miércoles, 7 de junio de 2017

Último relato escrito con la pluma de sangre



Las palabras tienen fuerza, tienen vida. Son tan misteriosas como el océano y tan profundas como el infinito. Nunca sabes hasta donde llegarán y las consecuencias de escribir una. Son como un arma de fuego, que al disparar pueden herir, pueden matar.
¿Quién dijo que las palabras no  son peligrosas?, si alguien lo pensó no sabe nada, es un pequeño incrédulo, un suertudo que no tiene idea de lo que habla.
Soy Rebeca Aja, soy una de aquellas, incrédula, ignorante. Que despilfarraba letras por doquier, escribía insistentemente, como un ciego terco, sin tener presente el enorme peso que llevaba mi pluma.
Mi musa tenía carne y piel, la hallaba a mí alrededor, miraba por la ventana, y lo que veía se convertía en inspiración. Mi musa era cambiante y mudaba constantemente. Un día se encontraba sobre un ave, y al otro sobre un anciano que solía pasar caminando todas las mañanas sobre la vereda de mi casa. Mis musas se agotaban y las reemplazaban nuevas. Cualquiera podía ser mi fuente de inspiración, y no tenía vergüenza de observar por aquella ventana, o de salir a deambular en busca de un nuevo soplo de estímulo.
Pero nunca fui consciente de la fuerza que arraigaban las palabras, gustaba de escribir todas las noches, creía que recrear un ambiente antaño y rústico me ayudaría a exprimir lo mejor de mí misma. Relataba sobre hojas algo ya amarillentas, a la luz de una lámpara, solía mojar la pluma en el tintero repetidas veces, mientras suspiraba intentando evocar a mi imaginación. Así pasaba varias noches hasta acabar con un cuento o una novela. Nunca había pedido la opinión de nadie, pero estaba segura que mis obras eran confeccionadas a la perfección, haciendo uso de buena gramática y valor estético. Solía leer y releer mis obras una y otra vez, mientras me embargaba un sonrojo acalorado, ¡Yo había escrito eso!, y sentirme tan orgullosa resultaba vergonzoso. Las cosas fluyeron bien por un tiempo, pero el ave que había sido plasmada en mi poesía, ya no venía a cantar a mi ventana, y el anciano que solía pasear por la vereda, no volvió nunca más por aquí. Una sensación extraña muy parecida al horror me embargo. Hice caso omiso a aquella sensación que tenía aires de señal, y predispuse mis dones en un nuevo relato, que esta vez tendría sensaciones pueriles y un matiz algo infantil. 
Era de mañana cuando la musa que me frecuentaba se presentó ante mí. Era un canino de pelaje blanquecino, acompañado de un niño pequeño, que rondaba los seis años, se lo veía activo y alegre, correteando por el jardín de la casa vecina. Parecía que ambos estaban inmiscuidos en un juego de persecución, por momentos el perro perseguía al niño, y a veces los papeles se invertían. Era una escena agradable, y fue fácil inspirarse con ella. Describí primero al niño y a su mascota, al igual que su relación juguetona y cálida, de amistad y camaradería. Pero no todo en la vida es color de rosas, la muerte es parte de la vida, y en ese relato se presentó de manera triste y oscura. Los animales no viven mucho, y allí se mostró, el personaje perruno enfermó inesperadamente, y luego de una muerte imprevista, dejó al niño desolado y hecho un mar de lágrimas. La solución fue fácil, sus padres le compraron un nuevo cachorro, como resultado el infantil dejó de llorar porque había conseguido un nuevo amigo. Pero ¿El nuevo cachorro era un remplazo del anterior?, lo era y al  mismo tiempo no, el nuevo amigo nunca podría remplazarlo pero servía para mitigar el dolor. Sonaba triste, y sí lo era, la vida animal era frágil y breve, como la humana, solo que mucho más, pero servía al niño para hacerse fuerte y enfrentar dolores futuros, porque la adultez del hombre es asediada por plagas de infortunio y tristezas aun mayores.  
Había quedado conforme con el relato, enseñaba a valorar la vida, según yo creía, porque  es frágil el hombre y su vida misma también lo es. La muerte camina entre nosotros, y nos selecciona con su índice lúgubre en un juego de azar.     
Pasaron varios días, y mientras miraba hacía el jardín vecino desde mi ventana, una sonrisa no dejaba de asomarse por mis labios, estaba conforme, y mucho, el relato era simple, pero al mismo tiempo cargado de ideales y tópicos entrañables, comunes a todos. Mi sonrisa se borró cuando fui testigo de algo que me descolocó. El niño estaba en el jardín, pero no estaba jugando, no, ni tampoco su amigo canino lo acompañaba. El niño lloraba, su pena era grande, y sus lágrimas pesadas. Una sensación que había sentido antes volvió sobre mí. Paseé mi mirada por todo el jardín en una búsqueda desesperada. El perro no estaba por ningún lado, y las lágrimas desconsoladas del niño solo podían significar una cosa.
Era mucha coincidencia.
Esa sensación parecida al horror volvió más fuerte que antes.
Me tomé las sienes en un impulsó de frenar mi propio miedo. ¿Había matado al perro?, ¿O había sido mi pluma?
Las coincidencias existen, fue lo único que me calmó, pensé aquella frase una y otra vez, incluso llegué a pronunciarla en voz alta. Las coincidencias existen.
Aquella noche dormí envuelta en pesadillas. Soñaba con la pluma y el tintero, escribía y las palabras que salían de la pluma se volvían de azul a rojas. La tinta añil era remplazada por sangre, por muerte.
La noche me había servido de catarsis. Mis ideas se habían aclarado y el miedo apaciguado. Podía pensar con claridad e idear un plan que comprobara lo que temía. 
Volví a sentarme en aquel escritorio rústico, bañé la punta de metal en el tintero, que anoche en mis sueños estaba llenó de sangre. Y comencé a escribir, sin importarme que el sol se filtrara por la ventana, no podía esperar a la noche para comprobarlo, necesitaba tener las pruebas ahora mismo, y no había mejor manera que comprobarlo en carne propia. Yo sería la protagonista de mi nueva historia. Sé que podía morir si mi pluma era asesina, lo sabía bien, pero no podía quedarme de brazos cruzados, si resultaba que tenía la capacidad de matar mediante mi escritura, incluso sabiéndolo no desistiría en mi menester, no podía, nunca podría soltar la pluma, y lo sabía y por eso mismo opté que él último cuento que escribiría, yo sería el objetivo. No mataría a nadie más.    
Entonces este pedazo de papel que has encontrado, podría ser mi último relato. Y si me preguntas como pienso terminar con mi vida, pues te lo diré. Soy amante de personajes de vidas trágicas, adoró que las palabras tengan imagen fría y oscura, pero al mismo tiempo que causen sensaciones de calor y misterio. Entonces si tuviera la posibilidad de elegir mi propia muerte, lo haría de la siguiente manera:
Rebeca Aja aquella noche no durmió. Sabía que era su fin, y esperó a la muerte sentada en su cama, expectante, envuelta por cientos de diferentes emociones, era verdad que tenía miedo, esa misma noche conocería a la muerte, era muy joven todavía, y lo sabía, pero al mismo tiempo estaba emocionada, porque sería la única persona que sería capaz de ver la muerte con sus propios ojos. Ella lo deseó, y sabía que si lo deseaba y lo ponía por escrito se haría realidad. Deseó ver a la muerte a la cara antes de morir. Deseó ser la única persona en la historia de la humanidad que fuera capaz de conocerla, de adelantarse a ella, de ordenarle. Y todo eso lo escribió, aquí esta su última escritura, y esta noche esperara a la muerte sentada en su cama.  
Rebeca Aja