Llovía
a cántaros, la lluvia golpeaba la acera de forma rabiosa. El piloto no se dejó
intimidar por la tormenta, ya había volado en varias oportunidades con
temporales mucho mayores.
Wilcox
era un hombre recién entrado en los treinta años, miró por la ventanilla con
sus ojos de manteca, él tampoco se dejó intimidar por la lluvia, su destino era
Sudamérica, salía de la comodidad de su hogar civilizado para internarse en la
húmeda y peligrosa selva misionera. Alguien que se atreve a un cambio tan
drástico no le temé a una simple lluvia de invierno.
Cuando
habían llegado, Wilcox miró por la ventanilla contemplando una vasta tierra
roja, parecían lagos y ríos de sangre.
Un anciano lo estaba esperando en el
aeropuerto junto a su camioneta destartalada y despintada, él sería el
intermediario entre las tribus guaraníes y su improvisado español.
Wilcox
bajó del avión cargando con un enorme bolso, el anciano se acercó a él y lo
ayudó a colocar el bolso detrás de la camioneta:
― ¿Wilcox verdad?― Le preguntó
con un extraño acento que nunca había escuchado, donde parecía pronunciar las “e”
como si fueran “i” y colocar “eses” donde no iban ― Yo soy José― Le dijo
extendiéndole la mano, Wilcox le devolvió el saludo.
El extranjero se subió al asiento
del acompañante y José encendió la camioneta la cual gimió como un león al
prender el motor.
― La tribu guaraní a la que vamos
tiene como cacique a un hombre llamado Katu-Itaete, si él te acepta podremos
hablar con ellos sin ningún problema. Por cierto, no me has dicho que has
venido a hacer por estos lados.
― Negocios― Respondió secamente
Wilcox, sin separar la mirada del camino.
― ¿Un hombre de pocas palabras?,
¿Eh?― José rió, esperando que el extranjero lo acompañara en su carcajada, pero
Wilcox no lo hizo, se quedó callado, como si no hubiera escuchado nada.
Luego de andar por un largo
camino de tierra roja, la camioneta llegó hasta las entrañas de la nada, donde
florecía una pequeña aldea guaraní, con chozas de ramas y troncos con techos de
paja y hojas, los habitantes ya no llevaban sus ropas habituales y coloridas de
un típico nativo, sino que habían sido visitados por la civilización, sus
pechos eran cubiertos por remeras o desteñidas camisas, y sus pies estaban
descalzos o apoyados sobre ojotas de plástico, pero todavía conservaban su
arcaico idioma.
José fue el primero en comenzar a
hablar, se dirigió a ellos en su idioma, Wilcox no entendió nada en guaraní,
así que esperó la traducción al español.
― Katu-Itaete quiere saber cuáles son tus intenciones, sino
no te darán la información que buscas.
― Diles que soy un cazador― Le
dijo el gringo, José hacía el trabajo de
traducir sus palabras al mismo tiempo que eran habladas.
Wilcox caminó hasta la camioneta
y tomó de atrás su pesado bolso, lo arrojó al suelo y abriendo la cremallera de
esté les mostró a los nativos su contenido. Todos expresaron asombro en sus
rostros y algo de estupor, al ver lo que contenía, era la piel de un Jaguar,
sedosa y brillosa, parecía un anaranjado sol manchado en rosetas negras,
escondido en un sucio bolso de tela.
El
cacique miró la piel animal y de sus labios sólo salieron unas palabras:
―Japi yaguareté-abá ― Y todos en
la aldea gritaron de emoción, como si un redentor hubiera llegado a su aldea
para salvarlos del mal.
― ¿Qué ha dicho?
― Que eres un cazador de
yaguareté-abá.
― ¿Qué es eso?
José volvió a hablar con
Katu-Itaete, le interrogó, buscando información al respecto:
― Ellos creen que su antiguo Paí
se ha transformado en yaguar, dice que está matando sus gallinas. Vos al
cazarlo serias consagrado como el más fuerte de la aldea. Eres un héroe ante
sus ojos.
Wilcox rió, como si hubiera
escuchado la ridiculez más grande del mundo.
― Entonces hay un Jaguar cerca― En
su rostro se demarcó un amplia sonrisa ambiciosa ― Indágales información sobre
el animal, donde lo han visto y si saben si tiene alguna madriguera.
José ya no estaba tan feliz como
antes, la sonrisa había sido borrada de su boca, y le preguntó a Katu-Itaete de
mala gana:
― Dice que aparece durante la
noche cuando todos duermen. Uno de la tribu ha encontrado huellas a nueve
quilómetros de aquí― José miró a Wilcox mientras hablaba, lo miró como si
estuviera hablando con un demonio o un aterrador fantasma ― Wilcox,
posiblemente no te interese mi opinión, pero yo creo que Pachamama es la madre
de todos, y nos da tanto la vida como la muerte, puede enfadarse por que querés
quitarle a uno de sus hijos, el Jaguar, y por eso se puede revelar contra vos…
Wilcox interrumpió las palabras
de José con un ataque de risa, su rostro se había vuelto bordo de tanto reír, su
cuerpo se encorvaba pidiendo auxilio, ya que sus pulmones parecían explotar:
― Realmente eres ignorante― Le dijo con los ojos llorosos ―
Yaguarete-aba no existe, al igual que Pachamama.
José se sintió ofendido, estaba
atacando sus pensamientos, sus ideales, su fe:
― Deberías tener cuidado con lo
que dices, no vaya a ser que Pachamama te demuestre su existencia de la peor
manera.
Wilcox volvió a burlarse en la
cara de José, con una ronca carcajada despreciativa:
― Ya tengo la información que
necesito, no seguiré perdiendo tiempo con ustedes.
José asintió en aprobación, se
subió a su camioneta y sin dirigirle la
palabra ni despedirse, se marchó, ni siquiera esperó que le pagara lo prometido
por traducir, no quería su dinero, dinero de un cruel cazador de Jaguaretés.
Wilcox sacó de su bolso su arma
de caza, se colgó el bolso al hombro y comenzó la marcha a pie, internándose en
el corazón de la selva misionera.
La selva era espesa, y estaba
llena de vida. La maleza parecía bailar cuando la brisa la tocaba, el sol
inexistente, débil, no podía atravesar la alta pared de ramas, se creaba así un
bunker oscuro y húmedo, hogar de miles de vidas. Pero las pisadas del hombre
hacían alejar a la fauna viva, que huía despavorida al aroma tenebroso y
amenazante del humano, que por supuesto olía a muerte.
Según las indicaciones de los
nativos, encontró las huellas donde esperaba, éstas eran frescas, y estaba
seguro que eran de un jaguar adulto, y ante sus intereses un ejemplar muy
valioso.
La maleza se movió, y Wilcox
reaccionó como un animal de instinto, giró sobre sí mismo, sigilosamente,
mirando la proveniencia del movimiento, creyó que algo lo asechaba.
Sin miedo alguno movió sus pies y
se dirigió a aquellos arbustos, para descubrir que ocultaban un nido, sus ojos
se abrieron entusiasmados y su corazón saltó de alegría, lo que buscaba no era sólo
un jaguar adulto, sino que era una madre, que guardaba en un tierno nido, encima
de un colchón de ramas, una fresca cría, de pocas semanas, de cabello todavía
como pelusa, brillante y hermoso, haciendo desentono ante tan oscura atmosfera.
La cría miró asustada, sus ojos
cafés estaban tristes, denotaba su acelerado corazón el miedo que se veía en su
pequeño rostro, un humano había encontrado su escondite.
Wilcox tomó del bolso una pequeña
jaula, y agarrando al cachorro del pescuezo lo obligó a entrar en aquella
reducida cárcel. Wilcox rió feliz, con la cría haría buen dinero vendiéndola a
algún zoológico o a un mediocre circo.
Pachamama lloró al ver aquella
escena, un pequeño bebé, futuro rey de la selva misionera siendo apresado
injustamente. Los reyes deben ser libres, gobernar con total poderío y
elegancia, pasear por su reino verde con la libertad que se merecen, no
divertir en una vulgar exhibición o ser el felpudo de un suelo macabro. Los
reyes merecen la vida. Sí, Pachamama lloró, se lamentó, y se despertó en la
madre de la cría.
La jaguareté fue guiada por su
instinto salvaje, sabía que su cría estaba en peligro, por eso volvió a su nido
volando como si tuviera alas. Atravesó la selva hasta llegar a su hija. Hizo lo
que toda madre haría, defender a su hija. Sigilosamente se colocó detrás de
Wilcox, sin que éste advirtiera su presencia.
Wilcox en un momento sintió un
rayo golpear su espalda y miles de alfileres enterrarse en su garganta, era la
madre jaguar, que con sus afiladas garras, su única arma, atacó al humano
dispuesta a dar su vida por su bebé. El extranjero intentó girarse y arremeter
contra aquello que se había adherido a su cuerpo como una lapa, pero fue
imposible, su muerte estaba jurada, se desangró, y su carne se pudrió,
volviéndose tierra que alimentó la sed de justicia de Pachamama.
Que buena historia, podría resumirse tanto como la naturaleza se defiende, la vida tiende a prevalecer o el orgullo precede a la caída.
ResponderEliminarBien contado.
Un abrazo.
Muchas gracias por leer, me alegro que le haya gustado mi historia.
EliminarUna sentencia bien merecida. La naturaleza siempre triunfa y seguirá estando una vez que la humanidad no exista. Es más sabia y longeva que nosotros, que en ocasiones somos su enfermedad. Por algo era una figura respetada por las antiguas civilizaciones. Es difícil determinar cuándo se perdió ese respeto.
ResponderEliminarBonito cuento. ¡Saludos!
Gracias Nahuel por tu comentario, es muy cierto lo que dices, la humanidad ha perdido respeto por la naturaleza.
EliminarQue tengas un lindo día. Un saludo.