Me
encontraba sentada junto a la ventana. Hacía varios minutos que el avión había
despejado, pero no podía dejar de sentirme intranquila, no es que le tuviera
miedo a volar, ni mucho menos, mis nervios afloraban a causa de otra razón. Busqué
el sobre en el interior de mi maletín nuevamente, lo tomé de forma poco
agraciada y mis dedos temblaron ligeramente al intentar desdoblarlo. Me habían
encargado un paciente muy importante y algo especial, que seguramente descubrir
el padecimiento de este individuo despejaría mi reputación entre la comunidad
médica de alto prestigio. Era joven todavía y el hecho de que me hayan
encargado este caso me hacía sentirme insegura.
La
carta era corta y concisa, me daba la dirección de la casa del paciente, y
terminaba diciendo que varios doctores lo habían tratado pero que no habían
podido detectar ninguna anomalía en el paciente, y era mi tarea confirmarlo.
Mis profesores de la universidad de medicina albergan grandes esperanzas en mí,
en una graduada en honores y mejor de su clase. Realmente no me gusta alardear
de todo esto, es más, soy bastante insegura aunque nunca me he equivocado en un
diagnostico hasta ahora, espero que este caso no me obligue a romper con mi
perfecta racha de diagnósticos.
Una vez
que bajé del avión, tomé un taxi hasta la dirección que señalaba la carta. Era
una casa poco ostentosa, con un jardín de pocas flores, paredes altas, pintadas
en un color crema, ventanas de madera y una puerta lisa, blanca, con un picaporte algo despintado y bañado en un leve
oxido joven. Llamé a la puerta y esperé unos segundos hasta que alguien del
otro lado me atendió. Era una mujer entrada en los cuarenta, con alguna que
otra cana blanca infiltrada en su melena negra, era alta, mucho más que yo.
— ¿Debes
ser Alba Balaguer?
— Sí — le respondí al escuchar mi
nombre — Vengo por…
— Mi hermano — me interrumpió sin
dejarme nombrar al paciente — Adelante — indicó abriéndome la puerta para que ingrese
al interior del edificio — Espera en la sala. Lo iré a llamar.
Me senté en un pequeño sofá de tapizado
blanco, no pude mirar mucho alrededor y hacerme una idea del ambiente donde residía
el paciente, porque la mujer volvió al minuto, acompañando a un hombre, posiblemente
unos años menor que ella, que lo escoltó hasta que tomó asiento frente a mí.
— A pesar de que es mi propia
casa, mi hermana insiste en ayudarme a moverme en ella — la voz del hombre era vocalizada
en un tono bajo, su voz sonaba algo áspera y grave para mis oídos. No era
desagradable para nada.
Le sonreí levemente, a pesar de
que él no podía saberlo. Había sido más bien una acción involuntaria que no
pude detener.
— Bueno, usted seguramente ya sabe
quién soy, mi nombre es Alba, he venido a...
— Claro que lo sé — me
interrumpió con una sonrisa agradable en el rostro — Graduada en honores de la
universidad de medicina de Harvard, además de poseer una licenciatura en
psicología, su coeficiente intelectual es de ciento cincuenta y ocho, dos
puntos por debajo del de Einstein…— se quedó inmóvil unos segundos pensando — Creo
que no me olvido de nada… ¡Ah sí!, además es intérprete de ocho idiomas.
Me quedé muda unos milisegundos,
me había impresionado como sabía tanto de mí.
— ¿Cómo sabe todo eso? — le
pregunté, intentando ocultar mi desconfianza.
— No se preocupe. No soy un acosador
ni nada por el estilo, simplemente quería saber quién era el que se haría cargo
de mi... ¿Discapacidad?, realmente no sabría cómo llamarlo.
— Bueno para eso mismo estoy
aquí, así que empecemos de inmediato — tomé una ficha de notas de mi maletín y me
removí en mi mismo lugar, intentando ponerme cómoda — Empecemos por lo más básicos:
nombre.
— Andrea Cicero Romano.
— Muy bien, Andrea— luego de
anotar su nombre completo, seguí con la siguiente categoría — Lugar y fecha de
nacimiento.
— Veintidós de julio de mil
novecientos ochenta y cuatro, en Siena, aunque resido en Madrid desde los
últimos diez años.
— Bien, ahora cuénteme sobre lo
que le ha sucedido, por favor no omita ningún dato, el detalle más pequeño
puede ser altamente relevante.
Andrea asintió, como en un signo
de comprensión y se dispuso a contarme su historia.
— Cuando tenía veintidós años,
luego de recibirme en la universidad de ingeniería, decidí mudarme a Madrid,
siempre había sido un sueño desde niño: Vivir en España. Aquí conocí a alguien
muy especial. Su nombre era Elena. Era una chica algo misteriosa, pero
sumamente agradable. No fue muy difícil acercarme a ella, y rápidamente nos convertimos
en amigos. Ella pasó a ser una persona muy importante para mí, pero nada más
que eso, una amiga, una hermana con quien pasar el rato. No me di cuenta del
momento que ella comenzó a enamorarse de mí, desearía haberlo hecho, así me
hubiera ahorrado de todo el dolor que le ocasioné, y de las consecuencias que
vinieron a causa de ese dolor. Ella me confesó su amor. Intenté rechazarla de
la manera menos dolorosa, pero no fue suficiente, ese día descubrí que Elena era
una persona rencorosa. Ella dijo “Como no eras capaz de ver lo que estaba
frente a ti, cuando quieras hacerlo ya será tarde, porque morirás”. Desde
entonces llevó esta venda en los ojos, evitando la muerte. Si bien soy capaz de
ver, debo obligarme a ser como un ciego. Los colores, la luz, incluso la
oscuridad, debo ocultarlos de mis ojos.
Quise decir algo, pero las
palabras no salían de mi boca, estaba lo suficiente impactada como para
pronunciar cualquier cosa inteligible. ¿Acaso era una broma?, se supone que
vendría a ver a alguien enfermo de ceguera, no alguien con un claro síntoma de hipocondría,
y en el peor de los casos que podría estar desarrollando esquizofrenia. Tal vez
podría recetarle algún medicamento para contrarrestar esta percepción errada de
la realidad que estaba experimentando, pero lo que más me extrañó fue que
Andrea no aparentaba ser un paciente que sufriera psicosis, todo lo contrario,
su forma de hablar, su lucidez, eran signos de una persona mentalmente sana,
pero también debía recordarme que ninguna persona normal llevaría una venda
veinticuatro horas al día en los ojos a causa de una maldición. Realmente me
encontraba muy confundida, a pesar de que el diagnostico era simplemente lógico,
por más que intentara ignorar aquella sensación, esa corazonada, estaba ahí y no
se apartaba de mí, obstruyéndome para tomar una decisión final.
— Entonces, su ceguera es a causa
de una maldición — no estaba muy segura si aquellas palabras sonaron como una
afirmación o una pregunta.
— Yo no creía en las brujas,
hasta que mi examiga me maldijo — lo dijo de manera cómica, parecía tomarse el
tema de su maldición de muerte de muy buena manera.
— Y ¿Nunca se sacó la venda de
los ojos?
— Claro que no, si no ya estaría
muerto.
— Primero haremos un par de análisis,
para comprobar que no haya ninguna anomalía física.
Andrea pareció complemente
dispuesto a colaborar y someterse a cualquier estudio que fuera necesario.
Pasaron varios días, entre
estudios de sangre, tomografía computada, incluso se sometió a algunas pruebas
para comprobar su esquema cognitivo y mental. Los resultados fueron sorprendentes,
no existía ninguna clase de anormalidad. Es más descubrí que era un hombre muy
inteligente, era capaz de resolver cuentas matemáticas con solo la mente, y fue
competente a la hora de solucionar juegos lógicos en tiempo récor. Su cerebro
estaba completamente sano. ¿Entonces que estaba mal en él? Le insistí en varias
oportunidades que retire la venda, pero él se opuso amablemente, siquiera era
una persona violenta, incluso resultaba que tenía una personalidad muy alegre y
simpática, acostumbraba a recurrir a chistes o reírse de sus propias desgracias
con aquella suave carcajada, que parecía lanzar desde lo más profundo de su
ser, como si realmente disfrutara reír.
Pasaron las semanas y el caso de Andrea
cada vez se metía más en mi cabeza. Incluso estaba comenzando a desvelarme en
solo pensar en su ello. No sólo la idea de no saber qué hacer era lo que
ocupaba mi mente, Andrea también lo hacía, ese hombre se había ganado un lugar
en mi corazón, no había podido evitar encariñarme con él, tal vez era su carácter
cálido, su voz algo seductora o su carcajada cargada de vida, no lo sabía, pero
no podía dejar de pensar en él. Y me avergonzaba reconocerlo, pero la delgada línea
de profesionalidad que nos separaba de la amistad estaba comenzando a
desaparecer, se erosionaba como la piedra expuesta al agua o al viento, lo hacía
lentamente, pero podía sentir como desaparecía.
Estaba sentada sobre mi cama
intentando pensar en otra cosa, pero no podía. Una vibración acompañada de una
melodía que conocía a la perfección
resonó en el silencio, cortando el hilo de mis perennes pensamientos que
parecían no tener fin. Era una llamada de voz. Si bien Andrea no podía escribir
mensajes de texto, eso no se significaba que debía estar incomunicado.
— Buenas tardes, doctora ¿Qué harás
en la noche?
— Estaba pensando en revisar tus
estudios una vez más, tal vez puede que se me haya pasado algo por alto.
— Ya los revisaste muchas veces,
déjalos para otro momento. Tengo antojo de Tostones de queso y tomate. Conozco
un restorán que hace entregas a domicilio, y que realmente es para chuparse los
dedos.
Me mantuve en silencio unos
segundos, como si estuviera pensando si aceptar su oferta, cuando la decisión la
había tomado desde el momento que escuché su voz.
— No sé, tengo mucho que hacer, también
tengo que llamar a mi universidad por unos asuntos de suma urgencia.
— Déjalo para mañana.
— ¿Nunca escuchaste el dicho de “Nunca
dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”?
— Sí, por eso mismo, no me
rechaces, porque puede que mañana ya no tenga antojo de tostones de queso y
tomate — reí levemente a causa de su chiste.
— Bueno, bueno, por esta vez
ganas.
No pude ocultar la sonrisa de mi
rostro, desde un principio mi respuesta era un “Sí”, pero tuve la absurda
necesidad de obligarlo a insistirme un poco.
No tardé mucho en prepararme. Me
bañé y vestí, a pesar de saber que no me vería quería verme atractiva. Un
sentimiento doloroso cruzó por mi mente cuando estaba peinándome frente al
espejo. Si alisaba mi cabello, él no lo sabría, si usaba maquillaje sutil pero
seductor, él no lo vería. Pero en cambio elegí el perfume más sabroso que tenía,
eso podría percibirlo.
Toqué a su puerta y Andrea me
recibió con un cálido abrazo. Hoy su hermana no nos haría compañía, si bien,
ella tenía su propia familia y vivía en otra casa, todos los días pasaba a
visitar a su hermano para asegurarse que todo anduviera en su respectivo lugar.
Era una hermana bastante sobre protectora, sin importar que su hermano tuviera treinta
y dos años.
Andrea y yo caminamos hasta el
comedor, tomados de la mano, no estaba segura si era un gesto de asistencia por
que él no podía ver, o si ese contacto significaba algo más, porque si fuera un
toque casual, mi corazón no se agitaría de manera tal alocada, como lo hacía en
ese momento.
El repartidor del restorán no
tardó en llegar, Andrea le pagó y yo en cambio tomé la bandeja envuelta en
aluminio. Serví los tostones y nos sentamos uno en frente del otro, a degustar
la comida, el queso aun caliente era delicioso, y el tomate jugoso y dulce, una
delicia para el paladar. Mis ojos no se apartaban de Andrea un segundo, lo
admiré, aun que parte de su rostro estaba oculto detrás de una venda blanca,
podía decir que tenía facciones atractivas y rasgos masculinos marcados
suavemente, una nariz recta oculta debajo de la tela blanquecina, y labios
delgados y de poco color, hacedores de sonrisas brillantes y carcajadas
tentadoras.
— ¿Sabes?, a pesar de que no
puedo ver generalmente siento la mirada de la gente sobre mí. Es una sensación
extraña.
Me sonrojé de inmediato. Agradecí
que Andrea no pudiera verme, si no moriría de la vergüenza.
— No te preocupes, yo me siento
de la misma manera.
Me quedé estática, sus palabras
fueron como un interruptor que detuvieron mi corazón. Quería preguntarle a que
se refería con aquellas ambiguas palabras, pero sería hipócrita de mi parte
hacerle aquella pregunta, yo era lo bastante perspicaz como para interpretar el
ambiente a mí alrededor.
— Me he enamorado de ti, y sabiendo
que siendo capaz de verte con mis ojos, el deseo de conocerte de aquella manera
es casi insoportable, el deseo de deshacerme de la venda que obstruye un paso
más para conocerte mejor es el peor de los castigos. Es cierto que si veo moriré,
pero el no verte me está matando.
Andrea llevó sus manos a su venda
y las mantuvo allí unos segundos. Sus dedos se movieron una milésima de centímetro
y los detuve allí asustada, con miedo a verlo morir, con miedo a perderlo.
— No lo hagas.
— No me importa morir, si al
hacerlo lo último que veré será tu rostro.
No pude objetar nada contra
aquellas palabras, entonces fui testigo como, Andrea, lentamente llevó las
manos a su nuca para desanudar la venda. Retiró el velo blanco que resguardaba
sus ojos del resto, pausadamente, temiendo a la muerte, pero impulsado por un sentimiento mayor.
Sus pestañas eran oscuras y
largas. Mantuvo los parpados cerrados, unos segundos que parecieron una
eternidad, cuando se decidió a abrirlos mostró un color café, brillantes, era
como si dos hermosos topacios imperiales me mirasen con amor.
Andrea se acercó hacía mí, recostándose
levemente sobre la mesa, sus dedos viajaron hasta el fondo de mi cabeza, entrelazándose
con mi cabello.
— Hermosa.
Dijo una sola palabra, la única
que pudo decir al verme. Me miró durante minutos, me observó como si fuera una
obra de arte. Al principio entrecerraba sus ojos, los cuales estabas desacostumbrado
a la claridad, pero lentamente los fue abriendo, sus pupilas se dilataron
captando la luz que le rodeaba, y yo me veía reflejada en ellos, era como un
espejo, podía ver lo que Andrea veía.
Andrea acortó la distancia que
nos separaba, la consumió como las llamas lo hacen al oxigeno, y a las flores.
Sus labios se depositaron sobre los míos, de manera delicada, como si su
destino fuera un puerto de porcelana, y
me besó como si mis labios supieran a frutillas, y a azúcar. Nuestras bocas
eran mensajeras, llevaban buenas nuevas de amor y cariño.
El resto de la noche fue
escenario para nuestro amor profesado, si bien nunca abandoné el temor de su
muerte, él siguió viviendo, siguió besándome y dándome su amor. Tal vez la
maldición nunca existió.
Dormí a su lado, viéndolo dormir,
hasta que el propio sueño me venció.
La calidez de la mañana fue lo
que me despertó. Me senté en la cama, algo confundida hasta que logré reconocer
la habitación y recordar lo que había sucedido la noche anterior. Me giré en
dirección a Andrea, quien seguía recostado en la misma posición de ayer.
— Andrea — lo llamé, pero no
respondió. Un familiar sentimiento de temor se alojó en mi pecho — Andrea —
volví a insistir, pero esta vez lo sacudí del brazo levemente. No hubo
respuesta.
No podía ser cierto, las maldiciones,
brujas, fantasmas, extraterrestres y todas aquellas cosas extrañas no existen,
no eran más que un producto de la imaginación humana. Los mitos siempre seguirán
siendo mitos. Y las cosas inexplicables nunca se podrán explicar, porque simplemente
no existen. Me obligaba a tener esos pensamientos, a no desistir, a no pensar
de manera pesimista, a no dejarme llevar por la superstición, a no pensar lo
peor. Seguramente Andrea tenía el sueño pesado.
Me recliné para comprobar su
respiración y su pulso, y fue cuando el peor de mis miedos se hizo realidad.
Andrea estaba muerto.
La doctora no estaba preparada para que la maldición fuera real. ¿Cómo podría estarlo? Creo que el tal Andrea estaba esperando a una mujer tan especial, para que fuera lo último que viera en su vida.
ResponderEliminarY tal vez la hermana lo sabía.
Que bien contado.
Gracias por leer y por comentar.
EliminarEl protagonista no le importó morir al haber encontradoa esa mujer especial.
Un saludo.
Y al final... se murió. Al menos lo último que vio fue esa mujer que lo haría sentir vivo por un instante antes de sucumbir a la maldición.
ResponderEliminarEso sí... Alba va a quedar como principal sospechosa de su muerte. (Je, je, je, je. Soy malvado. Je, je, je, je.)
Bonito cuento. Que tengas un buen fin de semana. :-) ¡Saludos!
Jajaja, tal vez la acusen de mala praxis.
EliminarGracias por leer y comentar. Me alegro que te haya gustado el relato.
Un saludo!!