viernes, 31 de julio de 2015

Tu amor


Tu amor,
es un sentimiento breve,
primero me quieres,
luego me hieres.

Tu amor,
ya no significa nada,
para mi alma lacerada,
has roto la confianza.  

Mi amor,
se ha enfriado,
como en los días nevados,
de un invierno calado.

Mi amor,
ya no ha de existir,  
mi corazón ya no lo escuchó latir,
      sólo gracias a ti.    

miércoles, 29 de julio de 2015

Telarañas en la azotea


           ― ¡No quiero hacer los deberes!― Gritó Theo mientras arrojaba sus cuadernos por el aire.
― ¿Acaso quieres desaprobar el examen?― Le preguntó su hermana muy preocupada, había intentado casi todo para que su hermano estudie, pero hiciera lo que hiciera, Theo se negaba a abrir un solo libro.   
― No me importa― Le dijo el niño levantándose de la mesa.  
― ¡Te vas a arrepentir!― Le gritó ― El conocimiento nutre la mente y nos vuelve sabios.
― Prefiero ser un burro y jugar todo el día, que perder el tiempo con estúpidos libros aburridos― El niño se alejó de la sala dando pisadas fuertes, apenas captando lo último que le gritó su hermana.
― ¡¿Acaso quieres telarañas en la azotea?!
Theo le hizo caso omiso a sus palabras, y se dirigió a su cuarto, estaba decidido en invertir su tiempo en cosas más divertidas.    
Vio la televisión, jugó a la computadora y a la Play durante horas, también se entretuvo buen rato con sus viejos juguetes, salió a la vereda a juguetear con los vecinos a la pelota, tomó mucho helado y se compró muchos caramelos que seguramente le traerían miles de odiosas caries, pero no le importó. ¡Se estaba divirtiendo mucho, de verdad!    
Llegó la noche y se acostó sin preocupación alguna, sabiendo que mañana por la mañana tendría un examen y no había estudiado ni un poco.
Durmió profundamente durante varias horas, hasta que un extraño sonido de charrasqueos lo despertó. Se levantó de su cama muy confundido, aquellos sonidos agudos no dejaban de repiquetear en su cabeza. Muy asustado corrió al baño. ¿Qué le estaba sucediendo?    
Se miró en el espejo, a simple vista no veía nada raro, pero al girar su cabeza pudo ver en el interior de su oído, que un montón de pequeñas arácnidas tejían y destejían sus blanquecinas telarañas.  
Donde debería estar su cerebro no había más que un nido de arañas.  
Theo al verse envuelto en tal horrenda situación, dejó escapar de su garganta un profundo gritó desesperado.
De repente estaba nuevamente en su cama, con las luces apagadas y la cabeza libre de arañas. Todo había sido un aterrador sueño. No lo dudo, se levantó de su cama y se dirigió a la sala, donde tomó los libros y sus cuadernos.
La hermana que lo escuchó gritar, salió de su habitación muy preocupada, encontrando a Theo sobre la mesa, con todos los libros abiertos de par en par frente a él. Estaba estudiando. La joven no podía creer lo que sus ojos le mostraban.
El niño al ver la cara de sorprendida de su hermana, le explicó:
― No quiero telarañas en la azotea.

La joven rió y se sentó junto a Theo, para ayudarlo a estudiar. 

lunes, 27 de julio de 2015

Gárgola


                Desperté sobre la cima de una catedral, estaba en cuclillas sobre una baranda de piedra. No recordaba cómo había llegado hasta allí.  
                Giré lentamente, sintiéndome mi espalda pesada, hasta encontrar mi reflejo sobre la vidriosa superficie del ventanal. Mi reflejo no era el mismo de antes. Tenía la piel cubierta de escamas de piedra, alas de murciélago y cuernos de venado, parecía un dragón, un demonio. Me asuste de mi propio reflejo. Para mis ojos era un extraño.     
                Estaba decidida a averiguar que me sucedió. Antes tenía una vida, era maestra, tenía una casa y un auto. Tenía familia, dos hijos y un maravilloso esposo, los amaba, y no sabía si volvería a verlos. Quise llorar, pero me resistí. Llorando no se soluciona nada, las acciones son las que resuelven los problemas, no las lágrimas.    
Abrí las alas lentamente, sintiendo como mi cuerpo se volvía ligero, cuando atrapaban las corrientes de aire entre sus membranas.    
Respiré hondo, recaudando en mi pecho la valentía que necesitaba, y salté. Me tiré de la baranda hacía el vacio, capturando con mis alas la atmosfera, que de llevarme hacía abajo, me llevaba hacía arriba. Si agitaba mis alas, me elevaba aun más. Volé alto, muy alto, perdiéndome entre las nubes, no quería que nadie me viera así, mucha gente se asustaría. Ya podía imaginarme una horda iracunda que me perseguía con sus antorchas incandescentes y sus puntiagudos tridentes de campo.
Volé hasta mi casa, aterrizando en mi patio. Mi perro me recibió felizmente como siempre, a él no le importó mi aspecto. Miré por la ventana de la puerta, no había nadie. La abrí, revisé en todas las habitaciones, la casa estaba vacía.
¿Dónde podrían estar?  
Salí volando, en dirección al hospital, tenía un presentimiento extraño, sabiendo que los encontraría allí, esperaba que mis hijos y mi esposo estuvieran bien. No soportaría que algo malo les hubiera ocurrido.         
Me aventuré a entrar por la puerta principal, no me importaba si la gente comenzaba a gritar o salir corriendo de mi nueva imagen, quería asegurarme que mi familia estuviera bien, pero no sucedió lo que yo esperaba que sucediera, las personas no gritaron ni huyeron de mí, ni siquiera notaron mi presencia. Caminaban pasando a mi lado como si yo no estuviera ahí.             
Muy extrañada comencé a recorrer el hospital. Al final los encontré, mi esposo tenía al más pequeño entre brazos, mientras mi hijo más grande dormía sentado a su lado. Mi esposo tenía una expresión que nunca había visto en él, estaba sumamente triste, como si algo horrible hubiera sucedido.  
Me paré frente a ellos, pero tampoco me vieron. Miraban a través de mí, hacía la puerta de la sala de terapia intensiva. Esa puerta se abrió, saliendo un doctor en dirección para encontrarse con mi esposo, le dijo algo a lo que no le presté atención, porque lo que vi dentro de la habitación me impactó aun más. Era yo.   
Mi cuerpo estaba sobre una camilla, todo entubado, con un respirador artificial y un electrocardiógrafo, que contaba las débiles pulsaciones de mi corazón, marcándolos con un intermitente pitido.

Me acerqué hasta mi cuerpo, estirando mi callosa nueva mano, para tocar mi antiguo cuerpo, y en el momento que mis dedos rozaron la fría piel del cuerpo inerte, aquellos agudos pitidos se dilataron volviéndose infinitos.       

jueves, 23 de julio de 2015

¿Yo, un mago?


Les presentó a Charly Smile, un jovencito muy delgaducho, pelo negro azabache, al igual que la pupila de sus ojos, con manos delgadas, pero de dedos cortos. Era un chico igual que cualquier otro, o por lo menos, antes lo era.  
Un día como cualquier otro, las cosas cambiaron. Camino al granero algo muy extraño le sucedió. Les contaré como sucedió exactamente: Todas las mañanas, Charly se encargaba de limpiar todo el excremento, que por cierto eran montañas, de alimentar a las gallinas, a los conejos y a las vacas, y además de volver a llenar los baldes con agua, que durante la noche los animales habían bebido.     
Mientras caminaba hacía el granero escuchó un ruido detrás de él, como si alguien lo siguiera, pero cuando volteó para ver de quien se trataba, no había nadie. Charly se encogió de hombros, seguramente habrá sido alguna gallina que se escapó de su corral, o alguna curiosa rata.
Ya dentro del granero, mientras llenaba un barril cortado por la mitad, con maíz para las gallinas, una oscura sombra lo cubrió, se ramificaba con furiosas ramas por el suelo hasta llegar a él. El niño quiso gritar pero una fría mano huesuda tapó su boca, impidiendo la salida del grito:
― ¡Shhh!― Le dijo el dueño de aquella sombra ― Vengo a sacarte de esta asquerosa pocilga llena de estiércol― Él niño se sorprendió al escuchar aquella voz avejentada y ronca, pero profunda y mística al mismo tiempo ― Tú chico, no estás hecho para esto― Le dijo retirando la mano de su boca, el anciano se dejó ver por los oscuros ojos del niño.
El niño retuvo un gritó al ver a aquel horrible hombre, de rostro delgado, tanto que sus enormes ojos parecían estar descansando sobre dos huecos vacios, su piel lucía achicharrada por la edad, y el blanquecino vello que cubría su mentón y boca, se veía grueso y áspero. Lo más extraño de él, no era su avejentado y demacrado aspecto, sino en el par de sucios harapos en el que estaba envuelto, una pesada túnica caía sobre su débil cuerpo esquelético, Charly no pudo dejar de preguntarse si no le pesaría mucho aquella túnica gris al caminar, y su inusual bonete viejo y puntiagudo. Sin mencionar el extraño colgante que llevaba al cuello y el bastón que sostenía su viejo cuerpo, con una empuñadura de un cráneo, de vaya a saber uno de que animal era.
Charly no hizo lo que haría cualquier persona normal al encontrarse con semejante viejo frente a uno, no salió corriendo, no intentó gritar para pedir ayuda, no intentó defenderse de aquel anciano, sino que entabló una conversación:    
― ¿A qué te refieres con que no estoy hecho para esto?, es la granja de mí padre, y en poco tiempo será mía― Le dijo mientras pensaba en su enfermo padre, que le prometió heredarle la granja una vez que muriera, lo cual no faltaba mucho, teniendo en cuanta su deplorable salud. Para heredar la granja debía probarle que estaba hecho para trabajar en ella, por eso mismo se levantaba muy temprano todos los días para cuidar de los animales. No quería decepcionar a su padre.  
― Charly, tú no eres un granjero, eres un mago― Le informó el anciano, haciendo énfasis al decir mago.
― ¿Cómo sabes mi nombre?― Dijo desconfiando del anciano, pero luego agregó muy confundido ― ¿Yo, un mago?
― Sí Charly, sí.
― ¿Cómo es posible?― Le preguntó el niño incrédulo, sospechaba que este viejo estaba loco.
― Como te habrás dado cuenta, yo estoy muy viejo, y solo puede haber un mago por pueblo, por eso mismo tú serás mi remplazo― Le dijo colocando su mano en el hombro del chico, empujándolo de aquella forma para que se dirigiera a la salida del granero.
― ¿Cómo se que en verdad eres un mago y no un viejo loco que intenta raptarme?― Le preguntó Charly clavando los pies en la tierra, no iría a ninguna parte sin una mejor explicación.
― ¡Ya te lo he explicado!― Le gritó el anciano exasperado ― ¿Tu quieres una demostración?― Le preguntó, Charly respondió con un silencioso asentimiento ― Esta bien.
El anciano mago se remangó la túnica, y levantando con lentitud su extraño bastón, apuntó la calavera de la empuñadura hacia el balde sin agua. 
― No queremos que los animales mueran de sed, ¿No?― Le preguntó.
― No, mi padre me mataría―Respondió el joven.
Los ojos de la calavera se encendieron en una extraña luz roja, y el balde se terminó de llenar de agua solo, en un momento estaba vacío, y al otro estaba lleno, rebosante en cristalina y fresca agua. El niño se acercó al balde con los ojos muy grandes, nunca había visto nada igual.
― Definitivamente quiero ser un mago― Dijo mientras corría con entusiasmo hacía la puerta del granero ― Vamos― Le dijo Charly al anciano.
― Espera, no olvides que estoy muy viejo― Le recordó mientras se acercaba al niño dando pequeños pasos lentos.
El anciano guió al niño por el bosque, se perdieron por las profundidades, atravesando árboles, canales, claros y más arboles. Trepando algunas subidas, escalando algunas bajadas, esquivando algunas piedras, era un camino muy escarpado. Al final llegaron, una vieja casa de piedra, con ventanales grandes, y arcos que rodeaban la entrada. Techos altos y paredes impenetrables. Una enorme puerta de madera, era la entrada principal, el anciano tiró todo su cuerpo sobre la hoja de la madera para abrirla. Ambos entraron al interior.
Los ojos de Charly Smile se abrían con emoción ante todo lo que veía, estaba en la casa de un mago, todo lo que le rodeaba era sorprendente. Armaduras vacías rodeaban el pasillo principal, si las miraba con atención, a veces podías ver dos ojos rojos en el interior de los oxidados yelmos, Charly no se aventuró a preguntar, ya que le daba miedo saber la verdad.       
Bajaron por una ancha escalera de caracol, con escalones de piedra, que llevaba a la biblioteca.  
Las paredes estaban colmadas de estanterías de viejos y gruesos libros, había mesas o cajas que guardaban extraños artefactos, como relojes de arena verde, extrañas calaveras, medallones y frascos con misteriosos contenidos.  
El mago abrió una de las cajas, de su interior sacó una pequeña túnica celeste y un pequeño bonete anaranjado de estrellas.  
― Póntelos. Para ser un mago, primero debes lucir como un mago― El niño se colocó la túnica y el bonete, que por cierto le quedaba muy apretado.   
― ¿Por qué usted tiene un gran sombrero y yo esté, tan pequeño que casi no me va?
El anciano no le hizo caso a su queja, tomó de la librería un pesado libro de tapa roja, y se lo entregó al niño:
― Ábrelo en la primer página― El niño obedeció de inmediato, abriendo el libro con entusiasmo y miedo al mismo tiempo.  
― Manual para el aprendiz― Leyó Charly el título que se mostraba en la primera pagina.
― Sí, tu eres un aprendiz ― Le dijo el mago― Por eso tú tienes un gorro pequeño, cuando seas un mago de verdad te ganaras el derecho de llevar un gran sombrero.
El niño asintió a sus palabras con resignación, se sentía ofendido por tener que llevar aquel estúpido bonete de bebé.
― ¿Y cuando tendré mi bonete de verdad?― Preguntó Charly esperanzado.
― Cuando hayas completado todas las pruebas del libro― Le respondió.
― Y ¿Cuántas pruebas son?
― Cientos de miles, depende.
― ¿Qué cosa depende?― Preguntó confundido.
― De qué tan buen mago seas, cuando mejor eres menos pruebas harás.
― Ah― Exclamó Charly ― y ¿Cuál es tu nombre?
― Mi nombre no importa, tú me conocerás como maestro― Le respondió tomando una lámpara de una de las cajas.
― ¿Por qué no importa?, maestro.
― ¿Acaso nunca te callas? ― Le preguntó mientras encendía la lámpara, con la magia de su bastón.   
― Perdón, maestro.  
El anciano rodeó los ojos con fastidio, este niño era exasperante.
― Lo primero que tienes que aprender es a tratarme con el debido respeto, no puedes asediarme con tantas preguntas, lo sabrás todo, pero a su debido tiempo, ¿Entendiste, Charly?
― Sí, maestro― Le respondió el niño muy humillado, bajando la mirada hasta el suelo.
― Eso espero ― El anciano tomó el libro de las manos pequeñas del jovencito, y releyendo en su mente las primeras páginas varias veces, dijo ―La primer prueba es la más importante, es la que nos dirá si en verdad eres un mago o no.  
El niño moría por interrogar al anciano, ¿Qué significaba todo eso?, pero se contuvo, tragándose sus dudas y curiosidad.   
El mago llevó al niño hasta una nueva habitación, pero antes de ingresar por la puerta, le vendó los ojos: 
― ¡Ve niño!― Le dijo empujándolo hacía el interior de la habitación, el niño no veía nada, no sabía dónde estaba.
― ¿Qué debo hacer?― Preguntó asustado.
― No puedo decírtelo, en eso consiste la primera prueba.
El niño caminó en la oscuridad, estirando sus manos, no sabía si debía encontrar algo, o esquivar ese algo. No sabía nada de nada.   
En un momento sus manos tocaron algo, se lo sentía pesado y lleno, su superficie era de madera. Sospechó que era un barril, por su forma redonda. Se aventuró a meter su pequeña mano en el interior. Sus dedos se empaparon de inmediato, ¿Era agua?, el anciano en ese mismo momento le retiró la venda de los ojos.   
La habitación estaba vacía, excepto por dos barriles idénticos, uno contenía agua cristalina, y el otro, agua sucia. Su mano estaba en el interior del barril con agua limpia.    
― Muy bien― Lo felicitó el anciano palmeándole el hombro. Había pasado la primera prueba.
Para la segunda prueba entraron a otra habitación, en un costado había cientos de ramas y leña, de diferentes formas y tamaños, en el otro, decenas de distintas herramientas, serruchos, tijeras, hoces, machetes y otras extrañas herramientas filosas, que Charly nunca había visto en su vida.            
― Ahora, Charly, te toca hacer tu propia varita― Al escuchar estas palabras el niño lanzó una carcajada de emoción ― Elige una rama, y una herramienta para tallarla, puede ser del tamaño que quieras y con la forma o dibujos que te plazca.
El niño revisó el montón de ramas, y eligió una delgada y elástica, no muy larga, ni muy corta. Luego tomó un cincel, con el cual le sacó la corteza áspera a su rama, hasta dejar la superficie lisa y suave.   
El anciano miró la varita muy sorprendido:
― Excelente, yo a tu edad nunca se me hubiera ocurrido cosa igual― Dijo felicitando al chico con una enorme sonrisa ― Tamaño perfecto, el grosor indicado, y la superficie lisa, para que la magia no se atasque en ella― El anciano contempló la varita muy de cerca, muy sorprendido.    
El niño sonrió orgulloso, no había nada que le gustara más que recibir elogios.
La tercera prueba fue una de las más difíciles.
El mago llevó al niño al bosque, y estuvieron caminando sin parar por horas:
― ¿Qué estamos buscando, maestro?― Preguntó el niño con las mejillas rojas, hacía horas que estaban caminando por el bosque sin ningún rumbo fijo.
― Cuando veas algo, lo que sea, y lo sientas correcto, ¡Tómalo!― Le dijo el anciano ― Sí te rindes ahora, ya no hay vuelta a tras, no puedes descansar hasta encontrarlo, solo hay una oportunidad para demostrar que eres digno de ser un mago. Yo estuve dos días buscando eso.
― Pero ni siquiera sé que es eso que debo buscar― Dijo el niño fastidiado, estaba planteándose que sería mejor abandonar la búsqueda, si ser un mago traía tantos conflictos y cansancios, sería mejor volver a su antigua y simple vida de granjero.  
Estuvo a punto de abandonar, de rendirse, pero lo sintió, aquello que esperaba sentir. Al fin supo que era lo que estaba buscando. Charly Smile vió algo que brillaba escondido entre la espesura de un arbusto, se arrodilló frente a él, e introdujo su pequeña mano sobre las filosas espinas del arbusto, la hundió en busca de aquello que brillaba.  
Retiró su mano del arbusto, toda ensangrentada, las espinas habían cortado la piel de sus pequeños dedos, pero valía la pena el dolor. Había encontrado la empuñadura para su varita.   
Observó el extraño medallón entre sus manos, nunca había visto algo igual.  
― ¡Encontraste la moneda de un duende!― Le dijo el mago abriendo sus ojos con entusiasmo ― Simboliza riqueza― Le dijo ― Muchos piensan que simboliza la riqueza material, pero se equivocan, simboliza la espiritual, ¡Bien hecho!― Rió el mago.
Charly posó la moneda sobre el extremo de su varita, y esta mágicamente se fundió a la madera.
― ¿Qué es tu empuñadura?― Le preguntó Charley a su maestro.
― Es el cráneo de un dragón, ¿Sabes lo que simboliza?― Charley negó con su cabeza ― Poder y sabiduría.
El mago le dijo que lo había hecho perfectamente, que ningún mago en la historia, había completado su entrenamiento en tan pocas pruebas. Dijo que faltaba solo una, la última, y que esta marcaría su interior, su camino:
― Los magos pueden tener distintos tipos de destinos, esta prueba, nos mostrara el tuyo.
― ¿Es muy difícil?
― No, en realidad, será la más fácil. Tu primer hechizo, es infinito, posible en cualquier aspecto.
― ¿Eso qué quiere decir?
― Que puedes hacer cualquier cosa. Hasta la más imposible de las ideas, en este momento, es posible. Así que elige bien cual será tu primer hechizo, eso delimitará tus extremos con la magia, hasta donde podrás llegar, tu papel en la historia. ¿Cuál será tu primer hechizo?   
Charly no pensó mucho en su primer hechizo, sabía muy bien que era lo que más quería en todo el mundo.
Volvió a su granja, en busca de su padre, lo encontró durmiendo en su cama, débil, pálido y cerca de la muerte. Extendió su varita sobre su padre, deseando su sanidad.
Aquel hechizo lo convirtió en uno de los magos más poderosos del mundo entero, su magia no tenía límites, al igual que su bondad.   




lunes, 20 de julio de 2015

Poema para el amigo



Corazón confidente,
aliado que guarda,
los secretos perennes.

Compañero de lágrimas,  
colega de risas,
eres mi sólida tarima.  

Cómplice de mis aventuras,  
participe en mis cruzadas,
     me ayudas en esquivar mis huras.      

                    Amigo seguro eres,                    
mi mano derecha,
  secuas, nunca infidente.   


   

viernes, 17 de julio de 2015

La ciudad de las luciérnagas.



                La lluvia saltaba al tocar la acera, rebotaba como un saltamontes al aire.
“¿Qué será aquella luz?” se preguntaba la niña mirando con sus pequeños ojos a través de la ventana.  
Las profundidades del bosque se iluminaban como arbolitos de navidad, habían luceros que bailaban y titilaban al compas de la melodía de la lluvia.   
La pequeña entornaba los ojos con ganas, intentando enfocar su vista sobre alguna de aquellas luces saltarinas, pero le era imposible, la distancia le perjudicaba saber que era aquello.
Pasó una hora y la lluvia cesó en su caer, la niebla se hizo presente, se elevaba por encima del suelo, consumiendo todo aquello que se interpusiera en su camino.
La niña de pelo azabache, dejándose llevar por la curiosidad, tomó una linterna, un paraguas, por si la lluvia volvía, y bajó la escalera haciendo el menor ruido posible, era medianoche, y no quería despertar a sus padres.  
Giró el picaporte, rogando que no rechinara y terminara así con su aventura. Luego cruzó el porche, y cuando sus piecitos desnudos tocaron la mojada tierra, se echó a correr en dirección al bosque.   
Recorrió las espesuras del bosque con la linterna en alto, siempre apuntando al frente. Las luces no estaban por ningún lado. La nena se paró en medio del bosque, mirando a su alrededor: “¿A dónde fueron las luces?” se lamentaba apuntando el haz de luz hacía todas direcciones.
Decepcionada, sabía que su aventura había acabado. Apagó la linterna dispuesta a volver por donde vino, pero al momento que la luz de la linterna murió, el bosque se llenó de luces bailarinas, que saltaban y volaban por la atmosfera juguetonamente.  
El corazoncito de la niña se aceleró con emoción, ante sus ojos se alzaba un espectáculo mágico, parecía que las luciérnagas tuvieran una fiesta.       
La niña las acompañó en su baile, danzó alrededor de los árboles, tarareando una melodía infantil. Las luciérnagas al oír su voz comenzaron a escapar, infiltrándose por las profundidades del bosque.
“¡¿A dónde van?!” gritó la niña, pero las luciérnagas no le respondieron, siguieron alejándose de ella.      
La pequeña no se dio por vencida, las siguió por detrás, corriendo lo más rápido que podía, hundiendo sus pies en la fría y grumosa tierra remojada.  
Las luces la llevaron hasta un claro en el bosque, interceptado a la mitad por un pequeño caudal de cristalinas aguas, que a su vez era rodeado por numerosos troncos muy particulares, estaban talados por la mitad, y en ellos habían cincelado puertas y ventanas que despedían luz. Era una imagen espectacular, que inundaba los ojitos de la niña con ilusión infantil.
Era la ciudad de las luciérnagas.
Ella, sonriente y saltando entre risas, recorrió la ciudad espiando por las distintas ventanas, habían luciérnagas durmiendo, jugando, comiendo, y otras besándose.  
Al final de la ciudad se elevaba una escalera de piedra, que crecía del suelo como si fuera parte de la maleza. La niña caminó por ella hasta llegar a su cima, donde encontró un enorme sauce llorón, qué lloraba lágrimas y agitaba sus ramas taciturnas lentamente, como si todo le apenara. La niña sintió compasión por el árbol llorón, y se acostó a su lado para hacerle compañía.         
Pasaron horas, el día se hizo presente, y una voz familiar despertó a la niña: “¿Por qué te has ido?” le preguntó la madre. “Conocí la ciudad de las luciérnagas” le respondía la niña, quien corría hacia abajo para mostrarle la ciudad. Encontró la ciudad apagada, solo había un par de árboles mal talados, con algunos agujeros, que la madre le aseguró que no eran ventanas, sino aberturas hechas por las termitas.       
La niña volvió a su casa decepcionada, pensando que lo que ella vió anoche, no se parecía en nada a las termitas.  
La siguiente noche, al igual que la anterior, el bosque se iluminó de magia, la niña vió las luces bailarinas a través de su ventana, y entre risas salió corriendo en dirección a la ciudad de las luciérnagas por segunda vez.    




miércoles, 15 de julio de 2015

Música en un desván.


                El cuerpo de Carolina temblaba sin cesar, como si un  terremoto la embargara por completo. No hay nada más difícil que ir a reconocer el cuerpo de tu marido desaparecido. Una confusa sensación la embargó, la esperanza, que tomaba dos rumbos, por un lado esperanza de que no fuera su cuerpo, no soportaba la idea de encontrar a Ben muerto, por el otro lado, la esperanza de que fuera su cuerpo, sonaba feo y macabro, y le costaba reconocer que poseía ese sentimiento, pero no podía aguantar pasar más días preguntándose que era del paradero de su esposo, imaginarse que estaba sufriendo o siendo torturado, era más de lo que su corazón podía soportar. Quería que todo ya acabara.             Carolina se inclinó para pasar por debajo de las cintas amarillas. ¡Malditas cintas!, pensaba, anunciaban un cuerpo que podía ser el de su esposo. Todavía no había visto el cadáver y ya sus ojos estaban llorando.
Cada paso se volvía más débil, las fuerzas flageaban. Cada pisada en la húmeda tierra, era una pisada más cerca de la verdad.       
Allí estaba, la corriente del rio había llevado el pálido cuerpo a la orilla pedregosa. No cabía duda, era el cuerpo de Ben, yacía boca arriba con una puñalada en el pecho. Carolina se quebró incluso antes de llegar a él, perdió la conciencia.     
Durante su inconsciencia, su mente viajó lejos, música, era lo único que sonaba en su cabeza, un violín acompañado de un piano. 
Despertó varias horas después en un hospital. Verónica estaba sentada a su lado, aquella mujer de rizados cabellos castaños era su mejor amiga desde su infancia. Verónica le tomó las manos  cuando la vió despertar:
― ¡Carolina!― Le dijo secándose las lágrimas de su rostro con un pañuelo rosado ― Estaba muy preocupada.   
― ¿Ben?― Preguntó Carolina entornando los ojos con pereza.
Verónica asintió sin palabras, para responderle lo que ya sabía. Ben estaba muerto.
Una hora más tarde Carolina estaba en su casa, solitaria y con el alma vacía, nunca se había sentido tan sola en su vida. Las lágrimas oscuras recorrían su rostro dejando a su paso caminos de amargura y desesperación. El silencio era lo más abrumador y desgarrador.    
Carolina, con pasos mesurados, como si arrastrara un yunque por los pies, subió la escalera en dirección al desván, donde se guardaban los instrumentos de música. Allí encontró al viejo piano de cola negro, que brillaba como el alquitrán bajo las luces nocturnas y su violín de trenzadas cuerdas y de madera coloreada hasta el carmesí. Sus dedos rosaron las frías teclas del piano de Ben, recordando las piezas que solía acompañarla, Ben tocando el piano, ella el violín.        
Toda pareja tiene un lugar secreto, un lugar especial. El desván era ese lugar especial de Carolina y Ben, solían pasar horas y horas componiendo o interpretando piezas musicales. Amaban la música. 
Se sentó frente al piano, paseó sus dedos con decisión, tocando las teclas con delicadeza, apenas las presionaba. Frente a sus ojos había un libro de partituras abierto por la mitad, mostrando una canción antaña, de notas suaves y delicadas, era un vals. Fue la última canción que seguramente tocó Ben antes de morir.   
Sus dedos reprodujeron la misma melodía, tocando las teclas que días atrás su esposo tocó por última vez, pero esta vez las tocó con furia y enfado, presionaba cada tecla como si les fueran a torturar.
Con el rostro envuelto en lágrimas se levantó del piano como una tormenta y recorrió el desván en busca de algo, no sabía que, solo buscaba.
Sus pasos se detuvieron frente a su violín carmesí. Estaba fuera de su funda, eso le extrañó. Ella siempre lo volvía a guardar en su lugar luego de usarlo, y Ben no pudo haberlo dejado así, él no sabía tocar el violín.        
Su mente se inquietó, algo andaba mal. Su esposo había sido encontrado en las orillas del río con una puñalada en el pecho, para los forenses era más que obviamente un asesinato, lo que Carolina nunca se imaginó era que el asesino podía ser alguien de confianza.
Una metálica vibración en la atmosfera llenó los oídos de Carolina. El timbre gritaba, rebotando su voz por las paredes de la casa. Carolina bajó lo más rápido que pudo y fue a atender la puerta:
― ¿Carolina?, ¿Cómo estás?― Preguntó Verónica del otro lado de la puerta.
― Bien, bien. Todavía un poco mal por lo sucedido― Le respondió manteniendo la mayor distancia posible sin que pareciera sospechoso. A estas alturas cualquiera podía ser un asesino.  
― Sí, lo imagine, por eso vengo a hacerte un poco de compañía― Dijo traspasando la puerta sin ser invitada ― Traje algunas cosas para hacer la cena― Verónica cargaba en sus brazos dos pesadas bolsas repletas de comestibles.    
Verónica era buena cocinera, muy a menudo la invitaban a cenar. Siempre eran cuatro a la mesa: Ben, Carolina, Verónica y uno de sus mudables novios que no duraban mucho.
Verónica paseaba por la cocina de Carolina como si fuera la suya propia, la conocía de arriba abajo, derecha a izquierda y cada rincón de la alacena:
― Voy a prepararte el pollo más rico del mundo, tanto que hará olvidarte de tus penas―Dijo embozando una sonrisa ― O por lo menos por un ratito― Intentó aclarar, la enviudes no es un tema que se supere a la ligera.      
Carolina no hablaba mas que solo para dar respuestas cortas y carentes de emoción alguna: ¿Quieres que cocine pollo?, Carolina respondía con un seco “sí”, ¿No te molesta que estrene tu procesadora nueva?, a esto Carolina respondía con un simple “no”. A pesar que casi no le dirigía ninguna palabra, eso no quería decir que no le sacara el ojo de encima, vigilaba cada uno de sus movimientos, como si pertenecieran a un asesino serial. Ella siempre había sido su mejor amiga, de por demás celosa. Había ahuyentado al resto de sus amigas, y cuando se enteró que se iba a casar con Ben, ella se opuso como ninguna, diciendo que no debía hacerlo ya que Ben no era hombre para ella. Pero por más que lo intentó Carolina no desistió a las suplicas de Verónica, terminó casándose con Ben, y hasta entonces habían sido muy felices. ¿Quién más sino Verónica querría a Ben muerto?    
― ¡¿Me alcanzas el cuchillo para la carne?!― Le preguntó Verónica interrumpiendo sus pensamientos y su meditación con respecto al aparente crimen de su marido.  
― Sí― Le dijo dirigiéndose a la mesada donde guardaba los cuchillos.
Su corazón saltó de inmediato, ¿Cómo es posible que no se hubiera dado cuenta antes que le faltaba un cuchillo? “Ben fue apuñalado” pensó. El estante asignado para los cuchillos tenía un lugar vacio. Ella era una persona muy ordenada, nunca dejaría un cubierto fuera de lugar.
Carolina giró lentamente, encarando con la vista a Verónica, intentó parecer inquebrantable, estaba frente a la asesina de su marido:
― ¿Te falta un cuchillo?― Preguntó Verónica inocentemente advirtiendo el lugar vacio en la mesada ― ¿Dónde podrá estar?
― ¿Dónde estuviste el día que Ben murió?― Le preguntó Carolina estoicamente.
― ¡¿Qué?!― Preguntó Verónica confundida.
― ¡No te hagas la tonta!, ¿Dónde estuviste el viernes 12 a las ocho de la noche?― Insistió Carolina.
― ¡Ya lo sabes!― Dijo Verónica asustada ― En mi trabajo, trabajó hasta las nueve.
― ¡Mentira!, pudiste faltar al trabajo― Dijo Carolina sacando un cuchillo de la estantería. Un chuchillo delgado, puntiagudo y filoso ― ¡Tú lo hiciste!, ¡¿Por qué?! , ¿Por qué lo mataste?― Dijo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.   
― Yo no hice nada― Dijo Verónica ― Puedes preguntar a mi jefe, nunca falte al trabajo― Dijo alzando las manos nerviosamente, estaba indefensa.   
― ¡Creí que eras mi amiga!, ¡Eres celosa!, ¡No pudiste soportar que lo quisiera más a él que a nuestra amistad!― Dijo, y secándose las lágrimas con la manga de su buzo, empuñó el cuchillo con fuerza ― ¡Pagaras por su muerte!
Carolina se abalanzó en dirección a Verónica, gritando y llorando al mismo tiempo, su corazón se mezclaba con su mente en un remolino de confusión y sentimientos. Con el cuchillo en mano, fue avanzando el espacio que la separada de su enemiga, cortando la atmosfera con el filoso metal de la hoja metálica.    
El ambiente se condensó en medio de la tensión del momento, y un recuerdo se infiltró en la mente de Carolina, pero no era un recuerdo propio, era el recuerdo de otra persona:
“Ben se besaba con ella.
Ben se besaba con otra.
¡Infidelidad!, no la soportó. Envainó el cuchillo de carne para matar a la otra.
Caminó sigilosamente, subiendo la escalera sin hacer el menor ruido. Ella estaba tocando el violín, su violín carmesí, Ben la acompañaba con el piano mediante un suave Vals. Ambos reían, ambos coqueteaban, ambos se besaban.
Carolina recorrió el desván como un furioso trueno, llegando hacía la otra, dispuesta a hundir el frio metal en el pecho de la traidora. Se tiró sobre el cuerpo de su presa, hundió la hoja sobre el pecho, sobre el corazón, para que no volviera a amar nunca más. 
No pudo matarla,  porque era ella misma. Era su otra yo. 
No entendía, ahora eran solo dos en el desván. Ella y su otra ella.
Mató a Ben, creyendo que era otra”        
La mirada de Carolina volvió a la realidad, comprendió porque el recuerdo no le pertenecía, porque era el recuerdo de su otra yo, de su otra personalidad.  
Sintió los dedos fríos, la sangre del pecho de Verónica se escurría por el cuchillo como un río hasta desembocar en la mano de ella. Tenía las manos manchadas de sangre inocente.
Carolina quiso llorar, pero en lugar de aquello gritó, como si su corazón se desgarrara de la funda de su alma. Ya no tenía alma, había matado a dos personas que la amaban, a Ben y a Verónica.  


miércoles, 8 de julio de 2015

Imaginación



Un mar de ideas,
se abrazan, se escabullen,
tardas y las encuentras.

Una balsa a la deriva,
imágenes recolecta,
las guarda en una osca reserva.  

El infeliz con su mundo,
crea una realidad paralela,
en ella será dios de sus fierezas.  

El infeliz,
un poeta es en fin,
sólo la imaginación,
es su única herramienta de acción.   

La imaginación, crea,
la imaginación, lapida,   
la imaginación, desvela.    


viernes, 3 de julio de 2015

La Puerta de Luz


Hace quince años atrás:
― Una montaña existe oculta entre la arena, el aventurero la verá a la distancia por su puerta de luz. Dicen que en su interior, un gran secreto guarda,  cualquier deseo cumplirá, mientras no sea un deseo egoísta…  
― ¡¿Qué?!― Preguntó el niño interrumpiendo la lectura de su padre. El hombre de un poco más de cuarenta años retiró la vista del libro para mirar a su hijo.
― ¿Qué es lo que no entiendes?― Le preguntó con paciencia y amor.
― ¿Qué quiere decir con egoísta?― Le preguntó su hijo, que probablemente no tendría más de diez años.   
― Quiere decir que el deseo no debe ser para uno mismo sino para otra persona.
― ¿Es decir que no podría pedir dinero?― Le preguntó el niño sentándose en su cama muy perplejo.
― No.
― Y ¿Convertirme en el rey del mundo?
― Tampoco― Le contestó el padre riendo ―Todos esos deseos son egoístas, a la montaña solo entraría una persona que ama a alguien y quiere hacer algo bueno por esa persona.
― Eso no tiene mucho sentido, si la montaña no puede hacerme rico o poderoso es inservible― Dijo volviéndose acostar tapándose con las sabanas hasta el cuello.
El padre volvió a reír cerrando el viejo libro entre sus manos. Le besó la frente a su hijo, y deseándole unas buenas noches cerró la puerta de la habitación.
En la actualidad:
A esteban le temblaban las rodillas, no podía mantenerlas quietas en su lugar, las manos le sudaban y su mente navegaba por una laguna de sentimientos preocupantes. Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando la puerta de la habitación de su padre se abrió, y de ella salió el doctor cargando con una mano un pesado maletín negro:  
― Tu padre está muy delicado― Dijo el doctor sacándose los anteojos para guardarlos en el bolsillo de su camisa ― Tuvo un paro cardiaco, y es probable que sufra otro― El doctor se aclaró la voz, y poniendo su mejor cara compasiva le dijo ―Es un hombre muy viejo, si se somete a una operación podría morir, pero…
― Pero si no lo operan también morirá― Lo interrumpió Esteban.
― Si, es mejor que no lo operemos, eso complicaría aun peor las cosas― El doctor tomó el hombro de Esteban de forma consoladora ― No hay nada más que hacer― Le dijo lentamente.
Esteban asintió con su cabeza y acompañó al doctor hasta la puerta, cuando este se fue, Esteban agregó para sí mismo:
― Tal vez si haya algo por hacer― Dijo y salió corriendo hacía su pequeña biblioteca de cuando era niño, del tercer estante sacó un libro muy viejo, con tapa cocida en cuero.
Miró el interior del viejo libro, sus hojas estaban amarillentas como el maíz, era el libro que estaba buscando. 
Antes de irse, se despediría de su padre, por si no llegaba a tiempo.
Tocó a la puerta y la enfermera le abrió. Su padre estaba inmóvil sobre la tierna superficie de su cama, una maquina le ayudaba a respirar. Estaba dormido o inconsciente, Esteban no podía decirlo con certeza:
― Está inconsciente ― Le respondió la enfermera a una pregunta que nunca había formulado, pero si pensado ― El doctor dice que está muy agotado por el paro cardiaco, pero dentro de unas horas o incluso días puede despertar.  
Esteban le agradeció por la información y le pidió por favor que espere afuera en el pasillo un momento, quería hablar a solas con su padre, la enfermera lo entendió, era un momento muy difícil.
Esteban acercó una silla a la cama, vió el lento respirar artificial de su padre, sino fuera por aquella maquina su padre estaría muerto:
― Lo siento mucho― Le dijo mientras su voz se quebraba ― Fuiste un buen padre, no te mereces este final― Dijo y tocó la fría mano de su padre, fría como el invierno se hallaba. Un escalofrió recorrió a Esteban, su padre estaba muriendo, y parecía que no había vuelta a tras, a no ser que hiciera lo imposible por impedirlo― Lo intentaré. No te mueras… hare hasta lo increíble por salvarte― Dijo mirando el libro, de niño nunca le había gustado, porque aquella leyenda no podía darle lo que deseaba, dinero y poder, pero ahora era diferente, no quería nada para él mismo, quería todo para su padre.    
Esteban podría quedarse todo el día hablando con su padre en aquella habitación, pero no tenía tiempo, debía actuar rápido. Se levantó de su silla y llamó a la enfermera:
― Me iré por algunos días. Cuida bien de mi padre― Le dijo a la mujer dándole un abrazo cariñoso, algún tiempo atrás aquella mujer fue su niñera, ahora era la enfermera de su padre, había jugado el papel de madre durante su vida, ya que la suya había muerto hacía mucho tiempo, cuando él todavía era un bebe.      
Armó su maleta lo más rápido posible, colocando en ella lo que le pareció lo más importante. Tomó los ahorros de toda su vida, su intención era comprarse una casa e ir a la universidad, pero le daría otro uso más urgente. No le importaba no ir a la universidad si podía salvar la vida de su padre.  
Llamó a un taxi por el teléfono, y lo esperó en la vereda de su casa:
― Cuanto tarda― Dijo Esteban comenzándose a fastidiar ― Lo llamé hace treinta minutos― Se quejaba consigo mismo.
Pasaron  quince minutos más y un auto negro con amarillo se acercó doblando la esquina parando justo delante de él. Esteban subió al taxi medio enojado por la tardanza sentándose en el asiento de atrás:
― ¿Hacía donde vamos?― Le preguntó el joven conductor dándose vuelta en su asiento.
― Hacía la cordillera― Le dijo acomodando su maleta en el asiento de al lado.
― ¡Uff!― Exclamó el conductor ― Será un largo viaje.
― ¿Si?, no me digas―Dijo irónicamente, pero el conductor no pareció captarlo.
El joven encendió el motor del auto y haciendo algunas peligrosas maniobras, se metió entre el tráfico:
― ¡Qué te pasa!, ¿Sos suicida?― Le preguntó Esteban sintiendo como su corazón intentaba escapar de su pecho por el susto. 
―No, soy Andrés, mucho gusto, y ¿Tu nombre es…? ― Le preguntó doblando en una esquina a toda velocidad, esquivando a una moto por unos centímetros.
― Esteban― Le respondió aferrándose a su maleta, como si ella pudiera protegerlo de un choque― ¡¿Puedes por favor bajar la velocidad?!
― Está bien― Le contestó Andrés riendo mientras su cabello negro semilargo se agitaba al compas de su carcajada.
Fue  un largo viaje, Andrés en ningún momento dejo de hablar y contarle chistes o anécdotas que él consideraba graciosísimas, pero Esteban no tenía tiempo para reírse, fingía escucharlo, pero su mente estaba en otro lado, pensaba en su deseo, y en su padre, y le preocupaba si realmente encontraría la montaña, solo tenía aquel viejo libro como guía.
En un momento Andrés dejo de hablar para bombardear a Esteban con preguntas, lo cual lo puso muy nervioso:
― ¿Por qué quieres ir a las cordilleras?
― Busco una montaña― Todas sus respuestas eran cortas dando poca información.
― Ah, ¿Eres una especie de científico o paleontólogo?
― No, tengo un libro muy antiguo, mi padre dice que se lo regaló una nativa de la cordillera hace algún tiempo, la mujer pasó al español todas las leyendas de su pequeño pueblo ahora extinto. Ella es la última que quedaba, hace cinco años murió.  
― Oh, que lastima― Dijo Andrés.
Pasaron más de veinte horas y el sol comenzaba a salir por el horizonte, el paisaje urbano había sido remplazado por el árido desierto. Sólo habían parado algunas veces en las estaciones de servicio a comer o ir al baño. Esteban se negaba a dormir hasta que llagaran a la cordillera.
El taxi llegó hasta un precario alambrado que indicaba el término de la ruta:
― Hasta aquí te puedo llevar, el resto está prohibido el paso para la gente común, solo científicos pueden entrar al desierto en reserva.
― Te agradezco que me hayas traído hasta aquí― Le dijo Esteban a Andrés entregándole una gran suma de dinero, fue la única forma de convéncelo de llevarlo tan lejos, debió pagarle el doble de lo que en realidad valía el viaje ― Recuerda, mañana a la mañana espérame aquí, no creo que mi celular tenga señal para llamarte.
― Por supuesto, no me olvidare, no te preocupes.
Andrés encendió su taxi y girando en U, volvió por donde había venido.    
Esteban respiró hondo, y trepó el alambrado saltando hacía el otro lado. Caminó varios quilómetros durante varias horas, no tenía forma de medir cuando había caminado, pero le dolían los pies, sentía todo su cuerpo agotado, y la garganta pedía a gritos una gota de agua.
Caminó, caminó y caminó.    
Al final, cuando la noche comenzó a caer, su energía también decayó con la noche, pero se resistió, presentía que la montaña estaba cerca, y así era. Cuando la noche lo cubrió, una luz surgió a lo lejos, parecía una línea brillante que quería cortar el desierto en dos hemisferios.    
Tardó un poco más de una hora en llegar a la fuente de la luz, para su sorpresa era lo que buscaba, su corazón saltó en su pecho ante tal espectacular imagen, sus muñecas temblaron ante tal inmensidad. Una enorme montaña de solida roca se partía por el medio, como si fuera filosa, una luz brillante la dividía creando una entrada a su interior. Esteban no lo dudó, ingresó por aquella luz.
Dentro la luz lo cegaba, no lo dejaba ver, sus ojos eran obligados a cerrarse. Esteban se arrodilló en medio de la montaña tapándose los ojos con sus manos, se encorvó e intentó gritar entre aquella divina confusión:
― ¡Montaña!― Le gritó, la cual no pareció escucharlo o contestarle, pero si lo hacía ― ¡Concédeme este deseo!, un hombre muy anciano, ¡Un muy buen hombre!, está muriendo, no merece aquella muerte, merece la vida― Esteban comenzó a llorar, quería que funcionara, su padre no merecía tan horrenda muerte, tan horrendo sufrimiento ― Si es necesario que tomes mi vida en lugar de la suya ¡Hazlo!― Dijo levantando su cabeza, mirando hacia el techo abrió su pecho con valentía esperando su final, esperando su muerte a cambio de la vida de su padre.   
Lo que sucedió a continuación fue muy distinto a lo que Esteban se imaginó que sucedería. La luz del interior de la montaña se intensificó, tanto que además de cegar sus ojos, quemaba levemente la piel de Esteban, lo supo, la montaña estaba cumpliendo su deseo, tomaría su vida en lugar de otra, y  espero aquel final con orgullo y fortaleza, extendiendo sus manos al aire y gritando, como si su vida se escapara por su garganta con aquel grito. Pero la luz de apoco comenzó a decaer, su intensidad disminuyó, al igual que su calor, tanto que desapareció por completo. La montaña quedó vacía de luz, Esteban había tomado su deseo.    
Esteban se levantó del suelo y se dirigió a la salida de la montaña muy confundido por todo lo ocurrido. Seguía con vida. ¿Su padre?, ¿Qué habrá sucedido con él?
Estaba tan preocupado si su deseo se había cumplido, que olvidado su dolor de pies y su tremenda sed, corrió todo el trayecto de vuelta a la ruta sin detenerse una sola vez.  
Cuando llegó a la ruta era de mañana, el sol posaba su antaña cara sobre el horizonte, bañando así su hija, la tierra. El taxi estaba donde había prometido, Andrés lo estaba esperando.
Fue el viaje más largo que había una vez hecho en su vida, parecía nunca acabar, no se preocupaba si Andrés pasaba los límites de velocidad, no había nada que deseara más que llegar a su casa lo cuanto antes.  
Cuando llegó a su casa entró por la puerta sin golpear y se dirigió directamente a la habitación de su padre, pero la encontró vacía, sólo estaba el respirados artificial apagado a un lado de la cama. Su corazón se aceleró, el peor de los pensamientos pasó por su cabeza, ¿Dónde estaba su padre?, ¿Estaba en el hospital?, o aun peor ¿Había muerto mientras él estaba ausente?
Se sentó en el borde de la cama tomándose las sienes con preocupación, no podía pensar con claridad. Si su padre estaba muerto, había desperdiciado sus últimas horas juntos, buscando una leyenda antigua, que poco probable era.    
Sus pensamientos fueron irrumpidos bruscamente por un sonido musical, alguien estaba tocando el piano de su padre. Se levantó de la cama hecho una furia para ver quién era el irrespetuoso que osaba meter sus dedos en el sagrado piano de su adorado padre. Cruzó el pasillo echando humo, a la misma vez que intentaba mantener sus lágrimas al margen de su rostro.

Sus pasos se detuvieron al tocar el umbral del living, la persona que tocaba el piano de su padre, era nada más ni menos que su mismísimo padre, se lo veía despierto, saludable y feliz, cantaba y reía junto con María, la enfermera. Esteban no pudo contener más las lágrimas y dejó que corrieran por su rostro de forma desenfrenada, estaba emocionado, podía sentir como su corazón bailaba frenético y sus dedos temblaban como si entraran en hipotermia. Corrió y abrazó a su padre, encerrándolo entre sus brazos. Lo amaba, por eso mismo buscó la montaña, para pedir un deseo desinteresado, dedicado a una persona especial, una persona que amaba, por eso mismo la montaña cumplió su deseo.