miércoles, 25 de octubre de 2017

Cotard


                Ya estoy muerto. Mi cuerpo murió, pero mi alma se resiste a abandonarlo. Puedo sentir los gusanos caminando por debajo de mi piel, y el olor nefasto que desprende mi carne, nauseabundo. No siento nada, ni dolor, ni al fuego quemante ni al frío desgarrador. Los nervios y las sensaciones murieron con el resto de mi cuerpo. No sé cuánto tiempo permaneceré despierto, cuando será el tiempo que mi espíritu decida vaciar aquel templo de carne putrefacta.  
                — ¿Cómo te fue esta semana, Cotard? — esa era la voz del doctor Monza, era un hombre algo avejentado, pero que conservaba una expresión juvenil en el rostro. Lo había conocido gracias a Rosenda, quien me había recomendado encontrarme con él. Me había convencido que era bueno que un doctor viera mi caso, tal vez gracias a las ciencias médicas podría encontrar una solución para mi extraño y singular caso, y por fin descansar en paz, que era lo que más deseaba, porque ahora mismo me sentía como un alma en pena, sin poder vivir ni morir.              
                — La comida no tiene ningún sabor, y me es imposible digerirla, la devuelvo  continuamente.
                Monza me escuchaba atentamente mientras no perdía tiempo en apuntar todos los datos de importancia, es importante recabar todos los síntomas, toda la información es significativa para poder llegar a una solución, eso era lo que me repetía el doctor todas las veces que nos veíamos. El doctor no perdía las esperanzas de curarme, de devolverle la vida a mi cuerpo, pero debo confesar que mis esperanzas no estaban tan vivas como las de él, resignarme parecía ser la solución más próxima a mis problemas, ya que dudaba que la medicina trajera de vuelta a la vida a este cuerpo maldito, ¿Tal vez tendría que incursionar en el ocultismo?, tal vez lo que me estaba sucediendo no tenía una explicación científica, pero sí una sobrenatural.
                — ¡Cotard!...  — su llamado me volvió a la realidad, me había perdido en mis pensamientos, era algo que últimamente no podía controlar, era como si no pudiera concentrarme en lo que sucedía a mi alrededor, ¿Acaso mi cerebro también estaba colapsando?
                — ¿Decía doctor?
                — Procederemos con la revisión de rutina.       
                Asentí en afirmación, ya sabía lo que venía a continuación, siempre era lo mismo, comprobaríamos que todavía seguía muerto, y que mi situación, como todas las veces anteriores, había empeorado. Siguiendo las órdenes del doctor me saqué la camisa, dejando mi torso desnudo. El doctor Monza apoyó el estetoscopio en mi pecho, escuchó unos segundos y luego hizo lo mismo en mi espalda. A pesar que sabía que tenía que sentir el frío del aparato y, al tocar mi piel, pegar un saltito de la impresión, como hacía cuando todavía permanecía con vida, ahora mismo no podía hacerlo, el férreo metal al tocarme no generaba ninguna respuesta en mí, y de cierta forma eso me deprimía. Luego de que el doctor terminara de intentar escuchar mi pulso anotó donde antes, nuevos datos recogidos. No tuve que preguntarle que había anotado porque ya lo sabía, coloqué la palma de mi mano sobre mi lado izquierdo del pecho, y como sospechaba, me quedé varios segundos esperando, pero nunca percibí ningún ritmo debajo de mi piel, aquella melodía de percusiones, canción de vida, estaba acallada, ya no sonaba. Retiré mi mano de mi pecho lentamente, sintiendo aquel sentimiento triste que habitaba en mí. Quería vivir o morir, ya no quería permanecer en este estado intermedio, quería guardar esperanzas de encontrar una solución pero cada día que nacía era como una pequeña gota de esperanza derramada, el vaso se estaba vaciando, y cuando la última gota sea desparramada tenía miedo de lo que sucedería conmigo, ¿Acaso permanecería en este estado para siempre?      
                Volví a colocarme la camisa, y al hacerlo me olí el antebrazo, se había vuelto una costumbre últimamente, era una manera de recordarme a mí mismo lo que era. Y allí estaba, ese hedor nauseabundo, a muerto putrefacto que expedía de los poros de mi piel pálida, sin color ni sangre. Exhalé el aire, en un suspiro resentido. Seguía respirando por costumbre, aunque ya no necesitara hacerlo.  
                Una percusión se escuchó sobre la madera de la puerta, Monza atendió a quien llamaba, y para mi sorpresa era Rosenda.
— ¿Ya terminaron? — preguntó ingresando al consultorio con familiaridad.
— Casi, solo me falta extraer sangre y hacerle unas últimas preguntas.
— Doctor, ¿Usted cree que pueda curarse?
— En esta vida todo tiene una explicación, un porqué, solo hace falta responder esa pregunta y las soluciones vendrán a continuación.  
La mujer sonrió encantada, y pude apreciar como la confianza resaltaba en sus ojos.
A continuación extendí mi brazo y vi como Monza hundía una aguja en mi piel, aparté la vista, más por costumbre que por miedo. Cuando retiró la jeringa giré mis ojos buscando la muestra de sangre entre las manos del doctor. La jeringa que sostenía estaba vacía, por supuesto, ¿Qué sangre espera sacarle a un muerto viviente?   
Luego siguió un breve dialogo de intercambio de preguntas y respuestas:
— ¿Has tomado las pastillas que te receté? — me preguntó.
— Sí.
— ¿Has notado algún cambio? 
— No, sigo teniendo ese olor a podrido, y cada vez es más fuerte. Ya no siento dolor ni ninguna otra sensación, no tengo sangre ni nervios. Doctor, sigo muerto.
— Ya veo — dijo solamente en respuesta, luego estuvo enfrascado varios minutos escribiendo en lo que parecía ser una receta de medicamentos. Cuando ya parecía terminada se la entregó a Rosenda — Que tome estos medicamentos, dos veces al día. El martes puedes venir a retirar los resultados de sangre y el miércoles tiene turno para una tomografía computada del cerebro.
— Y ¿Eso de que servirá doctor? — preguntó Rosenda.
— Es para comprobar si mi cerebro está muriendo, ¿Verdad? — le respondí seguro, ¿Por qué más podría ser?  
— Sí — me respondió y luego de permanecer un breve momento, casi imperceptible, en silencio, continuó respondiendo a la pregunta anterior — Sí, además buscamos la causa de su síndrome, puede tratarse de alguna contusión cerebral, lo que este causando los síntomas.
— ¿Incluso puede ser algún tumor? — preguntó Rosenda algo preocupada.
El doctor no le respondió de inmediato. No entendía bien lo que estaban hablando — Por eso mismo les di el turno para esta semana, quiero descartar esa posibilidad cuanto antes — respondió en cambio. 
¿Un tumor?, pensé, no me atreví a preguntarlo en voz alta, solo fui capaz de lograr un gesto confundido, el cual el doctor ignoró descaradamente. Además ¿Por qué tendría análisis de sangre de una sangre que nunca pudo extraer?, mis ojos curiosos buscaron en su escritorio el lugar donde había dejado la jeringa usada, la cual sacó vacía luego de insertarse en mi piel, la volví a ver, estaba vacía tal y como esperaba, pero por un momento una imagen de la misma jeringa rellena de sangre oscura se interpuso durante una milésima de segundo, fue una imagen que si no hubiera estado concentrado seguro no hubiera percibido.      


miércoles, 4 de octubre de 2017

El Faro



           
                El automóvil se detuvo frente a una pendiente de arena. Los zapatos de cuero, lustrados hasta el brillo, chocaron con las piedras del camino, las cuales rodaron como asustadizas al impacto del cuero azabache. El investigador se sostuvo con una mano el sombrero para que no escapara con el viento, le dio una ojeada al comisario que bajaba del auto su maleta. El comisario caminó hasta igualarlo, y en silencio ambos subieron hasta la cima, donde encontraron un enorme monolito de colores blancos y rojos intercalados. Era un faro muerto, sin luz, porque no había farero que tuviera el menester de prender el farol guía.        
                El investigador y el comisario ingresaron al faro sin ninguna dificultad presentada, ya que la puerta estaba abierta, como si alguien hubiera entrado, saqueado y vuelto a salir, olvidando cerrar la puerta a su paso. Una sensación fría recorrió el cuerpo del detective al adentrarse en la primera sala, no supo porque, ni identificar que era. Dio una mirada por todo el faro, y la situación era tal cual como le habían informado, el farolero había desaparecido, había dejado todas sus pertenencias y se había esfumado como si nunca hubiera existido. Estaba su ropa, sus libros, sus discos, incluso un café, ya frío y sin terminar, sobre la mesa.    
                El detective se acercó al librero por algo que le llamó la atención. Los libros estaban cubiertos por una pequeña película de polvo. Recorrió las líneas, repasando libro por libro, hasta llegar a uno que interrumpía la capa polvorienta. El lomo de un libro celeste tenía marcado dedos sobre su perfil, removiendo manchas de polvos de su superficie, dando a entender que ese libro había sido retirado del estante recientemente. Se dejó llevar por su curiosidad, aquella propia de su oficio, y con el dedo anular empujó el libro fuera del estante. Ya en sus manos ojeó el título: “El Hombre Invisible” de H. G. Wells. Cuando abrió el libro, una nota se escapó de su interior, y al momento de tocar el suelo, lo levantó de un movimiento veloz, lo leyó en un segundo y lo guardó en su bolsillo cuando sintió los pasos del comisario acercándose a su espalda.          
                — ¿Encontró alguna pista?
                — No, no encontré nada — dijo volviendo a poner “El Hombre Invisible” de vuelta en su lugar.  
— Muy bien — dijo el comisario — Si no hay nada aquí, lo mejor será que volvamos a la comisaria para seguir investigando.
— Yo me quedaré.  
El comisario miró al investigador fijamente, como si intentara descifrar un secreto en él.
— Como quieras — le restó importancia a su decisión. El policía caminó hacia la salida, y antes de irse volvió a hablar — ¿Cuántos días necesitas?, ¿Dos, tres?
Lo pensó y luego respondió — Tres.
— Bueno entonces en tres días vendré a buscarte.
El comisario se fue sin decir nada más, ya que entendía la decisión del detective, quería quedarse en el faro porque creía que de esa forma resolvería el caso. Y ¿Porqué tres días?, la respuesta era simple, el farolero era nuevo, remplazaba a un anciano que había vivido allí toda su vida. Solo vivió tres días en ese faro y luego desapareció sin dejar rastro alguno, o eso era lo que pensaba el comisario.  
Cuando el detective ya estuvo solo en el faro, volvió a sacar la nota del interior del bolsillo, se sentía algo culpable por ocultar esa información del comisario, era como si estuviera entorpeciendo la investigación, pero tenía una corazonada, un sentimiento extraño y algo frío que le decía que debía mantener ese hallazgo en secreto.   
“Es mi primer noche en el faro y no puedo dormir. Hay algo afuera merodeando, no se deja ver pero puedo sentir su presencia fría vigilándome” eso era lo único que decía la nota, más una firma que correspondía al hombre desaparecido. En lo primero que el detective pensó era que alguien andaba acosando al farolero. Como si lo vigilara tramando un plan antes de ir por él. O esa impresión le dio la nota. ¿Qué había sucedió con el farolero?, esa persona que lo molestaba lo habría secuestrado, esa era la opción más lógica, o en un caso extremo pudo haberlo matado y escondido su cuerpo, o tirado su cadáver al mar.           
Se preparó para pasar la noche, cenó unas frutas que había en la cocina, no se preocupó por pasar hambre, ya que la despensa estaba repleta de conservas y comida embasada. Eso era un dato importante, el presunto asesino o secuestrador no tenía ningún interés en algo material, todas las pertenencias de valor todavía estaban en la casa, dinero, joyas, incluso la caja fuerte permanecía impoluta, entonces ¿Qué era lo que buscaba?  
El día se ocultó dando lugar a la noche, la cual inundó con sus brazos oscuros todo el cielo y el mar.  Se encontraba reposando en el sillón, mirando hacia la noche por la ventana, estaba completamente solo, por un lado tenía el mar y por el otro arena. El pueblo más cercano se encontraba a quince quilómetros. Y al volver a mirar hacia el mar fue cuando comprendió lo que verdaderamente era la soledad, se imaginó al farolero viviendo en esta quietud, siguiendo una rutina, no escuchar signo de vida mas que de su propia respiración. Por un momento se sintió melancólico, pero luego se recordó que él no era un farolero, y que terminado el caso volvería a su ruidosa vida en la ciudad. Un movimiento fuera de la ventana lo alertó obligándolo a romper con el hilo de pensamientos que estaba dilucidando hasta el momento. Se levantó de donde estaba sentado y se acercó a la ventana, no veía nada, paseó los ojos por el mar, todo estaba calmo e inmóvil. Caminó a la siguiente ventana, la cual daba a un pequeño bosque de árboles desojados. Todo estaba igual de tranquilo, cuando su corazón se apaciguó al comprobar que no había nada, el movimiento volvió a sentirse, pero esta vez acompañado de un frío helado que le recorrió toda la espalda. Tembló su cuerpo a causa de un escalofrió y sus ojos vieron como las largas ramas de los árboles se movían furiosas a contraviento como si fueran violentamente empujadas, por una entidad que no estaba allí. Entonces se le vino a la mente el título de la obra donde había encontrado la nota: “El Hombre Invisible”, y parecía que a eso mismo se estaba enfrentando.
Giró su cuerpo siguiendo los movimientos de las ramas, los cuales se dirigían hacia la puerta, sintió como la respiración se atoraba en su boca cuando algo rasguñaba la madera de la puerta del otro lado, incluso giró el picaporte una vez, pero sin lograr abrir la puerta. Aquella cosa sin cuerpo se volvió a mover, se escuchaba el crujir de las hojas y de las ramas al romperse a su paso, como la tierra se levantaba y las rocas golpeaban la pared. El detective estuvo toda la noche en vela, no pudo cerrar ni un ojo, aquella presencia transparente se paseó alrededor del faro durante toda la noche, molestando de manera aterradora, y sólo se detuvo con la llegada del sol.              
El investigador estaba sentado en el sillón, con el cuerpo tenso, sin poder dejar de temblar. Sostenía un  arma en la mano, pero en ese momento se preguntó si realmente una bala tendría alguna efectividad contra un cuerpo sin masa. Intentaba convencerse a sí mismo que la noche había ocultado el cuerpo del intruso, que no había sido más que un juego de percepción, a pesar de su buena vista. Intentaba encontrar la lógica a todo esto, era imposible que se tratara de un hombre invisible, como lo decía el título de la novela donde había encontrado la nota. Estaban jugando con su mente, estaba seguro. Luchando con estos pensamientos todo el día, devino la noche nuevamente, más oscura que la anterior, más fría.   
Esperó sentado en el mismo lugar, pero pasaban los minutos, que se convertían en horas, y todavía el intruso no aparecía. Se levantó de su asiento y buscó por la sala nuevas pistas, tal vez faltaba algo por descubrir, por eso mismo la entidad no volvía a aparecer. Era una teoría totalmente ilógica, pero después de lo sucedido el día anterior, hasta lo más descabellado perdía cualquier carácter increíble, volviéndolo un díscolo de la realidad y todo lo racional.  Miró las paredes y sus decorados: una maseta con un helecho cerca a morir, algunos cuadros, uno en especial y bastante hermoso se hallaba sobre una enoteca de madera de roble. Siguió con su búsqueda hasta posar los ojos en un gramófono, con un disco vinilo todavía en el plato giratorio. ¿Qué es lo último que escuchó el farolero antes de morir?, esa duda invadió su mente de inmediato, lo que lo llevó a accionar aquel aparatejo. Movió el brazo con la púa y escuchó la melodía reconociéndola al instante: “La Sinfonía n.º 2” de Ludwig van Beethoven. Movió su cabeza levemente saboreando la concordancia perfecta entre los instrumentos. Manteniendo el nombre en la mente se acercó a la pila de discos que descansaban al lado del tocadiscos. Pasó uno por uno hasta llegar a la carpeta del vinilo que ahora mismo estaba sonando de fondo. Rebuscó en el interior, y no estaba vacío como suponía, sino que encontró una segunda nota.           
“La música lo mantiene alejado, pero a su término, con la venida del silencio, el hombre invisible vuelve más fuerte, con frío convertido en azufre”, miró la nota y sus dedos temblaron ligeramente, ¿Qué se volvería más fuerte?, y ¿Qué quería decir con azufre?, cuando volvió a la realidad, se dio cuenta que la música se había detenido y fue en ese momento que su corazón palpitó con violencia. Podía sentir como una capa de sudor se formaba sobre su piel y sus falanges temblaban sin detenerse. De repente sintió esa sensación helante que había sentido la noche anterior, pero esta vez era más fuerte, parecido a un frío invernal infiltrándose por sus huesos. Miró por la ventana al escuchar ruido por fuera, los árboles se movían con violencia, y sus ojos no encontraban el mar por ningún lado, era como si se hubiera evaporado por completo. Al frío se le unió un hedor caliente, a fuego, a azufre infernal.
Su mirada encontró aquel intruso, pero esta vez no venía solo, podía ver que por donde pasara aquel fantasma sin cuerpo, a su paso dejaba una estela de fuego, incendiando los árboles y cambiando la arena por lava encendida, roja calcina. Fuera por la ventana que mirara, solo veía fuego mezclarse con humo naciente, el cual empezó a crecer y a infiltrarse en el faro, por las ventanas, las rendijas y el espacio del umbral de la puerta. La vista le quemaba, ya que la habitación entera se había oscurecido a causa del humo, remplazando el oxigeno por aquel nubarrón de cenizas. Era como respirar fragmentos de fuego y chispas, lo sentía ingresar por sus fosas y quemarle el interior del rostro, la garganta y los pulmones, hasta que un momento respirar se volvió imposible. De a poco su conciencia se fue apagando, hasta quedar totalmente dormido.   
Cuando despertó podía respirar y ver con libre perfección. Corrió a las ventanas y no vio ningún vestigio de haber sido atacado por un incendio, los árboles estaban intactos, al igual que el océano seguía ahí. ¿Había sido todo un sueño?, no podía dejar de temblar, nunca había vivido algo parecido. Descartaba la música de inmediato, si volvía a escuchar algo corría el peligro de que esa cosa volviera aún más fuerte que la última vez, y quería evitar eso.  
El detective pasó el resto del día con una batalla mental mientras intentaba controlar su cuerpo de sufrir un colapso nervioso. Esta noche había sido mucho más espeluznante que la anterior. Apenas pudo comer unas galletas insípidas, le era imposible tragar cualquier cosa más pesada, ya que sentía que los nervios de su estómago no lo resistirían.         
La tercera noche se hizo presente, primero lo invadió un silencio irreal, era como si no existiera y se encontrara en medio de un vacio desprovisto de toda inercia. En las primeras horas no pasó nada, mas que la presencia de aquel sentimiento frío y de vacío que lo acompañaba. Caminó por la habitación sintiendo como si sus pies anduvieran por el aire, mientras sostenía en su mano una copa de vino tinto. Intentó distraer su mente para no sentirse más aterrorizado, buscó algo con que entretenerse y fue, en esa búsqueda, que se percató de algo que antes no le había dado importancia. Aquel cuadro que había contemplado antes, que bien conocía de aquel famoso pintor renacentista. Su original era un mural y ahora podía ver una copia más pequeña delante de sus ojos, y era hermosa. Reconocía a las trece personalidades retratadas alrededor de una mesa. Obra famosísima, considerada por muchos, la mejor del mundo. En esa contemplación se dio cuenta que el recuadro de polvo sobre la pared no coincidía con el marco de la pintura, esa era una señal que el cuadro había sido removido en los últimos días, así que con cuidado descolgó el cuadro, mientras hacía equilibrio con la copa de vino en su otra mano. Lo giró para sorprenderse al ver una tercera nota enganchada en el dorso de la pintura, la tomó con cuidado y volvió el cuadro a su lugar. Desdobló la hoja de papel con extrema lentitud, como si de esa manera pudiera posponer su lectura, pero no pudo retrasarlo más que unos segundos, ya que de igual manera tuvo que leerlo.       
“Es la última noche, estoy seguro. El hombre invisible volvió, y esta vez viene por mí. No importa lo que haga, no hay escapatoria, no hay salvación”, leyó en silencio, mientras podía sentir como el terror y el pánico se apoderaba de su persona. Ante la sensación de angustia la copa de vino se resbaló de sus dedos, manchando la moqueta de madera con su jugo tinto. Corrió sin detenerse, con la respiración acortada, en dirección a la puerta, pero no llegó a acercarse a ella, porque esta misma se abrió por sí sola en un fuerte movimiento de violencia, descargando sobre la sala una tormenta de frío lúgubre y fuego azufrero. Una presencia invisible, pero no por eso sin fuerza se sintió en toda la sala, y atacó su cuerpo con un impulso de violencia. Todo en el dolía, seguir viviendo era insoportable, su cuerpo por momentos se convulsionaba a causa del terror, seguido por millares de espasmos dolorosos e incontrolables que aquejaban todo lo que era en él. Entonces sintió como el azufre y el hielo lo destruían desde dentro hacía fuera.                    
Al día siguiente el comisario viajó en su automóvil tarareando una canción algo infantil durante todo el viaje. Estacionó frente al faro y bajó del carro paralizándose un segundo al sentir un frío parecido a la muerte, pero no le dio importancia, ya que creyó que podría ser alguna corriente proveniente del mar cercano. Caminó subiendo la montaña de arena y esquivando los árboles que se interponían en su camino hasta llegar al faro. El comisario se extrañó al encontrar la puerta abierta de par en par, pero no reparó mucho en eso, sino que decidió entrar sin detenerse mucho tiempo, ya que ansiaba volver a la ciudad.  
— ¡Detective!, vine a buscarlo, ¡Ya es el tercer día!, vine a buscarlo como prometí.
El comisario al no recibir respuesta alguna volvió a insistir — ¿Detective? — pero no obtuvo más que silencio. Revisó en todas las habitaciones, incluso caminó por la playa, pero no lo encontró por ningún lado. Sólo estaba el sombrero del detective sobre una silla, su saco colgado en el perchero junto a la habitación y una copa de vino tinto desparramada sobre el piso, debajo de una pintura. Se giró y buscó con sus ojos varias veces, pero el detective no estaba por ningún lado, había desaparecido.