la inteligencia capaz de afirmar los cielos y Dáat, la ciencia con que los abismos fueron divididos.

          Demógenes se detuvo un momento, enderezó las rodillas, volviéndose a poner en pie, mirando el progreso de su trabajo, lo estudió desde arriba, no podía cometer ningún error, el más pequeño error podía significar fracaso, y su obsesión en la materia no le dejaba tranquilo en pensar que todo este trabajo podía ser en vano, no llegar a funcionar. Le temía al fracaso. Se limpió el sudor que se arrastraba por su frente arrugada con el reverso de su manga. Y volvió al trabajo.

          Continuó con las siguientes Sephiróth, aquellas pertenencias del divino, propiedades, cosas que los humanos ven como objetivos, y buscan con menester, pero son volubles y temporales. Pero no nos pertenecen, son incumbencias sagradas. Las esferas se abrían para encerrar a Jésed, la magnificencia y Guevuráh, el poder, continuaba por Tiphéreth, conocida como gloria, luego estaba pintada la victoria, Nétzah en hebreo y el honor, Hod. Luego fue por aquellas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra que son Kol y Yesod. Y marcó Maljuth, la última de aquel grupo, el reino.

         Volvió a erguirse, se paró sobre el Árbol de la Vida, observó las Diez Sephiróth, las cuales las había distribuidas en tres columnas, la columna del Equilibrio, la columna del Rigor, y la columna de la Misericordia.

         Estaba terminado, y sintió como la satisfacción lo invadió. Su corazón se agitó, y por un momento pensó que se quedaba sin aire. La tensión era demasiada, y tenía ciertos efectos sobre su longevo cuerpo. Tardó unos minutos, pero volvió a recuperar la cordura. Pensó en lo que había hecho. La mayoría estudiaba la Cábala para alanzar la iluminación, llegar a Dios y unirse a él. Sentían la satisfacción en creerse más beatos, más santos. Pero él no era una persona como ellos, él no buscaba ver a la cara al creador, pensó que ya lo vería en el momento que llegara su hora de morir, y estaba seguro que no faltaba mucho, ya estaba muy viejo y sabía que su muerte se acercaba. Lo que Demógenes buscaba era un tanto diferente, había un rumor que se había extendido entre los eruditos que había estado frecuentando últimamente: “La Cábala no es solo un medio para llegar a Dios, también es un sistema de invocación”, eso había dicho el famoso poeta, y Demógenes le creyó, solo ahora debía comprobar si realmente era cierto, y algo, una corazonada algo lúgubre, le decía que lo era.

          Decidió no perder más tiempo, fue a buscar aquella cajita de madera de roble, que guardaba una espada corta en su interior, pero no era una espada cualquiera, Demógenes la había hecho bendecir por el arzobispo de París. La tomó con cuidado y hundió la hoja metálica en la carne de la palma de su mano. Una invocación requiere de una ofrenda, se dijo mientras aguantaba el dolor que le generaba al abrirse una herida voluntariamente. Un surcó de sangre comenzó a brotar de su palma, y la encausó por los senderos del árbol, comenzó en el Aleph, y fue recorriendo los caminos hasta llegar a Tav. Mientras hacía el recorrido, no se quedó en silencio, comenzó a recitar:

          — "Bendito seas Tú, oh YHVH, Dios de Israel nuestro Padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh YHVH, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh YHVH, es el reino, y Tú eres excelso sobre todos.” — cuando llegó a al decimoprimer sendero, Kaph, se detuvo por menos de un segundo y reinició su recitación, cambiando a un proverbio— "Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; Porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, Y sus frutos más que el oro fino…”

          No pudo terminar de recitar, porque cuando la última gota que escapó de su herida llegó a Tav, el último sendero, sintió un fuerte estruendo que sacudió el suelo y las paredes, un segundo después una sensación quemante lo azotó con fuerza, sintió como fuego subía por su espalda y se colaba por su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Su visión desapareció, por un momento olvidó donde estaba, no sentía nada, era como si no tuviera cuerpo y fuera solo alma y espíritu. Unos segundos después su visión volvió, pero ya no estaba en su casa, estaba parado sobre la nada, todo a su alrededor estaba vacío, solo había luz brillante. Caminó sobre la nada, se fue acercando, paso a paso, hasta que divisó a lo lejos tres montañas, de picos altos y piedras brillosas, y delante de ellas se hallaba una enorme puerta dorada, de oro reluciente. Escuchó una voz barítona, tranquilizadora y potente que le dijo:

         — “Ella es árbol de vida a los que de ella echan mano, y bienaventurados son los que la retienen.”

         Luego de esas palabras la puerta de dos hojas se abrió lentamente, mostrando un interior luminoso. Era la presencia de Dios, lo sabía. La curiosidad por un momento lo hizo avanzar hacia la puerta, pero se recordó que ese no era su objetivo, todavía no quería conocer al creador.

         —Y la retengo, por eso toma de ofrenda mi sangre, mi sacrificio, y a cambio has propicio de la invocación, del intercambio — le respondió a la voz, manteniéndose recto, sin mostrar una pizca de miedo ni sumisión.

         Un fuerte viento comenzó terminadas sus palabras, tuvo que entrecerrar los ojos, pero no los apartó de la puerta que estaba frente a él, la cual comenzó a cerrarse, guardando en su interior aquella presencia que nadie debe ver en vida. El fuego volvió, pero esta vez de una manera violenta, apresó su corazón con garras encendidas y quemó su cerebro como si con lava se tratase. Sentía dolor desgarrador, intentó gritar, pero su boca no quería proferir sonido alguno.

          Se vio de vuelta en su casa, en su sala, frente al árbol de crayón que había dibujado en el suelo, pero no estaba solo en su casa. Un joven hermoso estaba parado frente a él. La habitación, antes inmersa en oscuridad, a excepción de unas pocas velas, ahora estaba iluminada, la presencia de aquel joven, la llenaba por completa, su luz penetraba cada rincón de la sala, como si fuera de día. Demógenes observó al joven al rostro, el cual tenía facciones hermosas, casi andróginas. Entonces lo supo, la invocación había funcionado. Tenía un ángel ante él. Su corazón se encendió con entusiasmo de solo pensar en lo que había hecho y de todo lo que sería capaz a partir de ahora.

          — ¿Cuál es su nombre? — le preguntó el anciano, intentó ponerse de pie, pero la presencia de aquel joven parecía mantenerlo reducido, inmóvil en el suelo.

          —Soy potestad Sensiner, una de las custodias de las fronteras, mi tarea es vigilar los márgenes del mundo espiritual con el mundo físico. Y se ha roto el equilibrio, usted no pertenece al otro mundo, ni yo a este — el ángel rebuscó dentro de su túnica, y sacó de su interior una espada larga, que parecía brillar de manera preeminente, la sostuvo de su empuñadora plateada, mientras apuntaba el filo metálico hacía el anciano.

         — ¡¿Qué piensas hacer?! — preguntó Demógenes al ver como Sensiner empuñaba la espada frente a él. Se arrastró hacia atrás, pero escapar era imposible, su cuerpo se sentía débil y cansado, apenas se pudo separar unos centímetros de aquella aparición.

          — Mi deber es mantener custodia sobre las fronteras espirituales. Debo eliminar la amenaza y volver los mundos a su habitual equilibrio.

          — ¿Yo soy la amenaza? — la pregunta de Demógenes no fue contestada, porque su respuesta era obvia, él era el peligro, él era el que había roto las fronteras y traspasado a lugares desconocidos que no pertenecen a este mundo.

         Senciner blandió la espada con fuerza, el anciano intentó huir de nuevo, pero fue inútil, antes de que pudiera arrastrarse un centímetro más allá, la espada del ángel le atravesó el pecho. Senciner se quedó junto al cuerpo hasta que este expiró su último aliento, y estando así seguro que Demógenes estaba muerto, su presencia se esfumó de la sala, volviendo al plano espiritual, a donde pertenecía.