viernes, 18 de mayo de 2018

Suprarrealidad


  

Los poetas han encontrado, durante siglos, en las letras una alternativa a la realidad. Era el vate el del privilegio de huir de su vida, y de crear nuevas, para él mismo y para los ojos que lo leyeran. Pero lamentablemente este pequeño errar a la congoja vitalicia, era efímera, temporal. Cuando el hombre levanta los ojos, se halla de vuelta en su entorno, con sus cuitas y dolores.
            — Estar despierto, que desilusión — Beltrán tenía los ojos abiertos y una mirada ofuscada los acompañaba. Se sentía de mal humor, siempre lo estaba después de despertar.
            Cerró los ojos con fuerza, pero por más que insistió, Orfeo no volvió sobre él. Estaba lo suficientemente descansado como para mantenerse despierto el resto del día. Si de él dependiera, pasaría todo el día durmiendo. Allí, en ese mundo onírico, hallaba la paz que su mente necesitaba. Cuando estaba levantado, buscaba un escape, si bien no era tan efectivo como un sueño, lo hacía olvidarse del dolor de su corazón por unas horas. Se preparó un café, y con la taza de porcelana en una mano, rebuscó con la otra en la estantería hasta que dio con el libro que buscaba.   
            Era una buena historia. Era fácil identificarse con los personajes, se transmitían los sentimientos y las emociones a tal punto de volverlas propias. El amor, la felicidad, la adrenalina, las sentía en su interior, como si él mismo hubiera vivido ese romance, esas aventuras. Pero esas emociones no podían durar para siempre, el dolor de sus tripas al rugir eran la alarma que le recordaba que tenía que despegarse de ese mundo ficticio para volver a la realidad. El hambre, al igual que con el resto de las necesidades, le impedía viajar en un escape completo. Y ahora tenía que hacer lo que más odiaba, salir de su guarida, ya que se le habían acabado las viandas.    
            Las calles tenían un color gris, al igual que el cielo, que se veía triste y amenazaba con llorar. Los días como estos avivaban a un más la tristeza de su alma. Era como si el cielo lo invitara a llorar con él.     
Fue rápido a la feria y compró en cantidad. Tanto que le sería imposible llevarlo él solo. Le encargó al joven de la carreta para que le llevara todo lo que había comprado a su casa, prometiéndole unas monedas de propina. No tenía problema en escatimar dinero, ya que vivía de una harta herencia. Con tanta plata y oro en monedas no necesitaría trabajar por el resto de su vida. El muchacho se imaginó las monedas con emoción y le prometió que partiría de inmediato para dejar la mercancía en su casa. Beltrán no acompañó al chico, ya que antes, quería pasar por otra tienda más. Caminó por la calle de la feria, hasta el puesto que bien conocía. Allí estaba un mulato, algo estrafalario y místico en su vestir. Beltrán sabía que esas ropas no eran propias de la tribu de donde procedía, pero las vestía para llamar la atención de más clientela. Muchos hombres se veían atraídos por su exotismo, y se veían tentados en gastar unas cuantas monedas en artículos tribales o pocos comunes. Pero esas cosas no eran las que le competían a Beltrán, el mulato solía traer del extranjero libros poco comunes, que si bien del otro lado del mar eran historias que todos conocían, en estos lares, la difusión de las letras era bastante pobre. Y unos pocos afortunados, como él, se daban el lujo de cultivarse en dichas culturas e inteligencias.
— Don Beltrán — lo saludó el mulato con su acento forzado. Beltrán una vez lo había escuchado, por accidente, hablando con su gente, y el mulato hablaba normalmente, sin ese rítmico vocal tan acentuado. Ese era otro de sus artilugios de negocios — ¿Qué lo trae a mi humilde puesto?— el mulato sabía bien lo que venía a buscar Beltrán en su negocio, pero siempre que lo veía le formulaba la misma pregunta.     
— ¿Tienes nuevos libros?
— Estos libros son de la biblioteca secreta del conde Filiberto de la Berta — Beltrán dudaba que dicho conde siquiera existiera en realidad. El mulato le mostró un libro tras otro, inventando su procedencia en el momento — y este lo encontré enterrado en una cueva, con una nota en un idioma desconocido.
— ¿Y la nota?
—Se convirtió misteriosamente en un ave, y se fue volando. Desde entonces no la volví a ver.  
Beltrán entornó los ojos de manera inquisidora, y el mulato se mantuvo en silencio, rezando internamente que sus palabras no filtraran las mentiras. Pero lo que el vendedor no sabía era que Beltrán nunca había creído sus historias, si bien sus libros eran valiosos, el hombre siempre intentaba ganarle unas monedas más con sus mentiras. Podía engañar a un idiota, pero Beltrán sabía muy bien leer a través de las palabras, y las del mulato sabían a mentiras. Pero Beltrán no le daba mucha importancia a eso, escuchaba sus falacias sin ninguna expresión, elegía los libros que llamaran más su atención y volvía a su casa con las manos cargadas.   
— ¿No tienes algo diferente? — de todos los libros ninguno había causado en él el suficiente interés como para llevárselo. Ninguno parecía que le brindaría eso que él buscaba, ese escape, esa huida.  
El mulato volvió a guardar silencio, pero esta vez fue un silencio distinto, fue uno misterioso, tanto, que por primera vez, captó la atención de Beltrán.  
— Tengo algo… — el mulato enmudeció de inmediato, como si se hubiera arrepentido de hablar.         
— ¿Qué? — lo instó a hablar verdaderamente intrigado.
El vendedor le hizo señas para que se acercara. Beltrán se inclinó levemente sobre el mostrador y su nariz percibió el tufillo salvaje que provenía del hombre tribal. ¿Incluso llegaba a colocarse colonias raras para acentuar su figura de hombre místico?, ¿Hasta dónde podía llegar la ambición de un vendedor?      
— ¿Has escuchado hablar de alquimia? — dijo en un susurro temeroso.
Beltrán no respondió con palabras, pero le envió una mirada interrogativa, sabía bien lo que era la alquimia, había leído sobre ella, pero más que eso no había hecho.
El mulato lo invitó a entrar en la tienda. Beltrán le hizo caso. El vendedor miró en ambas direcciones, asegurándose que nadie estuviera mirando y luego cerró las cortinas, tapando del mundo lo que pasaría allí dentro. Rebuscó en el interior de sus coloridas ropas hasta dar con una llave que con ella abrió un cofre escondido en el suelo. De su interior sacó un libro forrado en cuero y con un extraño pictograma pintado en el frente.
— Lo rescaté de una quema de libros — y esta vez, Beltrán supo que las palabras del mulato eran ciertas — este grimorio le pertenecía a un arzobispo, cuyo nombre no puedo revelar por miedo a lo que podría pasarle a mi familia. Dicen que este hombre había experimentado un poder como ninguno. Tenía habilidades de magias desconocidas, y todo eso lo escribió aquí. Yo no me atreví a abrir el libro, por miedo a que deje en mí alguna maldición, pero pensaba en hacer un buen dinero con él.   
— ¿Cómo conseguiste el libro? — Beltrán dudó un momento en el vendedor, si ese grimorio era tan peligroso, ¿Cómo había llegado a sus manos?
— Este arzobispo fue quemado en la ojera, cuyo fuego se encendió con todos sus libros ocultistas. Me escabullí en la noche y revisé las cenizas, entre ellas estaba este libro. El fuego no pudo con él.
Beltrán sintió un escalofrió al escuchar la historia, y creía en sus palabras, el susto en el rostro del hombre le denotaba que no estaba mintiendo.    
— Si lo quieres serán quinientas monedas.               
Beltrán amplió los ojos impactado. Era mucho dinero, pero si el libro era real, lo valía. Con cuyo dinero podría comprarse otra mansión, pero creía que tal vez ese grimorio le traería respuesta al dolor de todos sus días.           
— Pagaré por ello.
Beltrán no tenía el dinero allí mismo, así que el mulato lo acompañó a su casa. Cuando llegaron encontró en la entrada al muchacho esperando con toda la mercadería que había comprado, solía comprar en cantidad para no volver a salir de su mansión en un largo tiempo. Esperaron a que el muchacho terminara de guardar las viandas en su despensa, y cuando le pagó el dinero prometido y se hubiera marchado, Beltrán y el mulato volvieron a lo que les concernía.
Beltrán retiró de su caja fuerte las monedas de oro que precisaba. Hicieron el intercambio. El mulato se desprendió del libro, y para él fue como un alivio, como si un yunque se desprendiera de su espalda, en cambio sobre Beltrán cayó una sensación pesada en el momento que tuvo el grimorio en sus manos, y un escalofrío lo asaltó por la espina.
— No me volverás a ver. No puedo decirte a donde iré, pero verdaderamente le temo a ese libro y a los que intentaron deshacerse de él. Pueden volver por el grimorio, no lo sé.
Beltrán comprendió su temor, y como había prometido, esa fue la última vez que se vieron, y tampoco volvió a encontrar su tienda en la feria, por lo cual, desde entonces, tuvo que comprar sus libros en otro lugar.       
Pasaron algunos meses, y el grimorio permanecía cerrado, en el mismo lugar donde lo había dejado. No se había atrevido a leerlo, ni mucho menos a abrirlo. Le temía, no le avergonzaba admitirlo.  Estuvo días enteros preparándose mentalmente y dándose valor para leer los esotéricos secretos que guardaran aquellas hojas añejas.    
Cuando estuvo listo, se preparó como si de una ceremonia se tratara, no comió ni bebió nada en todo el día, había cerrado todas las ventanas y corrido todas las cortinas, impidiendo que entrara siquiera una gota de luz externa. Incluso había estado varios días sin dormir, cosa que detestaba, odiaba estar despierto, pero estaba seguro que sacrificar sus horas de sueño valdría la pena una vez que encontrara una solución a sus penas.    
Prendió una vela, la cual depositó en la superficie del escritorio, donde yacía el grimorio cerrado. Respiró hondo repetidas veces, hasta que juntando el valor necesario, se dispuso a empezar con su lectura. Primero posó la yema de sus dedos sobre la superficie orgánica del libro. Sintió levemente la textura callosa del cuero, y unos segundos después abrió la tapa encontrándose de frente con la primera página. Esta lucía amarillenta y de muchos años. El libro estaba escrito en latín, y algunas partes en hebreo o griego. Por suerte Beltrán era plurilingüe, y había aprovechado su soledad en aprender muchas cosas, y una de esas eran varios idiomas.
Ocupó toda la noche leyendo, incluso volvía sobre las páginas más de una vez. El corazón le palpitaba cada vez que volteaba una página, lo hacía con lentitud y cuidado, como si las hojas se pudieran desarmar entre sus dedos. El tufo mohoso le llenaba las narices, y los ojos le lloraban por el esfuerzo de leer a medianoche, con sólo la compañía de la luz de la vela.          
Ese libro le había abierto la mente, revelaba tantos misterios, incluso a tantas preguntas extrañas que nunca se le hubiera ocurrido pensar. Cosas como la vida, la muerte y la metafísica hallaba sus respuestas en este libro. Pero cada respuesta era algo oscura, como si estuvieran vistas desde unos ojos pesimistas, al igual que los suyos. Se sentía identificado con el autor de aquellos conjuros, se lo leía tan melancólico y desesperado como él.
El grimorio no estaba terminado, el último conjuro era una hipótesis sin comprobación. Por lo que había aprendido Beltrán de su lectura, el libro seguía una dinámica. El autor formulaba una teoría, y luego de comprobarla anotaba los resultados, el proceso se repetía una y otra vez hasta llegar a la perfección del conjuro. Más que un grimorio o receta de conjuros, se parecía más a un diario, a unos apuntes de estudio, donde el conjurador registraba sus pruebas, ensayos y fallos.        
“Suprarrealidad”, era el nombre del último conjuro, el cual no tenía más información que su teorización. Era un ritual que llevaría al conjurador a una nueva dimensión. A una realidad superior, perfecta, mejor. Sería la invocación al punto justo entre los sueños y la realidad. 
Beltrán en ese momento conoció la verdadera felicidad, cuya emoción era movida por una esperanza que nunca antes había sentido. Podía encontrar ese lugar que siempre había anhelado, vivir en él, sin dolor ni más tristezas, o por lo menos eso prometía dicho conjuro. Pensó que las monedas que había gastado en este libro no eran muchas, lo valía, si ese conjuro podía resolver su congoja, realmente valía las quinientas monedas de oro y más.   
Se preparó para probar el conjuro con varios días de anticipación, le fue difícil conseguir todo lo necesario, pero al final tuvo todos los ingredientes que precisaba. No tardó más de una semana en prepararse, estaba ansioso en ponerse manos a la obra.         
El corazón le palpitaba como loco, y no era para menos, había llegado la hora de la verdad, ese hito que marcaría un antes y un después en su vida.   
Primero sostuvo la bola de vidrio en sus manos. Necesitaba un embase, una cascara que sostendría el conjuro, así que había encargado a un artesano que le confeccionara esta bola de cristal hueca por dentro, pero de hermosos tallados por fuera. Colocó la esfera en medio del piso de la sala y luego fue en busca de los polvos de piedras preciosas. Esto era lo que más le había costado dinero, tuvo que comprar las piedras por un lado, y por otro encargarle a un herrero que las moliera. Tenía una bolsa con polvo de jade verde oscuro, otra bolsa de polvo de amatista, y en otra que contenía polvo de cuarzo.   
Primero dibujó en el suelo con el polvo del jade, un triangulo que encerraba a la esfera, luego hizo lo mismo con el polvo de amatista. La esfera quedó en medio del rombo que se formó al dibujar los dos triángulos, que sobrepasaban levemente los límites del otro. Por lo que decía el grimorio, el jade era la representación del cuerpo y del ambiente físico. El verde oscuro es una conexión con la Tierra y con las cosas materiales, en cambio, la amatista era llamada la piedra de sueño, emulaban la imaginación, la fantasía y los mismos sueños.  Por último vació la bolsa con el cuarzo alrededor de dicho rombo, formando un círculo de polvo cristalizado e incoloro. Dicha gema, era el nexo entre las propiedades del mundo espiritual, fantástico, y el plano físico. Entre lo visible e invisible.  
Ya le quedaba el último pasó, debía incendiar los polvos, que al ser tan minúsculamente molidos, y yendo contra toda lógica, sería posible encenderlos en fuego, o por lo menos eso aseguraba el arzobispo. Acercó una vela a uno de los ángulos del triángulo de jade y desafiando las leyes naturales, los cristales se encendieron, siguiendo la línea del dibujo, y contagiando las leves llamas a las otras figuras. Las llamas consumieron el polvillo de los fragmentos de piedras, hasta volverlos humo. El humo se mantuvo suspendido hasta que la esfera de cristal lo absorbió. Ese círculo cóncavo, antes vacio, ahora se hallaba lleno de niebla tricolor. Su suelo había quedado limpio del fuego y de los polvos, como si nunca hubiera dibujado esos triángulos en el suelo de su mansión.   
Su cuerpo temblaba producto de la emoción y del miedo. Tenía miedo por lo que sucedería ahora, por la incertidumbre de los efectos de aquel conjuro. Y emoción por que había funcionado, este era el principio del fin de su vida de soledad y sufrimiento.  
Fue por una cadena de oro, de la cual colgó la esfera llena de magia.
Se colgó la cadena del cuello, esperando los efectos que no llegaron. Se sintió defraudado, esperaba ver esa nueva dimensión que prometía el ritual, pero todo se veía igual de sombrío, y su corazón seguía sintiendo la misma tristeza de siempre.           
Con la desilusión palpitando en su ser, se fue a dormir, aun portando aquella cadena en el cuello. Al parecer nunca encontraría un mejor lugar de escape que los sueños. Ningún otro lugar le daría una paz semejante.    
A la mañana siguiente una luz azul lo despertó. Se sintió sumamente extrañado. Su habitación olía a flores, a pesar de que la noche anterior su cama desprendía un tufo de humedad. Cuando corrió las cortinas de su habitación que daban al jardín de su mansión, lo que sus ojos encontraron lo llenaron de asombro. ¿A caso todavía seguía dormido? El sol que se plantaba en el cielo no era común, no brillaba en ese color azufre en el que comúnmente lo hacía, no, ahora era azul, y sus rayos añiles bañaban la ciudad entera, penetrando cada rincón y esquina. Las flores de su jardín se veían más coloridas y alegres que nunca, tanto que si las mirabas con detenimiento descubrías que estaban bailando al compas de la melodía que silbaba el viento.   
No perdió más tiempo, ni siquiera se dio el lujo de cambiarse de ropa, estaba lo suficiente animado como para perder el tiempo en cambiarse. Así que en pijama salió de su casa, fue directo a las calles, y todo era una locura, la realidad convergía con sus sueños, recordaba una vez a ver soñado con una casa que sudaba mariposas amarillas, y allí estaba, al final de la calle, había una casa que expedía de todas sus ventanas, puerta y chimenea tantas mariposas, de un número infinito, que agitaban sus alas elevándose al cielo, llenando la calle con sus colores de sol.   
La tecnología se mezclaba con lo salvaje, había animales parlantes, y aves volando en avionetas de papel. Incluso los elefantes usaban sombreros. En cambio sus vecinos lucían como bufones, recordaba ese sueño, en que los había soñado con ropa llamativa y jugando con malabares.
Su corazón latía a un ritmo acelerado, y su cuerpo sudaba en demasía, tenía algo de miedo, y emoción. En ese revoltijo de emociones no había lugar para la tristeza.      
Pero los sueños a veces se vuelven pesadillas.
Es cuando se dio cuenta que no sólo había liberado a sus sueños alegres y divertidos, sino que también se habían emulado hasta los sueños más horripilantes y los miedos más escandalosos. Lo supo cuando después de caminar se halló en medio de un callejón, recordó aquella pesadilla de inmediato, la había soñado en una noche que lo había atacado una fiebre que casi lo mata de niño.  
Escuchó los gritos y luego olió la sangre. Todo estaba pasando igual que en su sueño. Giró la vista, y allí estaba, entre una montaña de basura salió un monstruo que sólo podría crear la imaginación humana, con más ojos de los que debería tener, de garras puntiagudas, y un aliento a podredumbre, aun más nauseabundo que de la basura de la cuál nació. Esa criatura saltó, Beltrán sabía lo que venía a continuación, en su sueño era devorado vivo por esa bestia, lo mordía y le desgarraba las partes mientras agonizaba entre gritos. No quería vivir eso, debía huir.    
Beltrán corrió por el callejón, escapando del monstruo que intentaba devorarlo. Esquivo sus nauseabundas fauces y sus sangrientas garras repetidas veces.
Un estruendo doloroso hizo que la esfera que posaba en su pecho se rompiera en miles de pedazos y de esa manera verse liberado del conjuro. Ya no habían más animales con sombreros, ni flores danzantes, todo era como debía ser, con calles grises e insípidas, con un cielo pintado de nubes y un sol amarillo.  
La criatura pestilente ya no estaba, pero igual que en su sueño, se había hallado la muerte. En los últimos segundos que le quedaron de vida pudo distinguirse a él mismo debajo de las ruedas de un carruaje, y un charco de su misma sangre que lo rodeaba cual laguna escarlata.                     




4 comentarios:

  1. Alguien que buscó hacer sus sueños realidad y lo logro, pero también materializó sus pesadillas- Con un trágico resultado. Pero se puede entender lo que intentó-

    Un abrazo.

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    1. Gracias por leer y comentar.
      Beltrán quiso vivir en los sueños, no en la realidad, ese fue su error, que lo llevó a la muerte.
      Un saludo.

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  2. Es genial, me gustó mucho... Yatenía tiempo sin pasar... Saludos!

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    1. Gracias Zed, por leer y comentar.
      NO te preocupes, igual tengo el blog medio abandonado por falta de tiempo. Voy a intentar acomodar los horarios para subir más seguido.
      Un saludo.

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