En una
oscura habitación, un hombre desquiciado planeaba un maquiavélico plan. Siendo víctima
de la inseguridad de su ciudad reiteradas veces, estaba decidido a acabar con
la delincuencia. Pero su intención para llevar a cabo esto, no era organizar
campañas de concientización como cualquier persona cuerda, sino que su idea era
desterrar al mal desde su raíz. Y, la única solución posible parecía ser destruir
a la sociedad actual para que una mejor la reemplazara, una sociedad a la que
él la llamaría pura, porque no estaría contaminada por el odio y el mal como la
anterior.
Pasó largos meses encerrado en su
pequeño laboratorio pensando en todas las maneras posibles en las que podría
destruir a la maldad. Luego de reformular varios planes llegó a la conclusión
de que la mejor manera sería mediante una bomba, pero no una bomba atómica o
napalm, sino una peor, una bomba bacteriológica, donde al momento de detonar
silenciosamente esparciría por la ciudad un virus mortal, y, enfermarían todos
aquellos que aspiraran aquel malicioso virus.
El científico malvado no tardó
mucho en decidir qué enfermedad utilizaría para su bomba, porque luego de
estudiar ardorosamente durante largos años la rabia la logró aislar y mezclarla
con la horrible lepra, esta combinación generaba a su vez una enfermedad aún
mayor, donde sus animalitos de laboratorio tenían una larga y agonizante muerte
dolorosa.
La mente del científico ya no
hacía uso de la razón, ¿Cómo un humano podría desear tanta maldad?
Su corazón estaba endurecido como
una piedra, no sentía compasión por nadie.
Colocó la bomba en medio de aquella
plaza que queda frente a la casa de gobierno, pero antes de activarla se
inyectó una vacuna que el mismo había desarrollado que lo volvía inmune a los
efectos del virus.
Luego de esparcirse el virus, no
tardó mucho el país en darse cuenta que estaban siendo atacados por una
enfermedad desconocida, la cual superaba en dolor y gravedad a cualquiera de
las peores enfermedades ya conocidas.
El enfermo enloquecía
violentamente como un perro rabioso, mientras su cuerpo hervía de dolor por las
llagas de la lepra. Lo peor de este virus era que se propagaba con una
velocidad a gran escala, en unas pocas semanas la epidemia ya había alcanzado a
los países limítrofes.
Los remedios comunes no aliviaban
la enfermedad en sus víctimas, por que cuando el científico unió el virus de la
rabia con el de la lepra, se creó en ellos una mutación inmune a los remedios que
existían hasta ese entonces.
En las lejanías de la ciudad,
vivía un médico especializado en dermatología y enfermedades infecciosas. Vivía
en una pequeña casa con su hijo de siete años. Le atemorizaba el futuro que
viviría su hijo, un mundo infectado por una extraña enfermedad. Durante un
tiempo estudió una cura, pero todos sus intentos eran vanos.
Un día cansado de no hacer ningún
progreso en su investigación, vestido con las prendas adecuadas para protegerse
del virus, se dirigió al lugar donde se produjo el primer caso de un infectado.
Buscó durante horas pero no encontró
nada en aquella pequeña plaza. Pero halló dentro de una húmeda y mohosa alcantarilla
una maleta.
Luego de analizar cuidadosamente la
maleta supo que en ella se había detonado la bomba, por que las telas del maletín
estaban bañadas por los virus de la enfermedad. Descuidadamente el científico había
dejado una identificación en el bolsillo de la maleta, el médico utilizó la
identificación para llegar a aquel que había causado todo este desastre apocalíptico.
Fue al encuentro con el científico
desquiciado, el cual dormía plácidamente y sin preocupación alguna. En un
principio no lo quiso atender, pero el padre del niño insistió.
Desde detrás de la puerta le
gritaba “¡Ya han muerto cientos de personas en unas pocas semanas!, y la enfermedad
se está expandiendo por el mundo, muchos sin saber que estaban enfermos
viajaron a otros países llevándose con ellos el virus, ¡Ayúdame a detener esto
antes que todo el mundo enfermé!”
Luego de pensar detenidamente en
todo lo que había hecho, el desquiciado comprendió la gravedad del asunto. Y
abriendo la puerta le entregó al padre del niño la vacuna que el mismo había
construido para mantenerse sano, “Esta vacuna volverá inmune a la persona que
se la inyecte, tómala, y llévatela para que la reproduzcan en masa”.
El científico que había vuelto en
sí, sintió que su corazón se hablando, ya no era una roca, y recorriéndole una
lagrima por el rostro le dijo: “La ira me controló, no debí dejarme llevar por
ella, deberé vivir con la pesada culpa de todas las personas que he matado”. El
padre del niño le contestó: “Todavía no es tarde, esta vacuna salvara a muchos
más de los que han muerto”.
La vacuna se reprodujo en masa, y
fue entregada tanto a enfermos como a sanos, y de esta manera se desterró aquella
fatal enfermedad de la vida de las personas.
Todo volvió a la normalidad, pero los familiares nunca dejaron de llorar
la muerte de los enfermos. Y, el científico toda la vida luchó contra la culpa
de aquellas muertes, pero también sentía satisfacción al recordar que había reconocido
su error a tiempo para poder parar así la enfermedad que parecía incurable.
No está mal, casi que podría ser un capítulo de la serie Arrow.
ResponderEliminarNo está mal, casi que podría ser un capítulo de la serie Arrow.
ResponderEliminarJajaj me encanta esa serie!! jaj
EliminarGracias por leer.
Un saludo!!